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8M: darnos por aludidos

Por Marcia Collazo.

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Amable lector, sepa usted que mi padre nunca pudo tramitar la ciudadanía italiana, a pesar de que su abuelo era oriundo de Italia, porque tuvo la mala suerte de que una mujer fuera su madre. En efecto, las mujeres no pudieron transmitir la ciudadanía hasta 1948, año en que la Declaración Universal de Derechos Humanos le salió al cruce a Italia y esta no tuvo más remedio que darse por aludida. Italia debió haber prohibido que las mujeres fueran madres y debió haber extremado los recursos para que sólo los hombres pudieran parir. ¿Absurdo? Por supuesto. Tan absurdo como la desigualdad de género.

Anécdotas como éstas, más graves y menos graves, hay miles y millones. En todas aparece el común denominador del abuso contra la mujer por su sola condición de mujer. Por casa las cosas no andan mejor. Según datos de setiembre de 2018 extraídos de ONU Uruguay, a través del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), el nuestro es un país de desarrollo humano alto (IDH 0.8045) debido a su esperanza de vida, alfabetización e ingresos brutos, pero el Índice de Desigualdad de Género (IDG) nos precipita al número 57 de 160 países.

Este IDG mide dicha desigualdad en tres dimensiones: salud reproductiva, empoderamiento (proporción de escaños parlamentarios ocupados por mujeres, acceso a educación) y actividad económica o tasa de participación en el mercado laboral por sexo. En cuanto a lo segundo, estamos bastante mal: tenemos 22 por ciento de participación femenina en el Parlamento, lo cual a estas alturas es simplemente vergonzoso.

ONU Mujeres, una entidad creada recién en 2010, nos dice algo más. Su titular, Magdalena Furtado, señala tres dimensiones que urge rectificar en el país: la violencia de género, las brechas en el mercado laboral y la participación en política. En cuanto a la primera, las cifras de femicidios son altísimas en comparación con otros países de la región. En Uruguay, 28 mujeres asesinadas al año en una población de 3 millones. En Chile, 40 en una población de 18 millones.

Las mujeres siguen muriendo entre nosotros, sólo por ser mujeres. Además padecen una sobrecarga en cuidados y labores no remuneradas. “Esa es la base de todas las desigualdades”, expresó Furtado. Veamos los datos: las Encuestas de Uso del tiempo, del Instituto Nacional de Estadística, señalan que dos tercios del tiempo de trabajo de las mujeres están dedicados al trabajo no remunerado (65 por ciento) y el tercio restante al remunerado (35 por ciento). En el caso de los varones, estas proporciones se invierten, con lo cual es muy fácil advertir las causas del escaso acceso femenino a cargos de decisión en las empresas, incluida la política.

¿Es que no ha habido avances? Sí, y muchos. Pero por ahora son todos legislativos, teóricos y de buenas intenciones. Falta el enlace con la realidad, con la práctica, con el día a día. Falta la igualdad sustantiva, la que se prueba y se comprueba en la oficina, en el hogar y en la calle. ¿Dónde reside el problema? En la cultura y en las mentalidades. En la cabeza de la gente. Podremos tener, como dijera Batlle y Ordóñez, “leyecitas adelantaditas”, pero poco haremos con un montón de papeles sellados. Los estereotipos culturales continúan ahogándonos y son los que marcan el ritmo de nuestro acontecer nacional. Están presentes en la publicidad, en las oficinas estatales, en el carnaval, en las aulas, en la mentalidad de los buenos vecinos y vecinas, en las reflexiones teóricas de más de un ilustre jurista y hasta en cierta literatura y en innumerables letras de nuestra música que hasta ayer nomás, o de repente hasta hoy mismo, se siguen pasando por la radio como si nada.

