Washington 6 de enero 2021, en lo que para los servicios de inteligencia de la OTAN fue un intento de golpe de Estado, partidarios del entonces presidente saliente de los Estados Unidos, Donald Trump, asaltaron la sede del Capitolio -el primero desde la quema de Washington en 1814 por los británicos- para interrumpir una sesión conjunta del poder legislativo para el recuento del voto del Colegio Electoral y certificar la victoria de Joe Biden en las elecciones presidenciales de 2020.
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En Washington, el 9 de diciembre 2021, Biden clausura la primera Cumbre de la Democracia, convocada por él mismo, cerrando dos jornadas de discusiones virtuales sobre temas como el combate del autoritarismo y la lucha contra la corrupción y que finaliza como empezó: la falta de concreción y la polémica por la lista de 110 países convocados y sobre todo por los excluidos. No por las ausencias descontadas de China y Rusia, sino por países miembros de la Unión Europea como Hungría y de la OTAN como Turquía, y de aliados estratégicos de Estados Unidos como Arabia Saudita. Y la provocativa invitación a la isla de Taiwán, la “provinica rebelde” que Beijing considera parte de su territorio.
El mismo año que se inauguró con el atentado más grave, violento y espectacular de siempre a la democracia de Estados Unidos, su presidente convoca a jefes de Estado y de gobierno, organismos internacionales y representantes de la sociedad civil, a cerrar filas en defensa de la democracía de estilo occidental, y divide al mundo en términos binarios separando a los buenos de los malos, a las «democracias» (es decir, Occidente) de la «autocracias» (es decir, China y Rusia).
“Cierto país está organizando la llamada cumbre sobre democracia. Divide a los países, los etiqueta como democráticos o no democráticos y señala con el dedo los sistemas democráticos de otros. Dice que lo está organizando por la democracia, pero en realidad esto es lo opuesto a la democracia”, dijo el vicecanciller Le Yucheng durante la conferencia “On Democracy” organizada por Beijing International Club diez días antes del summit.
Anticipándose a lo que sería el tema de la cumbre de la Casa Blanca, el Consejo de
Estado presentó su libro blanco “China: la democracia que funciona”, donde en la introducción se lee: “El proceso completo de la democracia popular integra la democracia con sus resultados, la democracia formal con la democracia sustancial, la democracia directa con la indirecta, la democracia popular con la voluntad del Estado”.
Para Beijing, «las democracias occidentales están dirigidas por el capital, Occidente quiere imponer su idea de democracia, pero la democracia no es un adorno: la nuestra es la verdadera democracia del pueblo”.
El cónclave de Washington, cuyo objetivo declarado era “demostrar al mundo que la democracia es todavía el sistema de gobierno ideal” es parte fundamental del compromiso asumido por Biden apenas electo presidente, de recuperar para EEUU su rol de líder global de las democracias en “su lucha contra las fuerzas autoritarias” guiadas por China (y también por Rusia).
Sin embargo, dos grandes hipotecas gravan el éxito de la misión de Biden para quien las libertades democráticas están en “recesión y bajo presiones en todo el mundo”.
La primera es precisamente que las democracias liberales se encuentran en serias dificultades en Europa, Medio Oriente y norte de África y, como nunca antes en más de 200 años, en su propio país. La segunda, y más importante porque retroalimenta la primera, China, en términos de gobernanza y resultados alcanzados, ha superado ampliamente a las democracias occidentales.
Ninguna forma de gobierno ha durado ni durará indefinidamente. Hay múltiples indicios de que la democracia occidental está perdiendo popularidad. Numerosas encuestas occidentales han indicado una creciente desilusión en sus sistemas políticos.
En el caso de Estados Unidos, ícono por excelencia de la democracia liberal, los índices son tan espectaculares como alarmantes. Según la última encuesta del Pew Research Center, solo el 17 por ciento adultos en 17 países para su Encuesta de Actitudes Globales creen que el sistema político de Estados Unidos es un buen ejemplo a seguir.
Casi una cuarta parte de los encuestados de fuera de Estados Unidos (23 por ciento) dijo que Estados Unidos nunca ha sido un buen ejemplo de democracia, mientras que más de la mitad (57 por ciento) dijo que la democracia estadounidense “solía ser un buen ejemplo, pero no lo ha sido en años recientes”.
Los estadounidenses encuestados fueron igualmente pesimistas sobre su propio país, pues poco menos de una quinta parte (19 por ciento) ven a Estados Unidos como un buen ejemplo de democracia. Todavía hoy un tercio de los estadounidenses y una amplísima mayoría de los electores republicanos considera a Biden un presidente ilegítimo. Ni siquiera los confederados cesionistas del sur cuestionaron la legitimidad de la elección del entonces presidente Lincoln. Por primera vez desde la Guerra Civil, existen serias dudas entre los estadounidenses sobre si su democracia puede sobrevivir.
