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Cárceles, utopías, cinismo, hipocresía

Por Rafael Bayce.

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Periódicamente, y sucediéndose tan inevitable y obviamente como el día y la noche, el sol y la luna, nacimientos y fallecimientos, como las estaciones, como los impulsos progresistas y sus frenos conservadores, ocurren crisis mediáticamente comunicadas y críticas humanistas al sistema carcelario. Hace más de 70 años que se suceden denuncias de aumento delictivo y denuncias de ineficacia e injusticia del sistema carcelario, péndulo trágico que no encuentra su utópica entropía de equilibrio ni sus soluciones, blandidas periódicamente como bálsamo tranquilizador y legitimante.

La creación del comisionado parlamentario, hace un par de décadas, produce un polo más o menos permanente en este eterno retorno de temas. Eterno retorno que tiene su funcionalidad profunda en la sutil legitimación del sistema que se produce a través de un simulacro de autocrítica institucionalmente prevista, pacientemente sufrido como tal por las jerarquías debido a su gran utilidad; aunque algunos posen de ofendidos o injusticiados; porque los denunciantes probablemente sepan que en definitiva protegen lo que parecen acusar; que los más afectados forman el coro realista que simula la profundidad de la herida de la denuncia. Funcional simulacro que consiste en una catarata humanista de pseudo valientes denuncias de ineficacias, ineficiencias, injusticias, ilegalidades y hasta inconstitucionalidades, que aparentan quirúrgica autocrítica -lo que será convenientemente vociferado mediáticamente, claro-; pero que no conducirán a casi ninguna corrección de todo lo denunciado, cosa de la cual nadie se enterará ni querrá hacerlo, hasta el próximo ciclo-show; pero todos se estremecen cada vez con el show de la autocrítica institucionalmente promovida. Inocua sustantivamente, pero importantísima simbólicamente como legitimación multipolar de un sistema frágil y malfuncionante, lo que es su verdadero fin político-simbólico, más allá de la probabilidad de su realidad sustantiva a futuro. Cínica ucronía disfrazada, hipócritamente, de higiénico acercamiento a utopías.

Pero eso no importa tanto. Porque en ese ciclo de eterno retorno el sistema político, la prensa y la gente lavan concertadamente sus almas para mayor gloria del sistema en cuestión; el gatopardismo en su más excelsa expresión: cuestionar para conservar mejor; legitimación multipolar. Parecería que todo ese horror denunciado ya desde hace mucho, nacional e internacionalmente, y de eterno retorno quizás empeorado, es virilmente encarado por el sistema político, que, ahora sí y por fin, dispondría del diagnóstico y de las soluciones necesarias como para superar esos errores e insuficiencias. El sistema estaría bien pensado e inspirado; solo precisaría de algunos ajustes: formar una comisión, eliminar algunas cosas, mejorar otras, actualizar otras, gestionar mejor, asignar mejor el gasto, y ya está. Las denuncias y los planes son la vacuna periódica contra el descreimiento político-institucional generado por la inseguridad y los horrores carcelarios, su píldora, placebo relegitimador. La prensa, que lucra espectacularmente con el mal funcionamiento del sistema, con sus crisis, horrores y criminalidad, posa de humanista crítica, y vuelve a recaudar con el morbo maquillado de valentía temática de las denuncias. La gente, que se divide entre los que opinan que el que hace la debe pagar -mayoría- y los que sienten que tienen alguna responsabilidad en la producción y soluciones al delito, también lava su alma identificándose con la denuncia humanista, y deseando tranquilizarse con la esperanza en la magia de las medidas propuestas, en las que no deben faltar las talismánicas palabras ‘plan’, ‘integral’ -nunca debe faltar-, ‘interdisciplinario’, ‘nacional’.

Bullshit, lector/a.

