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Uruguay: ¿país de vagos?. Segunda parte

Por Leonardo Borges.

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¿Somos indolentes los uruguayos? Esa fue la pregunta que disparó el primer artículo de este díptico. Los factores climáticos y geográficos marcaron –según muchos autores– los destinos de la población de estos territorio. La “siesta colonial” se durmió con intensidad en estas tierras. Empero, esos factores no son en ningún caso definitorios a priori. El determinismo geográfico y económico no explica en ningún caso la indolencia y cierta cuota de desidia de la población al oriente del río Uruguay. Sobre la tierra se encuentra la gente, y el espacio geográfico se construye con pobladores y su relación con ese medio. Distintos viajeros fueron llegando a la Banda Oriental y haciendo sus análisis de esa indolencia, generando obviamente un mito alrededor de esa constatación. Algunas pistas podemos encontrar en el Montevideo iniciático –el denominado Montevideo colonial– en el que dominaban poblacionalmente los canarios fundadores. ¿Eran indolentes aquellos canarios fundadores?   Aspectos poblacionales A mediados del siglo XVIII, el cura francés abate Dom Pernetty arriba a estas tierras y se extraña profundamente de esa indolencia. Deduce que aquella “haraganería” de los montevideanos se explica porque no les cuesta trabajo conseguir la carne, el pan es barato y los cueros son muy comunes y andan “desparramados, aquí y allá”. El mismo análisis hace Concolocorvo: “De esta propia abundancia […] resulta la multitud de holgazanes, a quienes con tanta propiedad llaman gauderios”. ¿Quiénes eran esos gauchos? Algunos plantean que su supuesta haraganería nace justamente de su matriz hispana. La mayoría de los viajeros mencionan que la presunta holgazanería o indolencia de los montevideanos, está relacionada con la superabundancia de ganado. Pero pensemos de esta manera: ¿las reseñas de aquel Montevideo no se parecen a las antiguas descripciones de los indios caribeños o de los países centroamericanos? Recordemos que a los indígenas caribeños se los acusaba de ser tan haraganes que debían los sacerdotes tocar una campana para que se juntaran a reproducir. Esta anécdota la cuenta Georg Wilhelm Hegel en una de sus ‘Lecciones sobre la filosofía de la historia’. Más aun, el barón de Montesquieu, en una rara muestra de determinismo geográfico, plantea que las personas que viven sobre la línea del Ecuador son menos inteligentes, dado que los rayos del sol calcinan sus neuronas. Son variadas las hipótesis de la haraganería y lentitud de las personas que viven en los lugares cálidos. Más allá de obsoletos determinismos geográficos, no cabe duda de que hay diferencias entre las personas que viven en la línea del Ecuador, en los trópicos o cerca de ellos. Tiene que ver con la temperatura, el sol, la vida al aire libre, cierta facilidad para encontrar el sustento. La vida cotidiana en la antigua Grecia se llevaba a cabo al aire libre; eso es un hecho indiscutible y muchos autores han creído en la relación de esto con el desarrollo de la cultura griega de una manera y no de otra. Las Islas Canarias –lugar de donde llegaron los colonizadores a Montevideo– se encuentran en el océano Atlántico frente a las costas africanas, a unas 60 millas de distancia. El punto más septentrional esta a 29° latitud norte y el más meridional a 27°. El clima canario es de tipo oceánico subtropical. Se encuentra en una zona especial: las temperaturas son agradables en todas las estaciones y las lluvias son escasas. El clima en estas islas es inmejorable; si bien no es completamente tropical, es cálido y tranquilo, se mantiene todo el año y llueve poco. El historiador José Pinto de la Rosa, refiriéndose al clima, dice que “una primavera eterna reina en Canarias”. No es difícil imaginar el ritmo de vida canario, esa forma diferente de vivir la vida. Y no es difícil pensar que estos colonos –matriz poblacional de Montevideo– le transmitieran ese ritmo de vida tranquilo, pausado, a la sociedad colonial en su totalidad. El 5 de enero de 1730 Zabala lanza un bando obligando a los colonos –ante la pasividad de estos– a construir sus casas en Montevideo. ¿Cuál es la razón por la que se debe promulgar un bando para que los pobladores construyan sus casas? Para Luis Enrique Azarola Gil, historiador de este período, Zabala “conocía, sin duda, el temperamento indolente de los canarios”. Ese supuesto espíritu indolente no es algo nuevo en la historia del archipiélago. Más allá de los dichos populares o las creencias de la gente, hay algo que tiene que ver con el clima y con una forma o ritmo de vida que se remonta tiempo atrás. El ensayista y biógrafo griego Plutarco (46-125 DC) en una de sus obras, Vidas paralelas, hace una mención a las Islas Canarias. En la época antigua se las consideraba más que unas simples islas; más que eso eran los Campos Elíseos, las Islas Afortunadas, donde moraban las almas de los bienaventurados. Su ubicación (en las extremidades del mundo conocido, el Mediterráneo) y su clima apacible