“Estados Unidos está de regreso”, la consigna lanzada por Joe Biden pocos días antes de asumir su presidencia, fue el antígeno multilateralista de la vacuna descubierta por la nueva administración norteamericana tanto para erradicar el “CoronaTrump”, que en en menos de 4 años devastó el sistema tradicional de alianzas internacionales de EEUU, como para combatir el “virus chino” que, a medida que crecían el aislacionismo y los desplantes de Trump, posicionó a la República Popular como el principal actor de la escena mundial, líder de la lucha contra el cambio climático y adalid de la globalización y el libre comercio.
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Durante ese período Beijing aumentó sustancialmente su influencia en los organismos tradicionales del sistema de Naciones Unidas, demostró capacidad e iniciativa para concebir e impulsar nuevos sistemas y acuerdos de cooperación económica y comercial y, últimamente, demostró toda las fortalezas de su “modelo país” para superar la crisis sanitaria, económica y social desatada por la pandemia.


Para Washington, la reunión del G7 -la primera de Biden como presidente y la primera presencial desde el comienzo de la pandemia- debía ser el gran retorno de Estados Unidos a la diplomacia internacional comenzando con la recomposición de las relaciones con sus aliados “históricos” tras la catastrófica presidencia de Donald Trump y, como dijera el mismo Biden al final de la cumbre, la gran oportunidad para demostrar al mundo “que existe una alternativa democrática a la influencia china”.
Reunidos el pasado fin de semana en un resort en Cornualles, al suroeste de Inglaterra, los líderes de las (mal) llamadas 7 economías “más avanzadas” del mundo (Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Francia, Italia, Canadá y Japón) acordaron, además de políticas para contrarrestar la influencia de china en el mundo, medidas para la lucha contra el cambio climático, prevenir futuras pandemias, a donar 1.000 millones de vacunas.
El “factor chino”, como viene ocurriendo sistemáticamente y sin solución de continuidad en la política norteamericana, fue objeto de un capítulo especial en el documento de 25 páginas publicado al cierre del cónclave, al que también fueron invitados India, Sudáfrica, Corea del Sur y la Unión Europea.
“Hace tres años, China ni siquiera se mencionaba en el comunicado del G7”, informó a la prensa un funcionario del Departamento de Estado de EEUU. “Este año, hay una sección sobre China que habla de la importancia de coordinar y responder a las prácticas económicas no comerciales de China y la necesidad de denunciar los abusos de los derechos humanos, incluso en Xinjiang y Hong Kong”.
Los participantes se comprometieron con una «revolución verde» para alcanzar emisiones netas de carbono cero para 2050 (reduciendo a la mitad las emisiones para 2030) y de movilizar conjuntamente US$ 100.000 millones anuales de fuentes públicas y privadas hasta 2025 con el objetivo de limitar el aumento de las temperaturas globales a 1,5° C.
Sin embargo, algunos grupos ambientalistas dijeron que las promesas eran demasiado vagas y que anteriormente los países ricos ya habían acordado contribuir con US$ 100.000 millones al año en financiamiento climático a los países más pobres para 2020, pero el objetivo no se cumplió.
Otro tanto ocurrió con la promesa de donar 1.000 millones de vacuna. En este caso los críticos esgrimieron que la Organización Mundial de la Salud estima que para vencer al virus hacen falta 11.000 millones de vacunas, por lo que este acuerdo del G7 no es suficiente.
Vale la pena recordar la total indiferencia hasta ahora demostrada por las potencias occidentales ante la escasez de vacunas en el mundo. Aunque EEUU y Reino Unido, y cada vez más Europa occidental, han vacunado a la mayoría de sus poblaciones contra la covid-19, no han exportado una sola dosis de vacuna al mundo en desarrollo. Mientras tanto China, además de las casi 800 millones de vacunaciones ya realizadas, ha exportado más de 300 millones de dosis de vacunas al mundo en desarrollo y más de la mitad de las vacunas en América Latina provienen de sus laboratorios.
