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Abusivas quejas de abuso

Por Rafael Bayce.

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En el año 2017, en medio del receptivo clima del festival de cine de Cannes, la actriz italiana Asia Argento, de 42 años, acusó y anunció demanda por abuso sexual durante 1997 contra el multiacusado productor estadounidense Harvey Weinstein. La acusadora era prominente figura del colectivo #Me Too, militante en denuncias femeninas contra abusos masculinos. Pero poco después, el actor y rockero Jimmy Bennett la denunció por abuso sexual, a sus 17 años, en 2013, en un cuarto de un hotel californiano, luego de unas tomas para un filme en que Jimmy interpretaba a un hijo de Asia. La demanda por casi 4 millones de dólares fue evitada mediante un arreglo privado por 380.000 en cuotas. Sin dudas fue un gran golpe para la imagen de la actriz, quizás también para el colectivo #Me Too y, por qué no -y tal como lo muestran abundantes comentarios en las redes sociales-, para los movimientos contra abusos sexuales y laborales, tan sospechosos y frágiles por las razones que anoto a continuación.

 

Reivindicaciones y exageración acrítica

No caben dudas de que la humanidad, por falta de conciencia sobre su inmoralidad y secuelas, ha ignorado u ocultado acosos y abusos sexuales y laborales (tantas veces ligados). También es cierto que, por motivos de supremacía física, económica, de poder y de estatus, los abusos han sido más hacia mujeres que hacia varones, aunque han sido abundantes también en perjuicio de estos.

Afortunadamente, el progreso de la relevancia cultural y legal de los derechos humanos, su ampliación, persecución e implementación, hicieron posible su mayor presencia en el imaginario moral, su mejor protección cotidiana y su creciente vigencia jurídico política. Lo que no quita que haya crecido además, quizás paradojalmente, el ‘abuso’ de denuncias de abuso, perversión de estos logros históricos sobre la cual conviene concientizarse, a riesgo de presenciar una juridización abusiva y mafiosa de los abusos, extremo que ya ocurre, con excesos leguleyos y connivencias institucionales, en los campos laboral y sexual (tanto penal como civil).

A este indudable progreso histórico, más recientemente en riesgo de perversión, contribuye, primigeniamente, un cambio en la moralidad contemporánea -especialmente estudiado por Lipovetsky y Maffesoli-, que tiñe especialmente a las camadas más jóvenes. De ahí su hipersensibilidad e hiperactividad al respecto.

Dicen los mencionados científicos sociales que las denuncias por excesos sexuales no nacen tanto de la prohibición y tabúes clásicos contra la promiscuidad y la incontinencia infieles nacidas dentro de las grandes religiones históricas hegemónicas en el Occidente urbano. Por el contrario, nacerían de la reivindicación profana más moderna de libertad, autodeterminación, privacidad e intimidad amenazadas por una convivialidad afectada por el aumento de la densidad urbana y de la abundancia de contactos cotidianos.

En otras palabras, el tabú sexual no está en la base de las reivindicaciones informales y formales; no son la precocidad, ni la promiscuidad, ni la infidelidad, ni la incontinencia ni modalidades anómalas de genitalidad las razones últimas del accionar reivindicativo. Por el contrario, sus motivos-fuerza son la protección de la libertad, la autodeterminación, la privacidad e intimidad del estrés cotidiano y del respeto por los individuos en medio de la cada vez más abigarrada convivialidad urbana, plena de desigualdades, asimetrías, jerarquías estructurales, todas ellas con indeseables secuelas psíquicas y sociales a prevenir.

Esta nueva moralidad sustenta entonces la prioridad asignada, especialmente por los más nuevos, a los derechos sexuales y laborales, tan distorsionantes de la convivialidad cotidiana, a preservar con nuevas herramientas políticas y legales, culturalmente sustentadas. Pero como te digo esto, te digo lo otro: porque notoriamente están despuntando, en primer lugar, una perversa exageración acrítica de las quejas y denuncias, así como, en segundo lugar, un mafioso y malicioso abuso jurídico en las denuncias, tantas veces unidas a connivencias con funcionarios de instituciones competentes en la resolución de conflictos laborales y sexuales.

