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Batlle y el socialismo

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En la novela de la vida estamos viviendo en toda su crudeza la apología de la desigualdad. Sin tapujos, sin pudor, sin el menor disimulo. Recuerdo que, mientras era estudiante del IPA, en plena dictadura militar, una profesora pretendió convencerme durante un examen de las bondades de la desigualdad social. “Toda la vida existieron ricos y pobres, ¿no es cierto?” me dijo. “Y si toda la vida existieron, van a seguir existiendo, ¿verdad?”. Yo junté valor y le respondí: “Ni usted ni yo podemos predecir el futuro, profesora”. Ante ello asomó a sus ojos un rapto de ira por mi manifiesta insolencia, pero me dispensó la magnanimidad de aprobar mi examen. Hoy, a muchos años de aquella lamentable escena, sigo creyendo que el futuro está lleno de condicionamientos y de rémoras causadas por nuestros permanentes yerros y falta de solidaridad, pero también el futuro guarda una desmesurada incógnita, en la que anidan ni más ni menos que las ideas, esas criaturas poderosas, tan volátiles como escurridizas, capaces sin embargo de provocar hondos cataclismos.

No de otro modo se hacen realidad los cambios históricos. Todo surge, en suma, del trabajo incesante del pensamiento humano para resolver los problemas más dramáticos de cada época. Estamos hablando, en definitiva, de valores puestos en práctica. Pero hablamos también de falsas oposiciones: la libertad y la igualdad no son extremos contrapuestos como han pretendido mostrar quienes enarbolan a la libertad como la posibilidad de amasar una fortuna a costa de hacer harina a los demás, como sostenía Quino. Por desgracia, América Latina es el continente en el que campea la desigualdad más salvaje, y esto ha sido así en buena medida por culpa del colonialismo y de los neo imperialismos, que se han encargado de continuar deteriorando el ya de por sí frágil tejido de las ¿democracias? latinoamericanas. Pero debemos ir más lejos. Toda la historia de la humanidad ha estado marcada por una oscilación constante entre la pobreza y la más profunda miseria. A nadie se le ocurrió siquiera la posibilidad real -y no meramente utópica- de combatir en serio estos males, por lo menos hasta fines del siglo XIX. Malthus pretendió, a fines del siglo anterior, explicar las causas profundas de la miseria en la “ley de población”, que era atinada en términos generales pero que no pudo dar cuenta de un nuevo fenómeno: la industrialización. Cuando entró a la cancha David Ricardo y expuso su “ley de hierro de los salarios”, que termina condenando a los trabajadores a un nivel de subsistencia, cundió por todas partes un sentimiento de desolación al que no escapó ni siquiera Karl Marx. Mientras tanto, la industrialización crecía, las huelgas y protestas aumentaban y Marx publicaba, en 1867, El Capital, en el que afirma, entre otras muchas, cosas que la ley de acumulación capitalista exige fatalmente el descenso de los salarios, cuestión que hoy por hoy los uruguayos hemos vuelto a experimentar en carne propia. A su debido tiempo llegarán al paisito no solamente las crisis financieras europeas sino también los socialismos de finales del siglo XIX. Por entonces no se distinguía muy bien a un socialista de un demócrata liberal, pero el primero enfatizaba la protección a los más débiles, que eran por entonces los obreros de la revolución industrial. Para sumar confusiones, despuntaba también el germen de la oposición capitalismo-comunismo, que comenzaría durante la primera guerra mundial con la revolución rusa de 1917 y que mostraría sus más crudos extremos durante la Guerra Fría.