Como acordado en las reuniones preparatorias, el plato principal del menú de las 7 naciones fue para Beijing y, en este caso, el objetivo designado por Washington fue la Franja y la Ruta (BRI por su siglas en inglés), el mega y pluribillonario proyecto de infraestructura, comunicaciones y conectividad en Asia, África, Europa y América, que le ha servido al gigante asiático para aumentar su influencia económica y estrechar relaciones en todos los continentes con préstamos y proyectos de infraestructura.
Como contrapeso al buque insignia del presidente Xi Jinping, Biden propuso una “ alternativa democrática”, el ‘Build Back Better World’ (B3W) -traducido al español «reconstruir un mundo mejor -, un plan de infraestructura global para reducir una brecha de infraestructura de 40 billones de dólares en los países en desarrollo de aquí hasta el año 2035. “Todo esto representa los valores que nuestras democracias representan y no la falta autocrática de valores”, expresó el presidente estadounidense.
La Franja y la Ruta son de los ejemplos más elocuentes de la relación de China con el mundo en desarrollo. Desde que fuera lanzado hace 8 años, Occidente ha fracasado en todos sus intentos de encontrar una alternativa al BRI, dejando en evidencia que su pasado colonialista es un obstáculo para superar el abismo histórico y cultural entre el rico mundo occidental y el mundo en desarrollo.
Las primeras reacciones de Beijing fueron del portavoz de su embajada en Londres. “Los días en que las decisiones globales eran dictadas por un pequeño grupo de países hace mucho tiempo que acabaron y solo hay un sistema y un orden internacional en el mundo, el que tiene a las Naciones Unidas en su núcleo”, declaró el diplomático.
«Siempre hemos creído que los países, grandes o pequeños, fuertes o débiles, pobres o ricos, son iguales, y que los asuntos mundiales deben gestionarse consultando a todos los países», señaló el portavoz.
«Muchas de las principales potencias todavía están dominadas por una mentalidad imperial obsoleta después de años tratando de humillar a China. Ahora todo ha cambiado. Somos más fuertes y aguantaremos la competencia. Pero no toleraremos las interferencias en nuestros asuntos internos», dice un editorial del Diario del Pueblo, vocero del Partido Comunista Chino.
La legitimidad y la importancia del G7 se han visto enormemente afectadas por el auge del mundo en desarrollo. Cuando fue creado en 1973, Occidente representaba dos tercios de la economía mundial y los países emergentes, un tercio. Hoy es exactamente el contrario y son los países en desarrollo quienes explican casi el 70 por ciento del PIB mundial. La prueba más flagrante de su escasa autoridad se produjo en 2008 cuando, en el punto más álgido de la crisis financiera global, el G7 fue efectivamente desplazado por el G20, mucho más representativo y con la participación de China, segunda economía del mundo y también la locomotora que permitió superarla.
El optimismo de Estados Unidos por los resultados de la cumbre no alcanza a disimular las dificultades que se enfrentan para cumplir su gran objetivo estratégico: una gran “alianza de las democracias” que le devuelva plenamente el liderazgo indiscutido de todos los países democráticos en su cruzada para detener el ascenso de China y derrumbar su “autoritarismo”.
A diferencia de los tiempos de la Guerra Fría, ya no existen dos bloques, sino un mundo multipolar donde no hay un enemigo común como lo fue la Unión Soviética que amenazaba a todo Occidente y todos los países tenían el mismo interés en derrotar al peligro que “venía del frío”. Hoy las amenazas son otras y las prioridades, al momento de elegir las alianzas comerciales, militares o diplomáticas, cambian de región en región y de país en país.
La competencia entre las dos superpotencias es práctica y teóricamente inevitable y es entendible que tanto republicanos como demócratas coincidan en los virulentos ataques a China. Pero también es comprensible que muchos países, incluidos los miembros del G7, perciban al Imperio del Centro mucho más como un socio comercial que como un peligro para su seguridad nacional.
En este contexto no va a ser fácil para Washington imponer su visión de un mundo dividido entre naciones democráticas y dictaduras que intentan socavarlo y consensuar su línea dogmática e intransigente para enfrentar el desafío que plantea una “China totalitaria”.
Alejandro Dumas, en Los Tres Mosqueteros, acuñó el inolvidable lema “uno para todos y todos para uno”, expresión de los ideales de amistad y lealtad. Difícil que “el uno para todos y todos contra China” propuesto por Biden corra la misma suerte.