La casa es viejísima. Se ve de lejos, con sus muros corroídos por el tiempo. Sus molduras neoclásicas resultan casi fuera de lugar en ese sitio; pregonan en todo caso el espíritu y la estética de los maestros italianos del 900. Pero la casa tiene fama y gloria, sobre todo si se tiene en cuenta que ahí votó por primera vez la mujer en Uruguay, en un frío 3 de julio de 1927.
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No se trató de un derecho al sufragio de carácter permanente. Se realizaba un plebiscito local para que la ciudadanía se pronunciara acerca de la integración de la localidad de Cerro Chato a Florida, a Treinta y Tres o a Durazno, y, a esos efectos, la Corte Electoral dictó un decreto en el que se establecía que “las personas sin distinción de nacionalidad y de sexo que deseen intervenir en el plebiscito” podrían hacerlo, previa inscripción en el Registro que abriría la Comisión Especial Parlamentaria.
Para completar la peculiaridad del asunto, que habrá dejado con la boca abierta de asombro a miles de honrados y tradicionalistas compatriotas, cabe señalar que la primera mujer que depositó su voto en la urna se llamaba Rita Rebeira, era una mujer negra de origen brasileño y tenía 90 años cumplidos. Nunca se había visto semejante cosa, ni en Uruguay ni en América Latina, aunque para entonces ya existía el sufragio femenino universal en unos 12 países europeos y también en Australia. Con todo, a pesar de que el voto femenino en Cerro Chato merece ser recordado, en buena medida se enmarcó en una práctica de marchas y contramarchas que, con mayor o menor fortuna y menor o mayor dosis de manipulación política, se venía realizando desde rato antes en otras tierras.
Ese mismo año, 1927, la provincia argentina de San Juan logró que se les reconocieran a las mujeres iguales derechos que a los hombres. Pero el golpe de 1930 frenó tales avances. Lo mismo, más o menos, ocurrirá entre nosotros con el golpe de Terra de 1933. Recién en 1938 se aprobará el voto femenino en Uruguay y todavía quedará (y sigue quedando) mucha agua por correr bajo los puentes. Si los puentes fueran memoria, mentalidades, ánimos, prejuicios, intereses y unas cuantas irracionalidades de las que vienen en manojo, como el perejil de feria, entonces más que nunca la metáfora sería cierta. Y yo creo que lo es, porque todas esas cosas, a las que bien podríamos llamar inclinaciones humanas, veleidades, intenciones de las buenas e intenciones de las malas, existen y campean como si tal cosa entre nosotros.
A los seres humanos no nos gusta levantar la punta de la alfombra de nuestras más vergonzosas ideas para mirar qué hay debajo. Preferimos seguir barriendo nuestras miserias donde nadie las pueda encontrar, como barría la bruja de los bosques el montón de huesitos de los niños a los que había devorado, mientras procuraba atraer a otros con sus ventanas de mazapán y sus paredes de chocolate y caramelo.
Tiene mucha razón Simone de Beauvoir cuando comienza diciendo, en su archifamosa obra El segundo sexo, que el tema de la mujer “es irritante, sobre todo para las mujeres; pero no es nuevo”. Se habla y se ha hablado siempre sobre la figura femenina, aunque en general de manera despectiva, llena de reservas y de frenos, de barreras, de amenazas y de órdenes; se ha hablado de una manera recelosa, cargada de sospecha, de indignación y de violencia, casi como si una mujer fuera un pecado vivo o una culpa ambulante. Beauvoir, un poco harta de todo esto (y eso que en su tiempo no existían las redes sociales), expresa: “No parece que las voluminosas estupideces vertidas en el curso de este último siglo hayan aclarado mucho el problema. Por otra parte, ¿es que existe un problema? ¿En qué consiste? ¿Hay siquiera mujeres?”.
