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Huellas vivas

El golpe de Estado de 1973 o el pasado que no pasa

Indagar el modo en que una sociedad se comporta respecto a su pasado se vuelve un indicador de cómo es dicha sociedad en el presente.

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El 27 de junio de 1973 quedará en nuestra historia como el inicio de una de las más funestas páginas de horrores y vergüenzas cometidas contra la humanidad y la democracia. Vigilancia y control generalizado y sistemático, en el marco de una auténtica “cultura del miedo”.

Detenciones masivas con torturas institucionalizadas y prisión prolongada. El país con más presos políticos de América Latina en proporción a su población (unos 31 presos cada 10.000 habitantes). Desaparición forzada de unos 200 uruguayos, no solo dentro de fronteras, sino también en Argentina, Chile, Bolivia y Colombia. Exilio de unas 380.000 personas, casi el 14% de la población. Secuestro de niños.

Frente a semejante huella de atropello a los derechos humanos y a las instituciones, se pretendió garantizar la impunidad para los asesinos y terroristas de Estado, a pesar de que los crímenes cometidos son de lesa humanidad. Sin embargo, contra ello continúa creciendo la memoria, en sucesivos andamiajes de interpretación, de aprendizaje y de advertencia.

El nunca más, esa frase acuñada como emblema de verdad y justicia, significa un límite irrenunciable erigido ante los cultores del oscurantismo, de los salvajes autoritarismos y de las guardias pretorianas de la tiranía. Pero también alude a la construcción, consciente y metódica, infatigable y resuelta, de otro mundo posible, en el que, como ya lo dijo Artigas a través de las Instrucciones del Año XIII, el despotismo militar sea precisamente aniquilado, para hacer inviolable la soberanía de los pueblos. Claro que esa aniquilación -he ahí el preciso término utilizado- no pasa únicamente por las trabas constitucionales, sino por una lúcida postura frente a los desafíos y los peligros de las circunstancias históricas.

Hoy, cuando en Uruguay recrudecen las actitudes antipopulares y el autoritarismo, es más pertinente que nunca recordar y construir memoria. El historiador francés Henry Rousso se refiere al “pasado que no pasa”, para hablar de un presente en el cual, el pasado no es algo cerrado o cumplido. Por el contrario, el sujeto de su relato (en nuestro caso, desaparecidos, terrorismo, reclamos de verdad y justicia y un largo etcétera) es algo ‘aún sigue allí’. En ese seguir allí, se encuentra mucho más que una voluntad de no olvidar. Se trata de un sedimento hermenéutico vivo, intangible, escurridizo, que no se amolda a las amenazas, las cárceles, las torturas o los relatos de pretendido olvido, sino que está en perpetuo movimiento y reelaboración, y entre esos procesos sobresale la ética.

Para Rousso la memoria es un “conjunto de obligaciones morales y […] serie de dispositivos políticos tendientes no sólo a perpetuar el recuerdo sino, sobre todo, a desarrollar el conocimiento, el reconocimiento y la reparación de los crímenes del pasado”. En este sentido, la memoria (y no la pretensión de impunidad) es “la manifestación de un alto grado de madurez democrática”. He ahí uno de sus altos valores, que no es sin embargo el único. La memoria rescata acontecimientos y experiencias traumáticas padecidas por otros, que por su intensa carga emocional, por la alevosía de su acaecer, y por la radical injusticia que encierran, dejan huellas vivas en los hombres y mujeres que no las han vivido.