 

La funcionalidad ucrónica de la utopía vociferada

Esa funcionalidad política simbólica del eterno ciclo horror-denuncia-plan, inocuo sustantivamente pero relegitimador políticamente, gatopardismo ucrónico, está amparada en varias creencias cuasi utópicas que no se quieren asumir como tales, y que son instaladas por los beneficiarios de ellas. Uno, que es posible una ‘seguridad’ absoluta contra el crimen, alguna especie de seguro con reaseguro, seguridad 100. Dos, que es posible un mundo sin crimen, sin mal; criminalidad 0. Ambas son esperanzas utópicas pero sensibles a la reflexión crítica, desde los meros hechos históricos de la imposible ausencia de criminalidad, y desde la más profunda reflexión sobre la necesidad de la invención del mal como contrapuesto a lo correcto y a lo deseable, y a su inducida encarnación como manifestaciones reveladas, así legitimadas y productoras de lucro, poder y estatus. Nunca tendremos seguridad 100 ni crimen 0; cada seguridad diferente de 100 no debe suscitar histéricos reclamos, como tampoco cada criminalidad diferente de 0. La prensa y las oposiciones viven de estas equivocadas utopías; y la gente se contagia.

 

La más sutil utopía ucrónica: la dupla seguridad-rehabilitación

Normalmente, buena parte del sistema está anclado en un doble objetivo del sistema carcelario: la seguridad vía la condena a penitenciaría, y la rehabilitación durante esa condena. Supuestamente, hay un mini-max variable de mayor o menor apuesta a la seguridad o a la rehabilitación, mini-max debatibles y llenos de sutilezas tales como penas alternativas, redención de la pena por estudio y trabajo, salidas condicionales y preventivas, batería de testeos, patronato del liberado, auxilios espirituales. Este supuesto binomio dilemático de objetivos del sistema carcelario está fundado en la socialmente ignorante cultura de los legisladores, que acarrea objetivos de la ‘ilustración codificadora’ europea del siglo XIX, que se ha revelado totalmente insuficiente para diagnósticos y terapias ya desde el siglo XX; pero que reaparece en su primitivismo analítico como corcho empujado en botella, como boya marítima.

Pero este dilemático binomio de objetivos, como vimos, está obsoleto hace mucho. La seguridad no es principalmente producto de la encarcelación penitenciaria de transgresores, aunque pueda jugar un papel en ella -no concordarían los criminólogos abolicionistas-. La rehabilitación es, ya desde el vamos, una idea más bien absurda, y que, en todo caso, es extraordinariamente improbable desde una reclusión penitenciaria. El ancla dilemática normalmente enunciada como razón de ser de las cárceles se vendría abajo. Veamos.

¿Por qué la seguridad no es principalmente producto de la encarcelación penitenciaria de delincuentes? Por varias razones. Ojo, no estoy diciendo que no juegue un papel en la seguridad, sino que no se debe confiar excesivamente en ella, si falta atención a factores criminógenos que la cárcel no elimina, y que reproducirá crimen e inseguridad, aun con encarcelación, y creciente -como ocurre equivocadamente en ruguay, sin disminución del crimen ni de la inseguridad-.

Uno, porque aun con encarcelación más abundante y severa, es muy probable que las motivaciones y objetivos del crimen sigan produciendo crimen; los factores criminógenos tales como la necesidad, la desigualdad, la desigualdad sentida como injusta, la deprivación relativa, son reproductores de la motivación y objetivos criminales, reproducción ampliada en la sociedad de la abundancia, del espectáculo, consumista; todos factores que son caros o que implican igualaciones que no se desea impulsar. Mejor palo y celda. De modo que la penitenciaría, por sí sola, sería como una puerta giratoria, una siniestra, cara y viciosa calesita.

Dos, porque a más encarcelados, más familias y grupos deberán suplir los ingresos del encerrado, con alta probabilidad de que no tengan fuentes de ingresos ‘por derecha’, y que deban acudir, como el encerrado antes, a recursos ‘de costado’. Es el aprendiz de brujo carcelario, uno de los tantos en la sociedad. Puerta giratoria y aprendiz de brujo, entonces, para empezar; nada garantistas de mejor seguridad.

