Se ha ido un testigo de primera de un tramo grande de nuestra historia nacional.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Fue el primero en romper la aburrida formalidad que caracterizaba a la televisión allá, por los años 80. Describir su carrera periodística sería una pérdida de tiempo y espacio, ya que todos la conocemos; por lo que tan solo diremos algunas cosas simples, sin juegos de palabras ni mayor cuidado por las formas literarias, sin metáforas, ni cadencia ni frases pulidas que busquen la posteridad.
Un día me hizo algunas preguntas muy duras con relación a mis investigaciones sobre el crimen organizado y me pidió que no me molestara. Le repregunté: “¿Cómo me voy a enojar? Lo mejor que tienes es que entrevistas a quienes somos de izquierda como si fueras de derecha y a quienes son de derecha como si fueras de izquierda”.
Así era. No se casaba con nadie y desde un García Pintos a un Zabalza, desde un Lacalle a un Ñato, siempre se despedía de buenas maneras. No había manera de enojarse con él; preguntara lo que preguntara. Tenía esa habilidad de interpelar y plantear cosas duras de una forma tan natural que te anestesiaba. Sus entrevistas con Jorge Batlle, en las que ambos se tiraron con todo menos con flores, fueron memorables.
La última vez que lo vi, estaba, como siempre, preparando nuevos proyectos. “Tengo como 70 páginas escritas en un cuaderno”, me dijo con entusiasmo y haciéndome sonreír, porque todavía prefería el papel y el lápiz a una computadora. Él era así. Poco después me entrevistó a distancia, para su programa radial Pipí cucú, cuando uno de los terremotos más grande de la historia de México me atrapó en la zona más castigada. Su palabra lejana y cercana a la vez, siempre solidaria, sonaba a mano amiga en el hombro.
Tenía el humor a flor de piel, en cualquier momento y circunstancia. Un día estábamos conversando en la calle cuando pasó una chica muy bonita. Él, con termo y mate como una extensión natural de su humanidad, la miró a los ojos con respeto y haciéndole una leve reverencia cortesana le dijo un elogio tan inocente que no dejó margen para el enojo y ella nos regaló un “gracias” con una sonrisa que iluminó la mañana.
Él era así. Uruguayo hasta la médula, de gestos sencillos, de atuendo sencillo, de costumbres sencillas, tan sin vuelta. Un tipo que nunca se la creyó y para el cual la estrella era el invitado, no él. No actuaba movido por el rating, aunque muchas veces y por mucho tiempo se situó en lo más alto del mismo sin tener grandes capitales a disposición para mejorar la producción. Su único capital fue su autenticidad e hizo famosa a más gente de la que pueda recordar, sin pedir jamás la devolución del favor. Usó su popularidad de la mejor manera: para ayudar a mucha gente que necesitaba una mano.
Alguna vez, tras salir de un duro trance de salud, le dijo a Sergio Puglia lo agradecido que estaba con toda la gente que le apoyó; pero se emocionó muy especialmente al recordar lo que le dijo un amigo: “Mi madre no te ve; no le gusta lo que hacés… pero rezó por vos”.
Venía de una época en la que fumar no estaba mal visto y pagó cara aquella costumbre. Dejó el pucho hace 12 años; pero el daño ya estaba hecho.
Él vio como nuestra historia reciente se iba por partes: vio cómo perdimos al querer tumbar la infame Ley de Caducidad, vio cómo ganamos al despenalizar el aborto, vio cómo se fueron Millor y el Ñato, Galeano y Benedetti, Alfredo y Pablo, Germán Araújo y el Goyo, el Sabalero y el Canario Luna, Wilson, Tarigo y Seregni. Hace tres años se fue su compañera de trabajo: Ana Nahum. Ahora se fue él y, con él, un estilo irremplazable.
Disculpen lo breve de esta nota, pero es que cada letra me duele demasiado.
Se llamaba Omar; era uno de los nuestros y era un buen tipo. No es poca cosa.
Todos de pie.