El 24 de junio de 1921 nació en Montevideo una niña a la que llamaron Amanda. Es motivo de regocijo que se la recuerde, por estos días, en ocasión de su centenario, en un mundo que suele anclarse con fervor en los olvidos y en los estereotipos, encarnados en un puñado de personajes (casi todos hombres, porque acá también tiene un fervoroso lugar el machismo) que se han destacado en el arte, en la política o en lo que sea, y va olvidando por el camino a miles y miles de creadores (sobre todo, creadoras). Hoy, por dar un solo ejemplo, muchos se sorprenden de que Amanda haya sido (y haya querido ser) un ama de casa. El asunto sería risible si no fuera producto de una concepción básicamente estúpida (con perdón). En los últimos veinte años mucho ha cambiado en términos de roles femeninos y visiones sobre lo femenino, pero continuamos puntualmente aferrados a la idea de que un creador –-una creadora en este caso- no puede sostener relación alguna con una escoba, una olla o una feria de frutas y verduras, a riesgo de contaminar su arte.
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Pues bien. Amanda no solamente fue una poeta ama de casa, sino una poeta asomada a la vida, al cosmos y a sus entes, a la razón humana y a la manera en que esa razón produce conocimiento. Me atrevería a decir que si le hubiera tocado nacer en otra época, y si no hubiera sabido leer y escribir -como la abuela campesina de Máximo Gorki- igualmente habría logrado dejar sus visiones poéticas acerca del universo en algún alma -como sucedió también con la abuela de Gorki-. Pero puesto que sí dominaba la letra, y el signo y sus misterios, convirtió la poesía en una obra filosófica y científica, e incluso en una dilatada obra plástica, a la que nada de lo humano le es ajeno, como dijo Miguel de Unamuno tomando la frase del romano Publio Terencio Africano. Ese cosmos y sus entes no eran para Amanda algo dado, que está ahí desde siempre y que no despierta, por lo tanto, apetencia o curiosidad alguna. Por el contrario, esos entes habitaban no solamente la casa de Amanda y sus alrededores, sino además todos los mundos, los tiempos, los lugares, y todas las dimensiones habidas y por haber, y ella tomó todo eso, le dio forma en verbo y en palabra, le sopló hálito vital y lo transformó en una cosa íntima y universal.
Desde su apacible rincón del mundo, Amanda confesaba su admiración por Emily Dickinson, la poeta norteamericana del siglo XIX. Se ha intentado establecer un paralelismo entre ambas. Me parece, sin embargo, que si tomamos únicamente la dimensión doméstica, diminuta y delicada que pudo haberlas inspirado, estaremos girando una vez más en torno a lo obvio. También otras grandes poetas uruguayas han sido esencialmente, en cuanto a sus roles materiales y su cotidianidad, amas de casa. Han lavado los platos y han ido al almacén. Han sacado el polvo y han preparado la sopa y la cazuela. Y han proyectado su ser poético en la lámpara, en el vidrio negro de la ventana, en los suelos recién fregados, en el fuego que arde en la sala y en las hojas de té que yacen en el fondo de la tetera. En el caso de Amanda tenemos que recortar el campo de análisis, porque se trata de ella y no de otra. En el larguísimo poema La estranguladora, que muestra su característico estilo torrencial, la poeta pasa por capas y pliegues infinitos de memoria, de tiempo, de salud y enfermedad, de conocidos y desconocidos, de amigos y familiares, de escritores y filósofos, de criaturas míticas (el ave roc) y objetos inquietantes; habla incluso de Madonna (“tan rubia / tan rockera / aullando sobre la escena”).
