Clarice Lispector cumplirá el 10 de diciembre sus primeros cien años. No de vida –murió por otra parte demasiado joven todavía, en el año 1977–, sino de algo menos frágil y más inapresable: de inicio de un destino, de germen, de semilla que cuajará más tarde en trayectoria literaria, o en surco abierto en la tierra fértil de la palabra. Y eso que en sus comienzos fue una incomprendida, cuándo no.
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Más de un crítico o editorialista dijo de sus relatos (ella era apenas una niña por entonces) que no tenían argumento. No decían nada. No contaban una historia. A lo sumo describían sensaciones. Esto es cierto y no es cierto, pero ese no es el asunto. ¿Es acaso obligatorio desarrollar un argumento más o menos claro o previsible? Clarice no tiene nada que ver con ninguno de los supuestos cánones que la crítica literaria ha impuesto; cánones que, a su vez, han sido incorporados a la memoria y al horizonte conceptual de los esforzados lectores, quienes en buena medida los padecen.
Aunque en muchos de sus cuentos existe una trama bastante definida, en sus grandes novelas Clarice no va de un lugar a otro, no realiza un itinerario, no traza secuencias lineales o temporales. Todo lo contrario. Clarice sorprende e inquieta, porque precisamente es inesperada. No hace la menor concesión con sus hipotéticos lectores. “No escribo para agradar a nadie”, decía, y resulta muy claro que así era. En lugar de narrar lo “esperable”, la autora gira sobre sí misma, inaugura pensamientos, abre y cierra puertas, ilumina y oscurece imágenes, describe gente fea y sucia, gente que a veces es mala o desgraciada o un poco tonta, o todo eso a la vez. Clarice es capaz de concentrarse durante varias páginas en una cucaracha, en un huevo, en un rayo de luz que atraviesa una habitación pobre y polvorienta. Se ha dicho de ella que nada tiene que envidiarle a escritores de la talla de Virginia Woolf o James Joyce. Se ha dicho también que rozó o más bien ahondó en el existencialismo, a través de sus torturadas meditaciones y espirales psicológicas.
A pesar de que nació en Ucrania, ella siempre se sintió y se supo brasileña. Y es, en efecto, el Brasil el que brota de sus páginas. Un Brasil caliente, abrasador y enigmático. Polifacético, exasperado, sucio, cruel y por momentos delirante, pero también atravesado por hondos tipos humanos y por sentidos que casi siempre trascienden a los propios personajes, que no suelen ser gentes libres y esperanzadas, sino seres hundidos bajo el peso de sus propios prejuicios, limitaciones, pasiones y anhelos. Será por eso que se ha afirmado su parentesco con el existencialismo: en Clarice estalla un universo de posibilidades. Todo es posible. Todo está por hacerse, por dar un giro, por pegar el salto, pero todo termina jugándose en la limitada esfera de acción de la vida cotidiana, teñida de cierta mezquindad y de cierta tragedia.
Una de sus obras más poderosas es la novela corta La hora de la estrella, en la que el personaje principal es una jovencita llamada Macabea, nacida en el sertón. “Toda ella estaba un poco sucia, porque raro era que se lavase. De día llevaba la falda y blusa, y de noche dormía con la enagua. Una compañera de cuarto no sabía cómo advertirle que olía a mugre. Y como no sabía se quedó en eso, porque tenía miedo de ofenderla. Nada en ella era iridiscente, aun cuando la piel de su cara tuviese entre las manchas un ligero brillo de ópalo. Pero no importaba. Nadie la miraba en la calle, ella era café frío”.
Clarice es, de diversos modos, Brasil. Llegó a esa tierra a los dos años de edad, y desde siempre amó los libros. En uno de sus más famosos relatos, Felicidad clandestina, una niña (que viene a ser su álter ego) debe atravesar mil peripecias y humillaciones para lograr acceder a un libro. Cuando por fin lo tuvo en su poder, “tenía el pecho caliente, el corazón pensativo. Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo… creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad”.
Dije antes que Clarice es Brasil. No me refiero solamente a ciudades como Río de Janeiro o San Pablo, sino además a sus más dilatadas y extremas regiones, como la selva o el sertón. Para escribir y para concebir a sus personajes, Clarice se pasaba horas y días observando a la gente de la gran ciudad. Iba a las ferias y mercados, hablaba con este o con aquella, y seguía observando y meditando. Las grandes ciudades, con su arquitectura colosal, casi megalítica, siempre envejecida y siempre aplastante, unen en la desesperación y en el agobio a todos sus personajes, más allá de sus particulares formas de ser y de estar en el mundo.
Lo que rescato de la literatura de Clarice es su profunda belleza final. En medio de las moles de cemento inanimado, sobre las calles violadas por millones de huellas presurosas, entre los escombros y los basurales, siempre emerge una flor tímida, sucia y pobre. No es que aparezca de verdad. Yo me la imagino. Ese es el sedimento final que me deja la literatura de Lispector. Y algo más. La encuentro profunda y visceralmente femenina, sin concesiones ni claudicaciones de una mal llamada “literatura de género”, sin prejuicios y sin estereotipos en los que solamente caen los malos creadores o los malos lectores. Lo femenino se abre paso en Clarice de varias maneras fundantes, y esto también forma parte de su raíz existencialista. Es como si hubiera asumido un destino de bruja (sus ojos y su rostro lo eran, sin duda), que le permitía hurgar en los sitios más profundos del corazón humano, a pesar y aun en contra de la voluntad de sus indagados. Y para lograrlo, pasa a nuestro lado como un ser volátil, casi sin ser sentida. Cuando queremos acordar, ya nos ha leído y explorado.