El conflicto colombiano ha tenido varias etapas, cada una más cruda que la anterior. La violencia del siglo XIX le dio paso a un espiral de venganzas sectorizadas por regiones, hasta que la presencia de los grupos paramilitares de los gobiernos conservadores de mediados del siglo XX empujaron a la formación de comunidades autónomas, que al ser bombardeadas por la Fuerza Aérea, dieron paso a las FARC.
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De todos los grupos guerrilleros que llegaron a operar en Colombia (siete se contaron a inicios de los 80) fue con las FARC que se llegó a lo más agudo del conflicto en términos de confrontación; a mediados de los años 90 las victorias militares de este grupo no tuvieron precedentes, tomas de poblados, derrota de unidades militares completas con cientos de miembros de la fuerza pública retenidos y espectaculares operativos urbanos que tuvieron como objetivo a los representantes de la clase política local en diferentes regiones fueron el pan de cada día por varios años.
De la misma manera se produjo la respuesta, millonarios operativos militares que incluían bombardeos a extensas zonas selváticas y cinematográficos despliegues de tropas consumieron el presupuesto del país caribeño durante décadas también.
Siempre la población civil fue la que llevó la mayor parte de la afectación de una guerra, que en su forma moderna, duró cerca de 60 años y cobró 9 millones de víctimas entre asesinados, desplazados, mutilados, desaparecidos y otro tipo de afectados.
Luego de casi cinco años de conversaciones, las FARC finalmente dejaron las armas y se incorporaron a la vida civil como un partido político con una plataforma legal y abierta, sometida a los vaivenes de la política colombiana; que es otro campo de batalla, tal vez igual de crudo que las selvas.
El escenario alrededor de la firma de los acuerdos, que se llevó a cabo el 24 de noviembre de 2016, estuvo matizado por varios elementos que determinaron su posterior desarrollo y el momento en que se encuentra.
En primer lugar, desde el gobierno de Juan Manuel Santos jamás se abordó el proceso de paz como una política de Estado, ni siquiera fue abordado de manera integral por el gobierno, que por un lado negociaba en La Habana, mientras las fuerzas militares aprovechaban el cese al fuego unilateral decretado por las FARC para avanzar sobre ellos y desarrollar maniobras ofensivas.
El cese al fuego bilateral fue decretado por el gobierno a pocos días de firmarse el primer acuerdo, pues se firmó uno en setiembre de 2016, que fue sometido a plebiscito y ante la victoria del NO, fue reformado y se firmó de vuelta en noviembre.
Durante los primeros años de las negociaciones, el ministro de Defensa fue Juan Carlos Pinzón, funcionario que desarrolló una política completamente apartada del escenario de las negociaciones, siempre planteando la guerra como único escenario existente y manejando el mismo discurso guerrerista heredado de la época de Álvaro Uribe.
De otro lado, el Poder Judicial y el Poder Legislativo estuvieron al margen de las negociaciones y no se involucraron con ellas en ningún sentido; el apuro de mantenerlas lejos de cualquier posible intervención o sabotaje terminó aislándolas del contexto político; mientras tanto, los enemigos del proceso reunidos en una políticamente débil, pero mediáticamente siempre presente ultraderecha, se encargaron de satanizar cualquier posible resultado de la negociación a los ojos de una sociedad preformateada con un odio visceral hacia la izquierda y principalmente la armada.
La pedagogía sobre el proceso de paz en la sociedad colombiana fue nula, los únicos intentos de acercarse a la población para explicarle los puntos a discutir y los alcances de los mismos, fueron hechos, paradójicamente, por las FARC, y esto en una ocasión estuvo a punto de romper la negociación completa, pues el gobierno no vio con buenos ojos que un grupo de guerrilleros se acercara a la población de un caserío llamado Conejo, en el norte de Colombia, a explicar cartilla en mano, los puntos que se habían ya acordado y los que faltaban por negociar. Es decir, la lógica de la confrontación se mantenía intacta hasta en los mínimos detalles.
Al tiempo, la desinformación y las fake news corrían libres por las redes sociales sacando provecho del temor infundado durante años a la gente. Al momento de llegar a acuerdos sobre la participación política de las FARC en la legalidad, y las condiciones de estas para el desarme y la incorporación a la vida civil, se cosechó lo sembrado: se hablaba de cifras astronómicas pagadas mensualmente a los guerrilleros que entregaban las armas, se llegó a afirmar que iban a tener la mayoría en el parlamento o que el acuerdo incluía darle a Timochenko la presidencia una vez terminado el período de Santos.