 

El caso Asia Argento

Vayamos al caso que motivó esta columna. La actriz denuncia algo supuestamente sucedido 20 años antes. Desde el punto de vista jurídico, y aun sin conocer la legislación local aplicable, es altamente probable que no existiera legislación que prohibiera la ocurrencia del supuesto abuso en la época de su comisión; por tanto, es altamente probable que su aplicación sea pasible de ser considerada ‘retroactiva’, uno de los defectos más gruesos de algo jurídicamente invocable. Pero, modernamente, para proteger de la falla retroactiva transgresiones repugnantes y graves, se inventaron los delitos de lesa humanidad, que precisamente obvian la prescripción y la retroactividad, obstáculos futuro y pasado a algunas reivindicaciones presentes.

Es indudablemente un exceso retórico comparar casos históricos a los que se ha aplicado el criterio de lesa humanidad con casos como el que demanda la actriz, claramente prescripto y retroactivo, si es que los extremos reclamados fueran probados con evidencia judicialmente suficiente. Además, resulta chocante que alguien que se benefició en su momento con la aceptación de un abuso, resuelve ganar aun más ahora, denunciando aquello con lo que ya lucró bastante. Quiere, en todo caso, el pan y la torta, la chancha y los cinco reales.

Tampoco resulta muy convincente que un incipiente actor californiano de 17 años reclame por abuso sexual en pleno siglo XXI. A esa edad, en ese entorno, cualquier pibe debería poder resistir un avance sexual indeseado de una mujer de 37. Sería muy ‘paloma’ de su parte ni aceptarlo ni rechazarlo in situ; no creo que estuviera física ni psíquica ni jerárquicamente tan sometido ni subordinado a la mujer que le proponía, quizás insistente, un favor sexual.

Aunque puede haberse indignado cuando la actriz se hacía la moralista al denunciar en Cannes y demandar como parte de #Me Too al productor Weinstein, y eso bien pudo moverlo a recordar y denunciar la hipocresía exorcista de la denunciante. No resisto a citar literalmente a un columnista del New York Times en que nos basamos. Firma con el sugestivo seudónimo de Armando Faso y dice: “Toda inquisición moralizante falla por su base, sea quien sea que la dirija. Esta es especialmente repugnante porque está encabezada por millonarias del mundo del espectáculo que 20 años después vienen a decir ‘me violaron’, pero me callé ‘por miedo’ y por los millones que podía ganar. Apenas tuvo poder, se comió en dos panes a ese pendejo, que no la habrá pasado tan mal, supongo, pero que ahora le pudo romper el tuje al final. El mundo es redondo… Espero que sufra todo el escarnio que merece y un poco más por las dudas”.

 

El complot jurídico institucional

Una arista probablemente poco explotada en casos como los citados es que los excesos hipermoralistas jurídicamente vertidos muchas veces no resultan tanto de la voluntad de los denunciantes sino de la egoísta instigación de abogados que meten a clientes en aventurados y poco deseados pleitos, en los que dudosamente los demandantes ganarán, o ganarán lo suficiente como para justificar la demanda o la enemistad de alguien a quien no se querría enfrentar o humillar con la demanda formal.

Aun ante dubitativos denunciantes, entusiastas abogados que ganarán lo suyo, ocurra lo que ocurra judicial e interpersonalmente entre los forzadamente contendientes, se esmeran en vituperar la moralidad de los demandados, en exagerar la probabilidad de los beneficios monetarios de la inversión en la denuncia y en hacerse los izquierdistas justicieros con empleados, servicio doméstico y semejantes. Ganarán siempre, pase lo que pase; les darán de comer a otros abogados de la otra parte y probablemente de alguna institución, judicial u otra, que lucrará también con el proceso que se desata. Los cuentos que he recibido del Ministerio de Trabajo son extraordinariamente repugnantes y variados, de connivencia con patrones o con abogados denunciantes, según cuadre. Añada usted otros que conozca. Como ve, lector, hay anécdotas que pueden traer cola.

 

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