Repasemos las leyes, que por cierto son loables y destacables: de trabajo doméstico (Ley 18.065, 2006), de unión concubinaria (Ley 18.246, 2008), de salud sexual y reproductiva (18.426, 2008), de cuotas (Ley 18.476, 2009), de acoso sexual (Ley 18.561, 2009), de identidad de género (Ley 18.620, 2009), de interrupción voluntaria del embarazo (Ley 18.987, 2012), de licencias parentales (Ley 19.161, 2013), entre otras. Pese a ellas, la famosa mentalidad patriarcal sigue atentando contra los avances reales. Es como un tsunami que hubiéramos naturalizado. Una y otra vez tomamos medidas teóricas contra él; una y otra vez el tsunami vuelve y nos revuelca.

De cara al 8 de Marzo, Día Internacional de la Mujer, los uruguayos deberíamos, creo, llamarnos a la reflexión sobre nuestras propias ideas y prácticas en el día a día. Por ejemplo, podríamos aprovechar la magnífica oportunidad de guardar silencio -que ya es algo- frente a la desigualdad en el acceso a cargos políticos. Uno de los argumentos que suelen esgrimirse a la hora de debatir sobre ese asunto, dice más o menos lo siguiente: “Hay que elegir representantes por capacidad y no por sexo o por cuota”.

Carlos Vaz Ferreira volvería a morirse si escuchara esa preciosidad. En primer lugar, si por eso fuera, el país tendría que estar repleto, de punta a punta, de brillantes cerebros masculinos y no menos brillantes resultados de la política ejercida por varones durante los 189 años de nuestra institucionalidad. En segundo lugar -y mucho más grave-, el argumento encierra una suposición implícita, más o menos soterrada: “Las mujeres no son tan capaces como los hombres”. En tercer lugar, el argumento es falaz, ya que mal se puede demostrar capacidad si jamás se ha podido acceder a la supuesta “capacitación”, dentro de la cual deberíamos incluir el amiguismo, las influencias familiares, el clientelismo y un interminable etcétera que campea, y mucho, en nuestra realidad. En cuarto lugar, el argumento debería ser exactamente al revés. Tendríamos que plantearnos cuántas capacidades verdaderas, cuántos talentos y cuántos cerebros nos estamos perdiendo al no incluir entre nuestros representantes a la otra mitad del país, que viene a ser la femenina.

Aunque debería ser obvio, es necesario promover políticas que garanticen el acceso de las mujeres al mercado de trabajo, pero no de cualquier modo ni en cualquier contexto, sino en empleos estables de calidad. Es necesario asimismo promover una capacitación y una formación en serio de las mujeres en política. Es necesario, por último, fomentar el cambio cultural dentro del hogar, en todas sus dimensiones, desde que abrimos los ojos hasta que nos acostamos a dormir.

Por desgracia, mientras continuemos aferrados a prejuicios, recelos, miedos y afanes conservadores; mientras continuemos poniendo por delante dos o tres burdos estereotipos y soterrando las auténticas reflexiones; mientras seamos capaces de aducir estrafalarias motivaciones para negar la realidad actual; mientras todo eso pase, seguiremos retrocediendo y colocándolos en un vergonzoso lugar, allá en el fondo del tarro, en términos de avances en esta materia.

Considerar la lucha por la igualdad de género como algo extraño, anormal y forzado, como un mero capricho, como un exabrupto, como una exageración e incluso como una amenaza o un insulto personal, es más de lo mismo. Machismo, violencia, intolerancia e irracionalidad no son enfermedades innatas, sino adquiridas por medio de hábitos y costumbres transmitidos de generación en generación.

Pero, además, ¿podemos darnos el lujo de seguir pensando así? Pensemos más bien cómo tendría que ser el mundo para que las mujeres fueran vistas como integrantes de la especie humana, al igual que los varones, sin peros, sin condiciones, sin reservas ni puntos suspensivos. De cara al 8M, pensemos cómo deberíamos reformular el mundo, la región y más que nada el país, sus consignas, sus supuestos, sus enunciados, para llegar a admitir la igualdad plena entre miembros de una misma especie. Hacerlo hoy, ahora, en este mismo instante, ese y no otro es nuestro reto.

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