Por eso la memoria es un puente tendido hacia el pasado, una asunción del presente y un proyecto de futuro; supone un legado de recuerdo y de La memoria es, por otra parte, una entidad difusa, móvil y frágil, y por lo mismo inapresable. No hay decretos ni leyes, ni amenazas ni violencias que la gobiernen. La memoria se alimenta de las huellas de otros y las convierte en huellas vivas. Reclamo, no solamente en referencia a individuos concretos ubicados en determinada encrucijada histórica, sino también a nivel colectivo en el marco del presente. Contra esto nada puede el olvido, y mucho menos el olvido impuesto o forzado, que se ha pretendido instaurar en la sociedad uruguaya a través de la impunidad de los asesinos y terroristas de estado. Esto supone un compromiso perpetuo contra el largo ciclo de represión y violencia política desatada por la dictadura cívico militar, contra las violaciones a los derechos humanos, contra el manto de vergonzoso silencio tendido aun hoy sobre la cuestión de los desaparecidos y, en definitiva, contra todo aquello declarado perimido e inmutable.

Todos los pseudo relatos negacionistas, ocultistas o manipuladores están condenados a derrumbarse frente a la empecinada búsqueda de la verdad y frente al inextinguible sentimiento de justicia, que es patrimonio de la memoria colectiva. La memoria no se nutre solamente de los relatos de testigos ni de los padecimientos de las víctimas. No supone siquiera de la suma de las experiencias individuales. Va mucho más allá. Está a punto de cumplirse el medio siglo de la dictadura, y las miradas al respecto, desde todas las ciencias sociales y desde las más variadas instituciones y colectivos políticos y sociales, siguen teniendo una vigencia y una capacidad de análisis y de interpretación extraordinaria. Se dice, con razón, que las nuevas generaciones no conocen de manera suficiente los sucesos, las causas y las consecuencias de la dictadura acaecida de 1973 a 1984. Sin embargo, la memoria colectiva se va enlazando con estas generaciones nuevas, tal como quedó de manifiesto, por ejemplo, durante la última marcha por verdad y justicia, el 20 de mayo pasado. Es que ese conjunto móvil de las mentalidades forma parte de lo que se resiste, de ese “algo que sigue allí”, del pasado que no pasa, aun cuando los jóvenes estén sumidos en una ignorancia más o menos profunda respecto a la realidad de lo que sucedió. Dos cosas hay que señalar al respecto, contra los interesados pronósticos de los cultores de la ignorancia y del olvido: primero, que la ignorancia de los hechos puntuales no anula a la memoria colectiva, y este es un fenómeno que se replica a nivel mundial. Segundo, que toda historia singular y todo destino individual forma parte y se inscribe, en última instancia, en la sociedad circundante, la de ayer, la de hoy y la de mañana, y pasa a integrar, por tanto, la historia y el destino de las generaciones venideras.

La epistemología de la historia reciente y la historia de la memoria forman parte, para Rousso, de un momento de la historia donde la memoria se convirtió en un valor fundamental. Los contextos políticos y culturales varían, así como las herencias políticas, pero existen hoy por hoy ciertas maneras o vías a través de las cuales se manifiesta la memoria. La estética es una de ellas. El arte en sus variadas expresiones, el cine, la música, la danza. Las formas de estar y de ser en el mundo. Hay que decir, además, que la memoria no es historia, en el sentido de ciencia social. ¿De dónde surge, entonces? Algunos teóricos distinguen tres grandes campos o corrientes. La primera es el descubrimiento de la “historia desde abajo”, la no canónica, la que escapa a la saga de papas, guerras y dinastías; la de los pobres, los anónimos y los vencidos. La segunda es la que encarna en determinados lugares materiales o simbólicos (por ejemplo, en los monumentos o memoriales, o en las marchas por verdad y justicia). La tercera es la que refiere al recuerdo de episodios traumáticos (testimonios, vivencias, acerca de, por ejemplo, las torturas practicadas a los presos políticos).

De estas y otras maneras, las sociedades asimilan los pasados que no pasan. Entre el olvido impune y el abuso de memoria (un único “prócer”, uno o dos poetas, dos o tres cantantes, y no más), apelemos a la memoria justa. La de nuestros héroes y mártires de a pie; la de nuestras proezas, que incluyen, cómo no, al arte y a nuestros artistas; la de la resistencia a la opresión, ayer, hoy y siempre.

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