Es cierto que la misma encuesta de Pew arrojó que casi el 60% tiene una opinion desfavorable sobre China, sin embargo, es más cierto que cerca del 90% de sus propios ciudadanos expresó una opinión positiva o muy positiva del gobierno chino y su sistema político.
En términos históricos ningún sistema de gobierno se mantuvo ni se mantendrá para siempre. Aunque nos cueste, es hora de reconocer que, en última instancia, los distintos sistemas dependen de su capacidad de satisfacer las necesidades y las expectativas esenciales de su gente.
La historia enseña que el mayor apogeo de la gobernanza occidental -desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial hasta finales de los setenta del siglo pasado- fueron las décadas de mayor crecimiento económico, pleno empleo y las reformas que desembocaron en el Estado de Bienestar.
Contrario sensu fue la Gran Depresión de 1929 y sus consecuencias (el enorme desempleo, el empobrecimiento, nacionalismo, racismo) que propiciaron las diversas formas de dictadura que sufrieron muchos estados europeos antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial.
Mutatis mutandis fue la crisis financiera de 2008 la que puso a prueba, como nunca en este siglo, las capacidades de los distintos sistemas de gobierno para superarla. Mientras las economías occidentales más importantes aún no logran recuperar los niveles de actividad precrisis, y aumentó sensiblemente el desprestigio de las instituciones de gobierno y de los partidos políticos tradicionales, la República Popular fue la única gran economía del mundo que nunca dejó de crecer y los niveles de satisfacción de sus ciudadanos con su sistema de gobierno fueron excepcionalmente altos.
En la dicotomía democracias occidentales vs. autocracia china que quiere imponer Biden, es inevitable confrontar los resultados de ambas y, desde el comienzo del proceso de reformas y apertura de China, el desempeño de esta supera abrumadoramente el de Estados Unidos y Europa tanto en términos de crecimiento económico, mejoramiento del nivel de vida, desarrollo científico, reducción de la pobreza, como en aumento de la esperanza de vida, transformación de su sistema de salud y seguridad social.
La forma en que China ha manejado la pandemia -con menos de 5.000 muertes en comparación con las más de 800.000 en EEUU y 1.775.000 en Europa- fue, aún más que la crisis financiera global, la más flagrante (y trágica) demostración de la capacidad de los sistemas para reaccionar a la peor crisis sanitaria global de los últimos cien años.
“La parte estadounidense afirma que su llamada ‘Cumbre de la democracia’ es para defender la democracia, entonces no puedo evitar preguntar: con los recursos médicos y la tecnología avanzada, ¿cómo podría EEUU permitir que más de 800.000 de sus habitantes mueran a causa del virus y dejar a casi 50 millones de personas sufriendo aún de covid-19? (…) Con tales tragedias de derechos humanos, ¿cómo puede Estados Unidos defender la democracia?», cuestionó el portavoz del Ministerio de Relaciones Exteriores chino, Zhao Lijian.
Es impensable (y ahistórico) que Occidente mantenga su hegemonía global in eternum.
La economía de Estados Unidos, y aún menos la europea, es suficientemente fuerte para sostenerla. Hasta los 70 del siglo pasado, Occidente representó dos tercios del PIB mundial y Estados Unidos era la potencia económica dominante. Ahora Occidente representa algo menos de la mitad del PIB mundial. La economía china antes de finales de esta década igualará a la de EEUU (ya la superó si se mide en términos de paridad de poder adquisitivo) y para 2035 muy probablemente la duplicará. La incidencia comercial estadounidense se ha contraído sensiblemente mientras su “archienemigo asiático” es hoy el principal socio comercial de 130 países.
Estados Unidos está fuera de los dos principales acuerdos comerciales del Pacífico, la Asociación Económica Integral Regional, el mayor tratado de libre comercio del mundo y el Acuerdo Global y Progresivo para la Asociación Transpacífica, que sustituyó al Acuerdo Transpacífico, liderado por Estados Unidos hasta que Trump decidió retirarse.
Cada vez hay menos razones para que el dólar siga siendo la moneda de reserva mundial y entonces la capacidad de Estados Unidos para imponer su voluntad a otros países, amenazando con su exclusión del sistema financiero mundial, se reducirá drásticamente.
Sin prejuicios ideológicos o preconceptos culturales es hora de preguntarse si viviremos en un mundo posoccidental. Lo cierto es que la transición ya está en marcha.