Hace unas horas regresé de unos días de descanso en Río de Janeiro, una ciudad increíblemente rica en recursos naturales, con su océano Atlántico que llega vibrante a irrumpir en la costa dejando al menos diez metros de espuma a la manera de la puntilla de un mantel gigante; con sus morros, sinuosos promontorios que encuadran una naturaleza expresada en el mar y el bosque; con su sol “de rayos de fuego”, parafraseando a Ruben Darío. Todo parece perfecto para el disfrute en esa “ciudad maravillosa” que siempre tiene como telón de fondo el sonido enérgico de la samba o la melancolía convocante al amor de la bossa nova.
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Sin embargo, nada de lo descripto -aunque verdadero y extremadamente bello- puede evitar el dolor de toparse en cada cuadra de esta hermosa ciudad con humanos tirados en las veredas, vencidos por la vida, suspendidos en una suerte de historia paralela a la alegría y capacidad de disfrute de los otros cariocas y de los que somos turistas.
Son varios por cuadra, la mayoría son jóvenes o maduros en edad aún de producir, casi todos son negros. Las interseccionalidades de las condiciones de vulnerabilidad se hacen presentes en estos seres olvidados, tendidos en una suerte de tiempo sin tiempo, sin futuro, sin esperanza, sin registro de su condición humana.
En el acceso a la playa de Copacabana que da sobre la calle Santa Clara hay un oasis de quince o veinte hermosas palmeras y allí están aprovechando ese techo natural, durmiendo mientras los otros disfrutamos del entorno maravilloso. “La noche es muy dura”, me comenta uno de los vendedores ambulantes en la playa, “no se puede dormir”. Hay cierto pudor en sus palabras que no quiero atropellar con mis deseos de saber lo que pasa. Me cuenta que de noche hay muchos peligros, que las personas sin techo no pueden descansar porque son agredidas, que ha visto cómo mucha gente aprovecha esas horas de oscuridad para tirarles agua caliente e incluso ha habido casos de incineración con gasolina; son pasibles de ser víctimas del odio de los otros, de los que lo tienen todo y los ven como el residuo de la sociedad, deshumanizados, de los que se puede prescindir. Aporofobia le llamó la filósofa española Adela Cortina, ese odio al pobre que desarrollan los demás como si estuvieran exonerados in eternum de la probabilidad de caer en desgracia. Me imagino esta situación agravándose a la luz del decreto de porte de armas del nuevo presidente y pienso cuántos de ellos sobrevivirán, cuántos podrán lograr zafar con este permiso que otros van a tener para exterminarlos.
Río de Janeiro ha triplicado su población en situación de calle durante los últimos años. Los motivos son variados y pasan seguramente por la alta tasa de desempleo, la reducción de fondos para los planes sociales y los programas de viviendas populares, entre otros. Algunos cariocas también me cuentan que entre 2014 y 2016, muchos brasileños se trasladaron a Río por la oferta de trabajo que se inauguraba con motivo del Mundial de Fútbol y de las Olimpíadas, pero eran trabajos transitorios que caducaron luego de terminados estos eventos. Las bondades del clima y una inmensa costa de playas son convocantes para la permanencia y han sido motivo, quizás, de este crecimiento. Hoy rondan las 15.000 personas que en Río de Janeiro viven en las calles, y en los refugios o albergues estatales hay solo dos mil plazas, que en general, tampoco son utilizadas.
El problema de la gente en las calles es muy complejo y no se agota en una mirada simple ni en la enumeración de motivos. Muchas personas llegan a estar en la calle porque han desarrollado adicciones que los han alejado de sus familias o porque no tienen familia o afectos que los amparen en situaciones de alta vulnerabilidad o tienen enfermedades psiquiátricas y nadie quiere hacerse cargo de ellos. Otros han salido de prisión y no tienen ayuda para reconfigurar su proyecto de vida.
No crea el lector que desconozco que Montevideo también tiene sus problemas graves con respecto a compatriotas en situación de calle. Lo sé. Se me ha partido el alma viéndolos en la explanada de la sucursal 19 de Junio del edificio del Banco República, sobre 18 de Julio apiñados para darse calor en las noches intensas del invierno. Es un tema difícil con ribetes complejos que para mí pone en tensión dos aspectos que son fundamentales: por un lado el derecho a la ciudad que tenemos todos los ciudadanos, ellos existen y les corresponde el ejercicio de ese derecho, pero por el otro me preocupa que sus presencias puedan naturalizarse tanto como para que no reparemos en ellos, como para que circulemos con esa mirada normalizadora que casi los cosifica y los incorpora al paisaje como se incorpora un árbol o un banco. Mientras escribo esto veo cuerpos y rostros y pienso en lo fácil que es hablar desde la comodidad de una vida con todas las condiciones. ¿Cómo poner en juego un mecanismo humanizante que nos exonere de la indiferencia, de la rutina y la aceptación de que algunos tenemos todo y otros no tienen nada?
Suena en mi cabeza la voz de Eduardo Galeano:
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la
Liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
(…)
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica
Roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.