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Voto, memoria, tradición

Por Marcia Collazo.

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Mucho se ha repetido, se ha pensado, se ha lamentado. Uruguay es un país sin memoria, fácilmente olvidadizo, aferrado en el mejor de los casos a dos o tres puñados de tradiciones que nadie sabe muy bien de dónde vienen. Un país pequeño, tal vez demasiado pequeño, como para que afloren en su suelo los cambios y las oportunidades.

El francés Charles de Secondant, señor de la Bréde y barón de Montesquieu, se ocupó de asuntos similares en su teoría de la política y de las sociedades humanas, y expresó que cada pueblo tiene las formas de gobierno y las leyes que son propias a su índole, a su carácter y a su idiosincrasia. En las formas de gobierno intervienen, además, elementos naturales como el clima y las peculiaridades geográficas. Si el país es montañoso y de difícil acceso; si es una isla abierta a los mares; si le tocó la desgracia de quedar asfixiado entre dos potencias; si está lleno de selvas y de pantanos, o de valles fértiles, o circundado por desiertos, su historia y sus formas de gobierno serán correspondientes a tales características. No está hablando Montesquieu de ciegos determinismos, pero sí de tendencias más o menos obvias, surgidas de la observación y de la historia. Por algo la Primera Guerra Mundial tuvo su detonante (el asesinato del Archiduque Francisco Fernando y de su mujer) en Sarajevo, Bosnia, o sea en esa zona denominada “el polvorín de Europa”.

¿Qué tiene esto que ver con Uruguay y con la desmemoria? Se trata de una cuestión compleja y escurridiza. El año pasado dicté varios talleres en distintas localidades del país. Fue una experiencia intensa y única. Humana hasta el dolor. Una experiencia atravesada de tradiciones sueltas y de memorias todavía más sueltas, que flotan como jirones en el viento, por todos lados. A eso me refiero cuando menciono la facilidad para el olvido; porque ha de saberse, como muy bien lo señala otro francés, el filósofo contemporáneo Paul Ricoeur, que el olvido es la contracara de la memoria, y que uno no podría existir sin el otro. En estos talleres dados aquí y allá, me encontré con hombres y con mujeres (siempre la participación femenina fue superior, por lejos) dotados de una insólita capacidad de recuerdo. Hijos y nietos de peones rurales, de lavanderas de arroyo, de cocineras de estancia, de chacareros, de inmigrantes vascos, franceses, italianos, rusos y españoles, y también de indios cuyos rasgos perduraban en varios rostros. Recordaron de todo en los talleres, y volcaron esos recuerdos en producciones escritas, algunas de ellas poderosas: alegrías y tristezas, anécdotas perdidas y mínimas, deudas del corazón (jamás pagadas), episodios de violencia, de muerte, de pérdidas de variado calibre. Recordaron también sucesos de su comunidad: las inundaciones periódicas del río, los carnavales de pueblo con la damajuana pintada en el telón de fondo de un tablado, el hospital, la escuela, dos o tres nombres de fundadores. Uno podría pensar que esa gente, a partir de tales urdimbres de memoria, debería tener muy claras dos cosas: una, relativa a sus orígenes; otra, vinculada a su futuro, o sea a sus objetivos, propósitos, intenciones y planes de vida. Uno podría pensar que esas personas serían hoy mucho más sabias (que lo son), y sobre todo mucho más libres (que no lo son). Es que entre ellas y la memoria, y entre ellas y el olvido, se levanta el monstruo de la tradición, cuyo poder no pasa por este o aquel recuerdo, sino por algo espeso y ominoso.

La tradición pasa por la orden, por lo debido, por lo obligado. Las cosas tienen que hacerse de tal o cual modo, porque así lo manda… Y es ahí donde aparece la gran pregunta. ¿Quién o qué lo manda? ¿Y cuál es el castigo si se viola el mandato? La tradición es demasiado fuerte en Uruguay. No admite la menor transgresión. Tiene por todos lados esbirros dispuestos a vigilar y sancionar; esbirros que emergen donde menos se piensa, que enarbolan el mandato como si fuera un arma y llaman a la gente a la obediencia. La tradición ancla a la gente a la miseria, y no me refiero solamente a una pobreza material, sino también moral y psicológica, que es la más difícil de subvertir.

El otro día subí un video a Facebook, en el que se narra la historia de la localidad de Morató, en Paysandú. Morató es una villa diminuta, un puñado de casas que conservan, casi todas ellas, con la antigua fisonomía del rancho de terrón y de paja. Por todos lados rodea a Morató la belleza. El campo con sus verdes ondulaciones, el concierto de los árboles y de los arroyos, algún alambrado perdido, la presencia cotidiana de vacas, perros, caballos y gallinas, y el cielo allá arriba, también eternamente bello. Pero en Morató la gente vive casi en estado de gleba medieval. La vida gira en torno a las estancias, o sea al viejo latifundio, que no permite la existencia de la pequeña propiedad privada, y condena por lo tanto al campesino a la servidumbre, heredada de padres a hijos y de abuelos a nietos. Una servidumbre en la que los campesinos no poseen la menor autonomía ni la menor capacidad de negociación.

En Morató se levanta, además, un castillo, mezcla de mansión inglesa, de fortaleza feudal y de villa italiana. El castillo hoy está abandonado y no se permite la entrada a nadie. Pero los pobladores de Morató lo conocen de memoria. Sus propias vidas han orbitado en torno a ese castillo, cuyos suelos de piedra había que fregar -según recuerda una de las entrevistadas- a rodilla. Un hombre joven, que no llega a los 40 años, uno que pudo escapar de esa red asfixiante y de esa condena social y económica, pero que regresó a la villa para cuidar de su madre, comienza por relatar los aspectos idílicos de Morató (la paz, la tranquilidad, la naturaleza) y termina hablando de lo último, de lo que estaba oculto en el fondo de su alma, de lo que pretendió silenciar frente a la cámara y no pudo. Aquí la mujer solo puede ser cocinera de estancia o ama de casa, dijo. Y los hombres solo pueden ser peones de estancia, siete oficios, esquiladores, domadores, alambradores, o sea “peón pa’ todo”. Y mientras lo decía, los ojos se le iban poniendo cada vez más tristes y cansados.

Todo esto que cuento de Morató también forma parte de la memoria y de la desmemoria, del olvido y del recuerdo. Forma parte de la estructura económica del Uruguay rural, de su pequeñez (Juan Manuel de Rosas se refirió en su día a nuestro país entero, de punta a punta, como “una linda estancia”). Forma parte de los obstáculos geográficos y físicos que según Montesquieu podían conspirar contra el desarrollo pleno de un Estado. Y forma parte de la tradición, férrea, monstruosa, implacable, que ordena a nuestros hombres y mujeres a vivir y pensar de cierta manera. Y que les ordena, por qué no, votar de cierta manera; y dejo esta última reflexión a los lectores, al menos de momento. Mientras tanto, allá siguen el castillo Morató y el hombre de los ojos tristes, uno frente al otro, en una silenciosa pulseada de tiempo y de destino. Habrá que ver quién gana.

 

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