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Columna destacada |

De espectros y villanos

Anacleto Medina

Por Leonardo Borges.

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“Los años pesan en los hombros, duelen los recuerdos más terribles, los enemigos muertos se vuelven espectros silenciosos, que conviven con uno”, cavilaba entre sueños el anciano guerrillero. De tanto en tanto se despertaba sobresaltado recordando las últimas palabras de César Díaz, aquel verano del 58. Aquel silencio fantasmal después de la señal. Terrible hecatombe en Quinteros que cargaba el anciano en sus hombros desde aquel día. “¿Qué vale ya la palabra de un general oriental?”. Pero eran las órdenes del gobierno, él no podía hacer otra cosa; recalculaba sus palabras y su acto tan terrible como liberador.

Más de uno había intentado asesinarlo desde aquel día, y medio país se la tenía jurada. Pero ninguno había calzado ese número, y muchos perecieron intentándolo, sonrió de repente el anciano. Eran 82 años que vestía y se sentían. Sus párpados caían de unos ojos negros profundos, ya no podía sostenerlos. El Indio le decían desde joven, aunque poco quedaba de aquella tupida cabellera negra. Ya no era el joven revolucionario que había luchado con el viejo Pepe Artigas. Ya estaba muerto. Lejos habían quedado las victorias de Cagancha, de Ituzaingó y muy lejos su amigo don Frutos. Todos muertos. Todos fantasmas que lo esperaban tarde o temprano en algún sitio. Todos espectros, algunos villanos. Mucho se había tardado. Cuando miraba alrededor solo encontraba muertos que llorar. Pero ese año fue convidado a la rebelión por los otros, aquellos a los que muchas veces había combatido, los blanquillos de Timoteo Aparicio lo convidaban nada menos que a la revolución. De las Lanzas la llamarían los historiadores, esos que desde sus fríos escritorios, lejos de la sangre, lejos de la rabia, escribirían las palabras que la historia recordaría. Era 1870. Los colorados gobernaban de forma exclusivista, gritaba colérico Aparicio. Anacleto se lanzó a la rebelión tras su proclama. Era un paria desde que había matado a Díaz, aunque no comprendía muy bien la plétora de amigos que se había hecho de muerto el general, pues vivo, pocos lo habían apoyado. Los diarios de Montevideo le habían llamado “asesino vulgar”. ¡Cómo se atrevían! Tantas veces les había salvado el pellejo.

“El Indio Medina, el que mató a César Díaz”, gritaba un paisano colérico, al enterarse de la buena nueva. Seguramente muchos irían por él. Pero él aguantaría. Los héroes de un tiempo mutan tan rápido en villanos, pensó de repente el caudillo, recordando a su viejo amigo Pepe Artigas, que por aquellas estaciones era un recuerdo improcedente.

Quién era este Anacleto Medina, que gritaba a los cuatro vientos su proclama: “La bandera que levantamos es la bandera de la patria, bajo cuya sombra caben todos los orientales. La divisa tiene los colores purísimos de esa misma bandera y nuestro partido es el gran Partido Nacional, formado por todos los buenos orientales”.

El Goyo Jeta era el jefe de los colorados. La historia del asesinato de Leandro Gómez en el verano de 1864 aumentaba el odio, centuplicaba los vengadores de un lado y otro. El verano es sangriento, pensó. Francisco Caraballo era el jefe de Operaciones del Norte. El viejo guerrillero, replicando símbolos, desembarcaba nada menos que en la playa de la Agraciada.

Desde su cuartel general se siente joven otra vez y grita: “Soldados: Me siento rejuvenecer al pensar que la Providencia ha querido conservarme la vida para que pueda cooperar a la obra santa de la unión de los orientales y a dar a la patria días de paz y de ventura. Os saluda complacido vuestro general y amigo”. Qué fácil es soñar, y que fácil sentir.

El 17 de julio de 1871, en Colonia, se desató la batalla de Manantiales, en la que fueron derrotados los rebeldes. En esta batalla murió, con 82 años, peleando todavía, Anacleto Medina. Su asistente le gritó que atacaba el enemigo, pero fue inútil; el anciano que no podía mantener sus párpados arriba, y debía sostenerlos con palillos, fue atravesado por varias lanzas enemigas. ¡Dispare, señor! Gritó el asistente. ¡Dispare que los tiene encima! Asustado su asistente mientras le golpeaba el caballo. Pero el viejo guerrillero comprendió. Frenó su jamelgo y se dispuso a pelear. Ni la edad le salvó del sufrimiento. La crónica de la batalla del Telégrafo Marítimo cuenta que Medina fue asesinado gritando “¡Viva el partido de la libertad!”. Para los colorados, quien moría era el verdugo de Quinteros, era un desquite válido; sangre por sangre vale. Las atrocidades no acababan. Después de atravesarlo con muchas lanzas, cuentan los historiadores que “fue sepultado a medio cuerpo, después de haber sido mutilado y desollado de una manera minuciosa y concienzuda”. Se cuenta que después de desollarlo y descuartizarlo, mandaron trozos de su cuerpo ante la casa de sus familiares, en Montevideo. Tanta guerra había cansado ya a todos, la cuota de sangre estaba amortizada. Espectros y villanos, héroes decapitados esperaban al guerrillero. Su espada fue mandada como trofeo de guerra al presidente Lorenzo Batlle. La historia se tragaba entonces al héroe de la revolución, al antihéroe de Quinteros y al villano de los colorados.  Para siempre.

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