Mientras tanto, la inteligencia artificial (IA) se mete en todos los rincones de nuestra vida. Ya existe en Europa un país que nombró a una ministra robot: en Austria, el sistema IA "Claudia" asesora en temas de gobierno. En Arabia Saudita, la humanoide Sophia fue declarada ciudadana hace unos años. ¿Exagerado? Quizás, pero es apenas la punta del iceberg. ¿A cuántos años estamos del día en que un presidente robot asuma la palabra en la Asamblea General de la ONU? Vean lo positivo: ya no sufriremos con un Almagro al frente de la OEA.
Las universidades tiemblan: ¿cómo evitar que un estudiante presente una tesis escrita por ChatGPT? ¿Cómo diferenciar la creatividad humana de la precisión maquinal? Y la respuesta es que será cada vez más difícil. Hay softwares que intentan detectar si un texto fue generado por IA, pero la propia IA aprende a evadirlos. Es el juego del gato y el ratón.
La medicina y la psicología ya están en medio del torbellino. Hay consultas virtuales de todo tipo: desde telemedicina general hasta psicoterapia por Zoom. Pero eso es apenas el inicio. Hoy existen algoritmos capaces de analizar síntomas, cruzarlos con millones de historiales clínicos y sugerir diagnósticos más certeros que los de un médico promedio. Lo mismo con la salud mental: programas que escuchan el tono de tu voz, detectan patrones y sugieren si estás entrando en depresión o ansiedad. ¿Alguien puede competir contra esa velocidad y exactitud? ¿Quién necesita esperar tres meses por un especialista si un algoritmo puede darle respuestas en segundos?
Hablemos de música: programas capaces de imitar tu voz para entonar una canción con perfección quirúrgica. Letras y melodías creadas en segundos. Lo que antes requería años de experiencia, hoy lo hace un software en cuestión de minutos. Puede ser un buen negocio: cualquiera, sin haber compuesto nunca, podría lanzar un hit.
Lo mismo pasa con los discursos políticos, los proyectos de ley, las presentaciones corporativas: redactados por IA, corregidos por IA, ajustados por IA. No se sorprendan si dentro de poco los candidatos hablan con palabras que jamás escribieron.
Los guionistas de Hollywood protestan porque la IA amenaza su trabajo. Y no exageran. Hoy ya se pueden hacer videos y hasta películas completas con actores generados por computadora, con movimientos y expresiones faciales imposibles de distinguir de los reales. ¿Recuerdan a la joven Carrie Fisher rejuvenecida en Rogue One? Aquello fue apenas el ensayo. Es más, aunque una enfermedad mental degenerativa ha enajenado a Bruce Willis, ya hay contratos y proyectos para seguir haciendo películas con su rostro y su voz. No hay con qué darle; sí que es duro de matar.
La televisión agoniza. Cada día se ve menos. El streaming democratizó la pantalla: cualquiera puede tener un programa, un canal, un portal de noticias y un público. Las imprentas también sufren: menos libros en papel, menos revistas impresas. Cualquiera diseña, cualquiera publica. Y mientras tanto, los meteorólogos también ven tambalear su lugar en los medios: la IA ya predice el clima con una precisión que supera a muchos humanos. Los creativos publicitarios tienen que pensar en cuál será su fuente de ingreso en la próxima década. La IA hace en segundos lo que a ellos les lleva meses.
Hasta la realidad se transforma.
En Israel, el Gobierno firmó un contrato millonario con Google para manipular la opinión pública. Una investigación de Eurovision News Spotlight reveló recientemente que el Gobierno de Israel invirtió 50 millones de dólares para campañas en Google, X y otras redes sociales con el objetivo de manipular a la opinión pública y restar credibilidad a la hambruna en Gaza.
Así de crudo. No se trata de rumores: es estrategia geopolítica. Hoy ya no se sabe qué es verdad y qué es mentira. Las noticias falsas se fabrican con la misma calidad que las verdaderas. Fotos alteradas, audios fabricados, videos imposibles de distinguir de la realidad.
Y no olvidemos la seguridad: el reconocimiento facial ya es parte de aeropuertos, estadios y ciudades enteras. Cámaras que saben quién eres aunque te disfraces. Y todo en nombre de la seguridad. Hay software capaz de anticipar conductas sospechosas a partir de movimientos corporales. Orwell se quedó corto.
Los supermercados sin cajeros humanos ya existen. Amazon los probó en Estados Unidos. El cliente entra, toma lo que quiere y se retira. Sensores registran cada producto y el importe se descuenta automáticamente de su tarjeta. Adiós cajeras, adiós filas. Ese futuro está a meses, no a décadas, de Uruguay.
La tecnología se retroalimenta, se nutre de sí misma. Avanza sola, cada vez más rápido, como si hubiera tomado conciencia de que somos un estorbo. Lo que veremos en cinco años no está escrito. O sí: porque la IA ya hace predicciones económicas, políticas, sanitarias y sociales basadas en millones de datos actualizados al segundo.
¿Qué nos queda, entonces? Capacitarnos. Aprender rápido. Subirnos al tren o quedarnos fuera del nuevo mundo que se abre. La resistencia es inútil. El que no entienda cómo funciona la tecnología será un analfabeto funcional del futuro.
¿Recuerdan las máquinas de escribir? ¿Los casetes con sus cintas enredadas? ¿Las carísimas llamadas al exterior por operadora? ¿Las videocaseteras? Todo eso caducó. Y lo mismo le pasará a tu flamante celular y a tu moderna laptop. Lo que hoy te parece lo máximo, mañana será pieza de museo.
La reducción de la jornada laboral a 6 horas diarias ya es posible en muchos ámbitos gracias a la tecnología, y en breve estaremos hablando de menos. El problema será el desempleo.
Si este huracán de la innovación tecnológica no nos encuentra preparados (y no lo estamos), nos pasará por arriba sin piedad.
Habrá que ponerse las pilas.