Por Rolando Arbesún Rodríguez
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La respuesta, formalmente adecuada, deja sin análisis lo que implícitamente ya se afirmaba cuando se describían las medidas a ser tomadas: que todos y cada uno de los ciudadanos pasaban a ser un potencial vector del contagio.
Anclados en la perspectiva «sanitarista», los oyentes, videntes, lectores de lo anunciado, más allá del pánico circulante, que es el que explica la irracionalidad visible en supermercados y farmacias, no podían percibir las dimensiones políticas de lo que se comunicaba: todos pasábamos a ser sujetos de sospecha, algo así como multiplicadores de una posible arma biológica.
Las referencias dadas sobre «las prácticas exitosas en el mundo», según las palabras del ministro de Salud, confirman esta perspectiva política.
En el decurso de esta declaración identificatoria de posibles «portadores del virus» o, lo que es igual, la definición de nuestros actuales «untadores», al decir de Giorgio Agamben, se localizan primero en «ese afuera» que siempre es el primer «objeto» de todas las sospechas: el «otro».
La denominada «barrera sanitaria», según la jerga aún vigente para el mantenimiento de los controles fronterizos con relación a otras posibles «enfermedades foráneas» se desfonda sin desaparecer en su vocación exclusionista, cuando lo que porta, aunque venga de afuera es ya «del adentro».
¿Hay que decir que no fue un «extranjero» quien «trajo» el virus?
Es justo en ese gesto que se dobla sobre sí mismo el momento en el que vemos de forma precisa la definición y el contenido político de lo que significa «ser otro».
«Ser otro» es la materialización enunciativa de lo que se define políticamente como exclusión, pero esa definición, la de «ser otro», no se sostiene solo en un «afuera», en tanto y en cuanto ella se dobla toda vez que aquel «afuera» deja de serlo porque esta vez yace en el anterior «adentro».
El limite ilusorio se ha roto y la pregunta que emerge es ¿qué hacemos ahora que sabemos que no hay un «afuera»? Pues nada, dirán los tomadores de decisiones políticas, redefinamos los «afueras» en esta nueva interioridad que hoy aparece.
Es justamente este binarismo permanente (¿no dijo acaso el ministro de Salud que la lista de los «países excluidos» no era taxativa y sí era susceptible de engrosarse?) el que permite la vitalidad de la plasticidad de la categoría del «enemigo», entendiendo por tal aquel que ataca, como el portador que hoy convertido en expresión vicaria de las armas biológicas es capaz o tiene, dicen, la capacidad de afectarnos a todos.
Cuando esto pasa, como viene pasando y no solo en nuestro país, no hay nada raro en que cundan todos los pánicos y se disocien todas las prácticas que antes nos unían, de allí que salgamos a matarnos por el gel, los barbijos y todas esas otras cosas que no podemos dejar de disputarle a un otro que por el solo hecho de aspirar a lo mismo, es decir a ser un «igual», lo tornamos en un «enemigo», un «contrincante», un «rival» o, lo que es igual, «un otro».
Estamos allí en la dimensión que subraya la economía política del asunto; una vez mas la lógica acumulativa define diferencialmente las estructuras sociales y al final de la vuelta de esta montaña rusa, lo que observamos es más de lo mismo, los que más tienen son los mismos, del mismo modo que aquellos que menos tienen serán también los mismos que se llevarán la peor de las partes de una torta que nos han obligado a consumir en esos trozos previamente definidos, mucho para unos pocos, nada o casi nada para unos muchos.
¿Puede alguien asombrarse de que el virus haya entrado al país de la mano, digámoslo así, de una persona que justamente no vive en aquellos lugares más desprotegidos del país y que tanto parece preocupar hoy a los que siempre los han despreciado?
Habrá que avisar a la novel candidata que hoy acusa a «otros» de su eterno olvido. ¿Olvido? ¿Alguna vez pensó en ellos en un registro diferente al del repudio y la distancia que su socialidad siempre le impuso?
¿Qué hubiera pasado si el primer caso de coronavirus se hubiera registrado en esos lugares de los que hoy algunos se escandalizan? ¿Se hubiera enterado el sistema sanitario o directamente hubiera pasado a ser una cifra más de los fallecimientos posibles?
Las redes sociales, esas nuevas carreteras de informaciones y chisporroteos que sustituyen al viejo «corre, ve y dile» de los antiquísimos pasillos cortesanos, han estado enunciando jocosamente lo que toda la sabiduría popular conoce por sus experiencias vitales con respecto a los clasismos, que son las primeras líneas demarcatorias de nuestros «adentros y afueras»: deberían aislarse, en primer término, aquellos que por su posición social en la estructura económica tienen la capacidad de viajar a los lugares donde el virus es ya un asunto que ha tomado dimensiones relevantes.
¿Se imaginan esos espacios de amplias riquezas y propiedades custodiados por el PADO del flamante ministro del Interior, solicitando de forma permanente que se «identifiquen al termómetro para saber si portan algunos de los signos que denuncian el preludio de la enfermedad»?
Es cierto, como nos señala Agamben, que de golpe y porrazo hemos revitalizado la vieja figura del denominado «untador», un personaje localizado entre los años 1500 y 1600, que diera lugar a la idea misma de contagio, una idea, nos recuerda el filósofo italiano «ajena a la medicina hipocrática».
Sin embargo, lo más preocupante de todo esto, afirma Agamben, radica no solo en las limitaciones que han ido imponiéndose a las libertades individuales en aquellos países que, como recordarán, nos fueran señalados por el ministro de Salud como los más exitosos en sus prácticas de prevención, que es, curiosamente, de lo que más se habla.
Lo más preocupante, hay que repetir, es eso que aún hoy no hemos visto en toda su dimensión en nuestro país y que esperemos no nos sea dado verlo: «Más tristes que las limitaciones de las libertades implícitas en las disposiciones es, en mi opinión (señala Agamben), la degeneración de las relaciones entre los hombres que ellas pueden producir. El otro hombre, quienquiera que sea, incluso un ser querido, no debe acercarse o tocarse y debemos poner entre nosotros y él una distancia que según algunos es de un metro, pero según las últimas sugerencias de los llamados expertos debería ser de 4,5 metros). Nuestro prójimo ha sido abolido. Es posible, dada la inconsistencia ética de nuestros gobernantes, que estas disposiciones se dicten en quienes las han tomado por el mismo temor que pretenden provocar, pero es difícil no pensar que la situación que crean es exactamente la que los que nos gobiernan han tratado de realizar repetidamente: que las universidades y las escuelas se cierren de una vez por todas y que las lecciones solo se den en línea, que dejemos de reunirnos y hablar por razones políticas o culturales y solo intercambiemos mensajes digitales, que en la medida de lo posible las máquinas sustituyan todo contacto -todo contagio- entre los seres humanos».
La cuestión, analizada políticamente hasta esta dimensión de las nuevas prácticas sociales, que nos propone Agamben, es justamente aquella a la cual no le hemos prestado suficiente atención y es en esta desatención en que, en definitiva, nos irá la vida.