Pero si la cárcel en parte puede contribuir a la seguridad y en parte comprometerla, la rehabilitación es un error teórico que ya me parece más una mera y piadosa excusa de reclusión, por su carencia de seriedad analítica. Nadie se rehabilita de creencias, valores, actitudes, hábitos sólidamente contraídos desde fuentes convergentes y añejas por algunos recauchutajes, chapa y pintura durante unos pocos años; y que, además, no se hacen en absoluto, o por lo menos muy mal. Absolutamente nadie sale rehabilitado; la mayoría, durante su reclusión, reflexiona junto a otros, sobre cómo no ‘perder’ de nuevo después de salir; otro grupo, aunque menor, simplemente no delinquirá porque no quiere volver al infierno real que son las cárceles, contrariamente al recitado constitucional ilustrado, que las opone a la tortura y a las penas aflictivas, anteriores a las penas contemporáneas. Nadie no regresa o no delinque porque su estadía penitenciaria lo haya ‘rehabilitado’; los disuadidos en la cárcel no quieren volver, o porque han aprendido una mejor delincuencia para no ‘perder’ de nuevo -por ejemplo, cómo coimear mejor al corrupto sistema que los encierra-, o porque en la cárcel sufren penas aflictivas y hasta tortura que no quieren vivir de nuevo, medios ilegítimos para la doctrina humanista y el constitucionalismo del siglo XIX en adelante. La cárcel era, hasta el siglo XVIII o más, un mero depósito transitorio previo a la determinación de penas aflictivas o de destierro, no un castigo en sí misma. El aumento de los depositados llevó a pensar en la perennización del depósito como pena graduable; eso sí, justificada más como rehabilitación por separación de las fuentes de su error que como castigo por un mal cometido. Eso, doctrinariamente; pero en la práctica administrativa del sistema y en la opinión pública, la cárcel era un apartamiento de las fuentes de error y vicio, un apartamiento de la peligrosidad pública del criminal, y un castigo ejemplar disuasivo a futuro, en la práctica del sistema y en el imaginario social; aunque no figurara entre las finalidades de los doctos legisladores y juristas ilustrados, hipócritas que, como hoy, saben bien que la cárcel es puerta giratoria, aprendiz de brujo y que no rehabilita; pero en el onírico reino de la ficción interesada, entra bien. La prensa compra y la gente, furibunda o culpable, también compra ambas ilusiones, la seguridad y la rehabilitación, porque son gatopardistas, utopías garantes de la continuación de la ucronía.

La gente solo dejará de delinquir por buenas razones si se le garantiza el acceso o un camino seguro y verosímil de acceder a lo que los motivó a delinquir; básicamente, no es cuestión de valores ni de creencias opcionales, de una razón práctica ya cooptada en un mundo en que, ya consensuadamente, la igualdad es justa y la desigualdad injusta, en que el consumo, la abundancia y el jet-set son modélicos, y la recompensa no está en el camino sino en el final. Si no tiene seguridad respecto a obtener todo eso, o bien perfeccionará el modus operandi delictivo, o bien desviará la ambición con violencia interpersonal (i.e. lastimando a quien cede lo pedido, sin necesidad real, pero sí afectiva), o bien evitará la cárcel como pena aflictiva o tortura; pero no por rehabilitación, casi imposible de concebir al menos desde el análisis de Talcott Parsons en 1951. Es un concepto de un primitivismo analítico vergonzante, solo posible en vetustos textos de legisladores y juristas enciclopedicamente ignorantes en psicología, psicología social, pedagogía, didáctica y ciencias sociales.

Ojo, las recomendaciones y denuncias que hace 70 años se acumulan en el mundo y en el Uruguay, son anestésicos tranquilizantes legitimadores sutiles del statu quo porque predican un imposible político y cultural; no se sabe ni quiere atacar factores criminógenos crecientes, no se quiere mejorar la cárcel porque si no habría un factor disuasivo menos (y se arriesga la reiteración del pseudo reclamo humanista cíclico hasta la náusea). Sin duda que la seguridad y el sistema carcelario andarían mejor si las denuncias y las críticas humanistas se aceptaran e implementaran. Pero, también ojo, no producirían los niveles de seguridad y mucho menos los de rehabilitación histéricamente deseados por unas poblaciones manijeadas por oposiciones políticas (que escupen para arriba sin parar) y prensa, que ponen objetivos inalcanzables y gritos en el cielo excesivos por imperfecciones. En ese juego sutilmente relegitimador del statu quo la denuncia y el humanismo no arriesgan tanto; el sistema sabe que puede despotenciarlos y no implementarlos; son todos parte del juego; en parte no lo saben, en parte no pueden hacer otra cosa, en parte quieren esa mistificación.

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