Pero la vaguedad del término socialista se mantenía. Para retomar nuestras reflexiones batllistas, diremos que el propio Batlle y Ordóñez no lo tenía claro. En una entrevista con Alfredo Palacios -diario La Prensa de Buenos Aires, 10 de mayo de 1907- confesó “que él no sabía si era socialista. Que su vida había sido siempre de lucha, no habiendo podido profundizar bien esa cuestión. Sin embargo -dijo el señor Batlle y Ordóñez-, he sido desde la cátedra, enemigo del individualismo absoluto, y más de una vez he tratado de hacer prácticas ideas socialistas que me han parecido sumamente aceptables”. Desde una visión amplia, lo suyo fue un socialismo sui generis, una visión sin definiciones, preconceptos ni marcos ideológicos tomados de sistemas internacionales. Pero constituyó sin lugar a dudas un pensamiento que hoy podemos inscribir limpiamente en “las izquierdas”, mal que les pese a los más rancios liberales, y para hacer esta afirmación tomamos como primer mojón de su ideario la preocupación fundante por los más débiles, reiterada hasta el cansancio no solamente de palabra, en innumerables documentos, sino más que nada, en obra contante y sonante, de esa que ni siquiera los más liberales pueden ignorar. A Batlle le dolían las injusticias, la desigualdad bruta y el abuso, que ya es mucho decir para un panorama nacional lleno de políticos insensibles, inoperantes y pésimos gobernantes. En 1917 sostuvo un debate con Celestino Mibelli, futuro fundador del Partido Comunista del Uruguay, y concedió que en una sociedad se producen injusticias porque hay individuos que miran con frialdad los problemas ajenos y sólo se preocupan de sus intereses particulares.

Batlle recogió, además, el concepto rector de justicia de Aristóteles, según el cual debe tratarse “igual a los iguales, y desigual a los desiguales”. Para decirlo en buen romance, en esta idea descansa el precepto universal del impuesto a la renta. No pueden exigirse iguales contribuciones a dos sujetos, uno pobre y otro rico, sin incurrir en injusticia de base. En tal sentido, Batlle expresó en su momento que “No habría mayor injusticia que tratar igualmente a los seres desiguales. Pensamos, sin embargo, que hay una suma mínima de bien que debe corresponder a todos”. Para decirlo de otro modo, debería existir una línea roja que ningún habitante de la república podría cruzar, puesto que del otro lado se halla la pobreza, o sea la vida indigna. No cualquier político y no cualquier presidente de la nación se han atrevido a enunciarlo con semejante claridad, y es posible que tengamos que aguardar mucho tiempo para que un nuevo político uruguayo se pronuncie con la energía y contundencia de Batlle. La suma mínima de la vida digna debía consistir para él en “la alimentación sana, agradable y abundante; el abrigo que baste; la habitación higiénica; una suma de instrucción que dé a todos una especie de sentido común científico moderno; el descanso necesario para conservar la robustez de la salud, la frescura de los sentimientos, la claridad de la inteligencia para luchar en condiciones iguales por una posición mejor”. Pero no en el marco de un liberalismo depredador, en el que se naturaliza y se fomenta la famosa brecha, o sea la dicotomía ricos y pobres, sino “Dentro de un orden social en que todos pudieran desarrollar sus actividades en igualdad de condiciones, y en el que todos estuvieran garantidos contra la miseria”.

Como todos sabemos, Batlle no se limitó a esclarecer teóricamente estos objetivos, lo cual ya de por sí habría sentado una diferencia abismal con casi todos los gobernantes que le precedieron y que le sucederán, entre los cuales se encuentran los militares Latorre y Santos, detentadores del primer golpe de estado del Uruguay (1876-1886). Para Batlle, esas ideas tenían que plasmarse en un Estado erigido en buen administrador de los bienes públicos, diligente para solucionar los problemas sociales, y compatible en primer lugar con la democracia, y en segundo lugar con la libertad de mercado, entendida no como una máquina de abuso creadora de nuevas desigualdades, sino como un instrumento inteligente y encauzado dentro de la democracia en serio y de las leyes, para aumentar la producción de un país y -principalísima cuestión- hacer justicia con sus habitantes en lugar de enriquecer impúdicamente a un pequeño número de “mallas oro”.

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