Entre nosotros, las que protestan por sus derechos son locas o putas. Si muestran los senos al aire, si andan medio desnudas, si se ponen pelucas de cuatro colores diferentes para llamar la atención, son de inmediato tildadas con los más gruesos epítetos, y la frase más suave que se escucha es: “Esas a mí no me representan”. Ya en su día, Simone de Beauvoir reaccionó contra tales expresiones: “Hablando de ciertas mujeres, los conocedores decretan: ‘No son mujeres’, pese a que tengan útero como las otras […]; se nos dice que ‘la feminidad está en peligro’; se nos exhorta: ‘Sed mujeres, seguid siendo mujeres, convertíos en mujeres’. Así, pues, todo ser humano hembra no es necesariamente una mujer; tiene que participar de esa realidad misteriosa y amenazada que es la feminidad”. Y luego Beauvoir se pregunta: “Esta feminidad ¿la secretan los ovarios? ¿O está fijada en el fondo de un cielo platónico? ¿Basta el frou-frou de una falda para hacer que descienda a la Tierra?”.
La cuestión sobre el tipo, la esencia, la identidad, la función o el destino de la mujer no es intrascendente, entre otros motivos, porque está estrechamente asociada a la lucha por los derechos. Y entre estos estuvo, hasta no hace mucho, el derecho al sufragio. De ahí que el asunto del voto femenino en Cerro Chato siga siendo parte del problema; una parte a medias anecdótica y a medias sustantiva, como antecedente o tópico histórico en el accidentado derrotero de las conquistas cívicas y sociales.
Se podrá argumentar que una cosa son tales conquistas y otra muy diferente la disquisición filosófica o antropológica sobre lo femenino. Sin embargo, los primeros en mezclar la baraja han sido los opositores (y las opositoras, justo es decirlo) a la igualdad de sexos en diversas materias.
Entre nosotros, varios ensayos académicos de fines del siglo XIX se refirieron al tema. Francisco del Campo consideró, en 1880, que el sufragio no era un derecho natural, ya que, de serlo, debería ser concedido a gente como los niños, los criminales, los locos… y las mujeres. Franklin Bayley, otro abogado uruguayo, afirmó que si el voto fuera un derecho natural, podría prestarse a las más inmorales acciones: alguien (acaso una mujer) podría venderlo por móviles interesados y disponer de él sin ninguna limitación moral. Solo el joven jurista Nicolás Minelli afirmó en 1884 que, de acuerdo a los principios de justicia, las instituciones no deberían establecer privilegios ni poderes para un sexo ni incapacitación para el otro, sino la lisa y llana igualdad.
Mucho antes de que Simone de Beauvoir hablara del “segundo sexo” y de la apelación a una femineidad modélica, Minelli decía que es necesario analizar “si las diferencias que existen entre el hombre y la mujer son naturales o son el producto artificial de la condición en que, con toda premeditación, han colocado los hombres a la mujer en el mundo». En otras palabras, se trata de dilucidar si las desigualdades sociales y funcionales de los sexos, lejos de provenir de la naturaleza, no son en el fondo otra cosa que productos artificiales.
Unos años después, en 1917, escribirá la uruguaya Paulina Luisi: “¿Qué es, qué busca, qué pretende el feminismo? Pues, sencillamente, cosas muy justas, muy naturales, muy sociales. Quiere el feminismo demostrar que la mujer es algo más que materia creada para servir al hombre y obedecerle como el esclavo a su amo; que es algo más que máquina para fabricar hijos y cuidar la casa; que la mujer tiene sentimientos elevados y clara inteligencia”.
Paulina, que murió en 1950, debe haber seguido con gran atención el periplo de aquel primer voto femenino, en la reducida localidad de Cerro Chato, en tierras de la campaña oriental, a medias poblada y a medias salvaje. Un voto que se clavó como una modesta cuña en medio del paisanaje masculino y de la red jerárquica del caudillismo, masculino también. Un voto que, efímero y circunstancial como lo fue, hizo pensar a más de uno, aunque sea por puro y descarnado interés electoral. Un voto que, en definitiva, no pasó sin pena ni gloria, sino que aletea todavía, con su mensaje decidido y tímido, sobre los muros callados de la vieja casona.