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Por Celsa Puente.

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En Más allá del invierno, la chilena Isabel Allende presenta un personaje secundario que, aunque aparece brevemente, se llevó toda mi atención. Se trata de Gregorio, un niño que es presentado a los diez años de edad como el mayor de tres hermanos guatemaltecos que quedan al cuidado de su abuela cuando primero el padre y más tarde la madre emprenden el camino de la emigración hacia Estados Unidos para salir de la pobreza rotunda en la que estaban enterrados. Del padre nada certero se supo después de su partida; la madre, en cambio, aunque se fue sin despedirse “porque la determinación no le alcanzó para abrazar a los hijos por última vez”, se hacía presente a través de entrecortadas llamadas telefónicas y de paquetes de championes, golosinas y juguetes que mandaba con frecuencia. Aun cuando quedaron a cargo de esa abuela, calificada en el texto como invencible y omnipresente, quien aparece siempre apoyada por el cura Benito -un sacerdote vasco y jesuita que se jugaba el pellejo por sus fieles-, la crianza de los niños fue demasiado engorrosa para una mujer mayor, sola y pobre. La historia es elocuente para mostrar los estragos que produce la disolución de la idea de protección y autoridad que una familia debe procurar para provocar el desarrollo de la subjetividad de la generación de los recién llegados al mundo y Gregorio es la expresión pura de estas dificultades.

Toda la narración devela las dificultades para la construcción de la subjetividad que tiene un niño cuando la familia no es portadora de ley, a la que se suma la escuela cuando, como en este caso, no ofrece un escenario alternativo para su desarrollo y, por tanto, no se configura en la institución que debe abrir condiciones para la ciudadanía. A los 14 años abandonó definitivamente la escuela y comenzó a vagar “con otros chicos por las calles, con los ojos vidriosos y el cerebro envuelto en brumas por inhalar goma, gasolina disolvente de pintura y lo que pudiera conseguir robando, peleando y molestando a las muchachas”. Pero no hubo reprimenda ni zurra que pudiera aplicarle la abuela Concepción a este muchacho para encarrilarlo, así como tampoco tuvo éxito el padre Benito, quien con buenas intenciones lo rescataba de varios de sus líos porque “era un optimista impenitente “que mantenía su fe en la capacidad humana para regenerase”. Así que Gregorio terminó captado por la Mara Salvatrucha, MS-13, la más feroz de las pandillas, que le pidió un juramento de sangre, le exigió un rito iniciático plagado de dolor y sufrimiento y, al tiempo de pertenecer a ella, lo exterminó probablemente porque no pudo sostener el desapego humano que le solicitaban. Cada “logro” era sellado con un tatuaje, como si la piel fuera el libro de registro de los crímenes en una relación naturalmente proporcional: cuantos más tatuajes tienen sus integrantes, más capacidad de dañar y cometer crueldades.

Aunque la historia de Gregorio tiene ribetes típicamente centroamericanos, no escapa a la realidad de muchos de nuestros jóvenes. Los jóvenes abandonados, sin destino, se buscan entre sí, buscan crear maras, bandas, tribus, redes en las que sostenerse para soportar las duras condiciones en las que viven y para “ser”, para ser identificados, reconocidos, porque más vale ser el matón al que le tienen miedo que no existir, que ser nadie. Estos grupos son territorios de experiencias subjetivas, lugares en los que encontrar el acompañamiento, la comprensión, son espacios en los que se arman lazos y simultáneamente son lugares en los que se sufre porque ese es el modo de asumir los vínculos fraternos.

La historia de Gregorio me conmovió porque es la historia de muchos jóvenes latinoamericanos y lo hizo especialmente en este tiempo preelectoral de Uruguay en que muchos legisladores y legisladoras se visten con atuendos de profetas y portan una varita mágica para intentar hacerles creer a algunas personas que basta un decreto para resolver las cuestiones sociales, y plantean la “renovación” de los valores prescindiendo de las complejidades profundas que las condiciones de lo humano y de lo familiar suponen. La biografía de Gregorio es además, en este sentido, bastante desesperante y desoladora porque hubo al menos dos adultos -la abuela Concepción y el padre Benito- que intentaron ayudarlo a construir un destino, pero las ilusiones e intentos se sofocaron con un entorno agobiante que sólo pudo mostrar la ausencia de posibilidades de proyección personal y familiar.

La dimensión profundamente humana del personaje nos permite desechar el facilismo verbal con el que algunos enuncian “soluciones” a problemáticas tan complejas con enunciados como los mecanismos de persecución, represión y encierro. También responde a otras simplicidades verbales que se repiten: “volver a los valores de la familia”, estamos escuchando últimamente, como si esto pudiera establecerse por la mera decisión de un gobernante. Hay en el tono de lo que se enuncia una idealización de la familia de antaño que escapa también a la realidad verdadera y que achaca responsabilidades al desarrollo de la agenda de derechos.

Nos toca seguir luchando por la profundización de políticas sociales organizadas por ciclo de vida que permitan reordenar lo que ya existe y construir los faltantes. Políticas sociales facilitadoras de las vidas y mejor caudal de distribución para generar condiciones básicas para vivir, en las que el amor y la responsabilidad por los nuevos integrantes de la especie permitan generar referentes afectivos fuertes y cálidos para acompañar el crecimiento de niños, niñas y jóvenes. Y ni un paso atrás con la agenda de derechos, no es allí donde están las dificultades.

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