Y en esta situación, como en tantas otras ocurridas antes y después con las fake news, la capacidad de contrarrestar y poner la información real en el escenario fue casi nula. La gente en Colombia no sólo no estaba conectada con el proceso de paz en sus verdaderas dimensiones, sino que a nivel general rechazaba muchos aspectos que realmente no conocía o de los que sabía por terceros o por la opinión de los grandes medios, que siempre han sido actores de la guerra.
La sociedad organizada, las expresiones políticas y sociales, los gremios y sectores que históricamente defendieron la salida negociada al conflicto, estaban de acuerdo en una cosa, había que firmar la paz y parar la guerra; sin embargo jamás hubo posibilidad de discutir “la letra chica” de respaldar ese acuerdo; para muchos con “desactivar” a las FARC como actor armado era suficiente, y realmente eran muy pocos los que fueron conscientes de que lo difícil no estaba en el desarme, sino en sostener el acuerdo.
Una vez firmado el acuerdo final, el objetivo estaba cumplido en teoría, ya no había FARC y la guerra se había terminado, se habló de haber alcanzado la tan anhelada paz; algunas fracciones minoritarias del movimiento armado se habían declarado por fuera de las negociaciones y del acuerdo hacía ya varios meses; inicialmente se vieron como unas expresiones marginales que habían preferido mantenerse en la guerra por un problema meramente de control territorial de las economías ilegales que primaban sobre la orientación política y la necesidad de asumir como organización el nuevo reto de la reincorporación y la apuesta política desde la legalidad.
El tiempo fue pasando y los debates naturales a nivel interno en el seno del ahora partido FARC afloraron desde su congreso fundacional; no siempre hubo consenso sobre la forma de llevar la negociación, pero el fin máximo de la paz logró los acuerdos necesarios para llegar a buen puerto.
Sin embargo, la forma como el partido reaccionó a los reiterados incumplimientos del gobierno en todos los ámbitos terminó profundizando el disenso. Por un lado la demora en la liberación de los prisioneros que debían recuperar su libertad tras el acuerdo empezó matizando las diferencias; no todos asumían con la misma vehemencia la exigencia al gobierno para su liberación, y la seguridad jurídica de varios excombatientes en las regiones se vio comprometida con la ejecución de varias órdenes de captura que se emitieron y ejecutaron de manera irregular.
Lo que terminó partiendo las aguas de manera definitiva fue la detención de Jesús Santrich, uno de los negociadores y quien se había caracterizado por sus fuertes posiciones sobre los incumplimientos del gobierno. Santrich fue detenido por orden de la embajada de Estados Unidos acusado de “conspirar para enviar diez toneladas de coca”; las pruebas de dicha acusación no se conocen.
Teniendo en cuenta que el principal testigo y pieza clave del “proceso” era un sobrino de Iván Márquez, que no fue combatiente, pero llegó durante el proceso y se vinculó con los comandantes, este decidió resguardarse en uno de los espacios de reincorporación junto con Óscar Montero, el Paisa, otro excomandante sobre el que se percibieron dudas acerca de su seguridad jurídica.
Finalmente el operativo se dio y el ejército trató de rodear a Márquez y Montero, quienes fueron avisados y lograron escapar antes de ser capturados; desde ese momento ellos desaparecen del mapa, pero se manifestaron por medio de cartas, en las que dicen que continúan en el proceso de paz, con la esperanza de que se retome el camino de los acuerdos firmados y cesen los incumplimientos.
Por otro lado, teniendo en cuenta que además de la falta de seguridad jurídica y política, está la falta de seguridad física, pues desde la firma de los acuerdos han sido asesinados casi 100 excombatientes o familiares, se amplía el horizonte de dudas acerca de las garantías que tienen quienes decidieron dejar las armas.
Ante este panorama se ha venido materializando el temor de las organizaciones sociales y la veeduría internacional, y es que cada vez sean más los excombatientes que se marginan del acuerdo y deciden retomar las armas, unos de ellos (muchos) por salvaguardar su propia integridad, pero otros, porque han declarado que el acuerdo no tuvo el lugar que debió tener en la sociedad colombiana y que las causas que generaron la confrontación no se han modificado en lo más mínimo, lo que, junto a la falta de garantías en la reincorporación, termina arrojando como resultado la reactivación del conflicto.
El partido FARC sigue en la legalidad y desde ella hará los planteos correspondientes con su plataforma; pero es innegable a estas alturas que esas otras expresiones, que inicialmente fueron consideradas marginales y que no tienen relación orgánica ni política con el partido FARC, se han fortalecido y esto terminará reactivando el conflicto, perdiendo, literalmente, una oportunidad de las que se dan cada 100 años.