y disfrutable hacían que las leyendas recorrieran el mundo antiguo. Los mitos, las leyendas y las historias se encuentran unidas indefectiblemente. Es indudable que las islas generaban cierta admiración y asombro. En la biografía de Sertorio (121-72 AC), Plutarco nos cuenta que este se encontró con unos capitanes de buque que habían llegado hacía poco tiempo de las islas atlánticas. Dice que eran dos y que se las llamaba Islas Afortunadas. Las lluvias eran muy raras, los vientos suaves y agradables, los frutos excelentes y tan abundantes que bastaban para alimentar sin trabajo a un pueblo dichoso, que “pasaba la vida en la holganza”. Por esto los antiguos pensaban que allí iban las almas limpias a descansar. Muchos otros cronistas hablan de la indolencia de los habitantes de las islas. La vida en la holganza es una descripción que iría bien para el Montevideo de los primeros tiempos. San Felipe y Santiago de Montevideo presenta las condiciones materiales, pero, además, tiene las condiciones espirituales que los canarios le dan a la ciudad. Ellos traen consigo ese ritmo de vida, que proviene desde el tiempo en que los guanches eran los amos del archipiélago. Este ritmo, sumado a la superabundancia de ganado, nos da un Montevideo que durmió literalmente aquella siesta colonial. Pero la supuesta siesta no es algo de lo que Montevideo tenga que avergonzarse. La mayoría ve en esta algo sumamente tentador. Luis Antonio Bougainville en 1767, en su viaje a las Islas Malvinas para entregarlas a la Corona de España, pasó por Montevideo y dejó para la posteridad su visión: “En las huertas, sean de la ciudad, sean de las casas de las cercanías, no se cultiva casi ninguna legumbre: se encuentran solamente melones, calabazas, higos, melocotones, manzanas y membrillos en gran cantidad. Los animales son tan numerosos como en el resto del país, lo que, unido a la salubridad del aire, hace la escala en Montevideo excelente para las tripulaciones; únicamente se deben tomar medidas para impedir la deserción. Todo incita a ello al marinero en un país donde la primera reflexión que le sorprende al desembarcar es que se vive allí casi sin trabajo. En efecto, ¿cómo resistir a la comparación de deslizarse en el seno de la ociosidad los días tranquilos, bajo un clima delicioso o languidecer, hundido bajo el peso de una vida constantemente laboriosa?”. Imaginen un lugar tan paradisíaco que los capitanes debían temer la deserción de sus marineros. Otros viajeros, más adelante, van a repetir lo dicho por Bouganville en 1767. Montevideo no era una ciudad rica (en sus primeros tiempos casi ni parecía una ciudad), tenía un problema en crecimiento, los indígenas y sus pobladores en general venían de humilde cuna. ¿Qué era entonces lo que hacía que Montevideo fuera tan impactante, sino esa pequeña edad del cuero y ese carácter propiamente canario que la ciudad reproducía? Montevideo se convirtió en una ciudad que hacía un culto importante al ocio, culto que fue marca registrada de la ciudad. Durante las Invasiones Inglesas de 1807, los relatos de los británicos oscilan entre las mujeres y las tertulias nocturnas de la ciudad y la relación entre las tertulias nocturnas y dichas mujeres. Aunque la ciudad crecía y ya no era aquel conjunto de casuchas de cuero, aquel ritmo de vida indolente –o por lo menos pausado– seguía reproduciéndose. Incluso en algunos extranjeros el ritmo ya no era de los canarios, era el ritmo de Montevideo. John Parrish Robertson (comerciante inglés) describe en sus cartas las deliciosas tertulias en los cafés de la ciudad. Además, las mujeres eran las que conversaban y bailaban, demostrando su especial situación en la joven urbe. Las horas de ocio creaban tiempo para el juego y la bebida; los más peliagudos eran soldados e indios. Montevideo creaba su clima, su ambiente. Esto era Montevideo, un caserío con Cabildo, aquel sitio indolente, un lugar que hizo del ocio un culto y que nadie podía dejar de visitar. Este era el fermento de una sociedad que tomará ribetes únicos a lo largo del tiempo en el esquema platense. Fusión de canarios con una gama inmensa de nacionalidades, los criollos que vendrán serán diferenciables de los demás habitantes del virreinato (cordobeses, porteños, paraguayos). Nace Montevideo, nacen los montevideanos, nacen los orientales y, más tarde, los uruguayos. La indolencia es entonces una marca registrada de estas tierras, amén de una serie de factores poblacionales, sociales, culturales y hasta económicos, lo que no quiere decir que sea absoluta. Los análisis sociales e históricos no pagan buenos dividendos en la clase política. Pero más allá de bombas de humo o desatinos discursivos, no podemos dejar de lado el legado que debemos llevar sobre nuestros hombros como un yunque cultural. “No nos caracterizamos por el exceso de trabajo”: esa es una frase que no está muy por fuera de la cultura uruguaya del trabajo. Obviamente no estamos hablando de Juan, de María o del lector (quien seguramente ya se ha molestado), sino de un aspecto social del uruguayo.

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