El nuevo gobierno brasileño liderado por Jair Bolsonaro es con seguridad contrario al antiprohibicionismotan cultivado por fuerzas vivas de Río Grande del Norte, y todo indica que es también contrario al conocimiento universitario. Es precisamente desde la Universidad Federal de este estado brasileño, la URFN, que se convoca desde el año 2010 al Ciclo de debates antiprohibicionistas, epicentro de la plataforma general sobre drogas en Brasil en la última década.
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Las limitaciones gubernamentales al financiamiento sobre el tema, y al evento en particular, han dificultado pero no impedido su realización en este año 2019, debido a la militancia de sus organizadores y al apoyo de diferentes actores de la sociedad brasileña, entre los que se cuentan ministros de la Suprema Corte de Justicia que han dado pareceres promisorios para el antiprohibicionismo, que se suman a la movilización de colectivos varios.
Historia del prohibicionismo
El prohibicionismo puede catalogarse de hegemónico dentro de la civilización urbana desde el siglo IV hasta el presente. Pero esa hegemonía prohibicionista, tan prolongada, y que se mantiene naturalizada como tal, ha sido precedida por muchos millones de años de un preprohibicionismo que no fue prohibicionista ni sociocultural ni normativamente, y también por muchos siglos de paraprohibicionismo no prohibicionista, en especial dentro de las comunidades indígenas por todo el mundo, resistente y resiliente, aunque no contrahegemónico, como lo es el antiprohibicionista actual.
Invención del cristianismo, por complejas razones teológico morales, está anclado en una ascética moral y en una mística de espiritualismo platónico-plotiniana, negadores del placer y de la corporalidad como positividades. La racionalidad ritual, religiosa y medicinal ligada al consumo comunitario ancestral de ‘drogas’ naturales, en especial vegetales, no es vista como racional, ni moral ni espiritual, sino como irracional, compulsiva, decadente, inmoral y frívolo-pecaminosa.
Desde los comienzos de la hegemonía cristiana, con Constantino hasta la Edad Media, las drogas eran consideradas negativas por fuertes razones teológicas y morales propias de la cosmovisión cristiana. Es recién a partir del siglo XVI que esa perspectiva empieza a ser sustituida por criterios sanitarios ligados a la progresiva imposición de la medicina alopática sobre las medicinas tradicionales ancestrales de magos, hechiceros, curanderos, brujos y chamanes; pero la negatividad individual y colectiva de las drogas se mantenía.
El Renacimiento acentúa esta tendencia de mantención de la negatividad de las drogas, aunque comienza a unir un binomio que hegemonizará la prohibición y sus criterios hasta hoy: la salud alopática se conjuga con la dominación a través de Estados nacionales en la ‘salud pública’, racionalidad prohibicionista principal hasta hoy, aunque cada vez más política que sanitaria.
El siglo XIX ve surgir una subcultura de consumidores de algunas drogas entre los cortesanos palaciegos, algunos artistas y filósofos; esta subcultura, sin embargo, funciona más como una excepcionalidad de élites que como una subcultura alternativa o contrahegemónica. Hay que esperar a mediados del siglo XX para que aparezca, en Europa, con el movimiento de ‘retorno de los brujos’ y la revista Planeta, una subcultura que revalorice la ancestralidad -aunque junto a la ciencia avanzada- y hasta lo chamánico. Durante los años 60, en las dos costas norteamericanas, no solo irrumpe y se desarrolla la contraculturalidad hippie, sino también la síntesis de drogas no vegetales, acumulándose así el primer antiprohibicionismo no solo subcultural o parahegemónico como hasta entonces, sino ya contracultural y hasta contrahegemónico. Esa subculturalidad desafiante, resistente, resiliente y contracultural-contrahegemónica, desafía al establishment religioso, económico, político y sanitario, y produce una furiosa sobrerreacción del establishment socioculturalmente hegemónico y político económicamente dominante que sufrimos desde las políticas globales iniciadas y desarrolladas desde los años 60 y 70.
Una nueva contraculturalidad contrahegemónica aparece a fines del siglo XX, que suma, a las críticas a la negatividad moral y sanitaria de las drogas, la argumentación de los derechos humanos como protección del consumo y el recurso a la reducción de riesgos y daños como síntesis de las moralidades sanitaria y garantista.
La apuesta futura contrahegemónica
Ojalá el siglo XXI vea consolidarse las mencionadas contraculturas contrahegemónicas y asista al desarrollo del paso que falta y que debería sumarse a la agenda antiprohibicionista: las críticas más radicales al prohibicionismo del biopoder, aquellas relativas a la admisibilidad del placer, la recreación y la experimentación somato-sensorial, que libere a las drogas de la racionalidad biológica sanitarista subhumana y biofuncional.
La sociedad humana debe trascender la racionalidad funcional sanitaria como cima del desarrollo civilizatorio. Debe superarla liberando el placer y la experimentación sensorial y corporal como teleología superior a la de la salud. Y tampoco debe olvidar que, aunque la racionalidad funcional sanitaria permitió salir de la racionalidad teológico moral inicial de estigmatización pecaminosa, la argumentación de los derechos humanos, de un liberalismo que permitió superar la feudalidad, no deja de ser etnocéntrica, inconsulta respecto de toda la humanidad y enfática en la prioridad de los derechos subjetivos para el colectivo por sobre los deberes de los sujetos hacia el colectivo.
El nuevo paso en la agenda antiprohibicionista, ya superado el estigma pecaminoso religioso moral, y una vez usado el ímpetu liberal de los derechos humanos y el criterio sanitario en esa superación, deberá apuntar a una civilización que teleológicamente asuma a las drogas, a todas ellas -animales, vegetales, sintéticas- como instrumentos riesgosos pero promisorios para una civilización humana trans-biopsico- sanitaria: que critique la estigmatización de motivos, causas y fines para el consumo de drogas animales, vegetales y sintéticas, y la supuesta cientificidad de las conclusiones que apoyan esos estigmas.
Que la ley uruguaya de regulación estatal de todo el ciclo de las drogas sea un faro que ilumine en ese camino; y que las reuniones antiprohibicionistas como esta continúen militando y tejiendo argumentos y alianzas hacia los fines ya aceptados como guía y hacia los nuevos que la agenda pueda agregar.