Sócrates odiaba los libros, es decir la palabra escrita, porque a los libros no se les puede preguntar nada. Tal vez por eso Platón, su discípulo, dejó plasmados los pensamientos de su maestro en forma de respetuoso diálogo. La poesía es otra cosa, aunque el mismo Platón haya sentenciado al destierro y a la censura a los poetas. Para Gadamer, uno de los grandes filósofos de la hermenéutica contemporánea, “nunca por parte de un filósofo y de manera tan dogmática se ha negado al arte su rango, nunca con tal mordacidad ha sido impugnada su pretensión, tan evidente para nosotros, de ser manifestación de la más profunda y más misteriosa verdad”. Es que la poesía trasciende la convención del lenguaje puesto en el mundo, aunque a veces (Sócrates no andaba tan errado) puede parecer una cárcel. Y por eso dice Amanda, en el poema ‘Momento’:
“Por un instante
se han detenido las máquinas
me han abandonado las fuerzas
me he entregado a mi sombra.
a la culpa cripta oscura
de ser Amanda escrita
fatigada entre
las letras asfixiantes…”
Amanda, al igual que otras poetas uruguayas (pienso en Delmira, en Sara, en Marosa y en Circe), es en el fondo una pionera, una avanzada, una vanguardista (no en un sentido lúdico o desafiante, sino en el proceso poético más visceral y auténtico) que esconde, bajo su apariencia mansa, los poderes de una diosa armada de lanza y escudo. Sus experimentos con la poesía y sus exploraciones cósmicas son la punta de esa lanza, al extremo de que, si se recortara uno de sus poemas (pienso en algunos versos de ‘Composición de Lugar’, en los que aparece incluso algún poema en forma de ecuación matemática) y se encuadrara y se colocara en un museo de artes plásticas, pasaría a ser limpiamente una de tales obras de arte. Amanda miró y pensó, escribió y moldeó y experimentó con las visiones, los sonidos, las combinaciones de las letras y de las palabras, la lógica material y los estados de la materia. Así, en el poema ‘La Manzana’:
“Una manzana color manzana
otra manzana sin cáscara
—– —– —– —– —–– color de otra manzana
otra manzana desaparecida
–– —– —– —– —– — saboreada:
de las tres ¿cuál la manzana verdadera?
Ella nació en junio de 1921, y su marido, José Pedro Díaz, en enero de ese año. Se conocieron en el IAVA, compartieron aulas y docentes, se casaron muy jóvenes y estuvieron juntos más de sesenta años. Un día cumplieron lo que para muchos es un sueño. Compraron una imprenta Minerva a la que llamaron (al igual que su sello editorial) La Galatea, como la Nereida griega, de la que salió el libro fundacional de Amanda, de 1945, La elegía por la muerte de Paul Valéry. Le siguió El río, de 1952 (“por un agua de amor y sangre a fondo…”). Luego coordinarían junto a los hermanos Rama el mítico sello Arca, donde vería la luz la mayor parte de su obra. En total, la poeta llegó a publicar 21 libros.
En La cuidadora del fuego, libro que apareció poco antes de la muerte de Amanda (editado por Roberto Echavarren), la poeta explora en el recuerdo, en las imágenes reales o ficticias, y en el tiempo; lo hace sin escrúpulos y sin concesiones. Ante ella están, más desnudos que nunca, los dolores, las muertes, la pérdida en sentido total, pero también la inmortalidad que el devenir esconde.
¿Quién está detrás promoviendo sombra?
¿Un alquimista? ¿Un mago fotógrafo?
Entre tanto – empecinado – el tiempo real
recorre – tantea mi rostro – y apenas
una sonrisa incolora – levísima –
lo cubre de vaporosa ironía.
Quedan los ojos – sólo los ojos en sombra
asomados a ese libro – levemente iluminado
Resta solamente que nosotros, los lectores, nos asomemos también a los libros y al mundo de Amanda. Después de todo, también nosotros estamos insertos en la vorágine del devenir, y también a nosotros puede tocarnos (ojalá que así sea) la mano de esa alquimista, de esa maga de ojos rasgados que tanto nos sigue interpelando detrás de su sonrisa enigmática.