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Elecciones en Colombia y la violencia política como constante

Por José Bayardi

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El próximo domingo 29 de mayo se realizará en Colombia la primera vuelta de las elecciones presidenciales y el 19 de junio, de ser necesaria, la segunda vuelta.

A quienes seguimos la realidad latinoamericana y hemos seguido la realidad colombiana desde mucho tiempo atrás, mucho nos ha dolido y nos duele Colombia.

La violencia política ha caracterizado la evolución histórica de las relaciones políticas y sociales en Colombia. Durante el siglo XIX los enfrentamientos y guerras civiles, en el continente, no fueron exclusividad de ese país. Pero Colombia se ha caracterizado por el carácter permanente de la presencia de la violencia en política. A tal grado que hay un período del siglo XX que se le denomina “La Violencia” y que algunos ubican entre la década del 20 y la década del 60, caracterizado por enfrentamientos armados entre liberales y conservadores. Se calculan entre 130.000 y 300.000 los muertos durante ese período.

Pero, como veremos, salvo en muy breves períodos de tiempo, la violencia en política no ha dejado de estar presente nunca.

De cara a estas elecciones, el candidato del Pacto Histórico, (amplia coalición política de izquierda y centro izquierda) Gustavo Petro Urrego, que encabeza las intenciones de votos registradas de cara a las elecciones de este mes de mayo, debió suspender parte de su campaña en determinada región de Colombia ante las amenazas de muerte recibidas de parte de un grupo paramilitar, y narcotraficante denominado La Cordillera.

Ya en las elecciones presidenciales pasadas Petro había recibido un atentado contra su vida.

Y si hay algo que en Colombia hay que atender son las amenazas de muerte que, en los últimos años después de los Acuerdos de Paz, firmados en 2016 entre el gobierno colombiano y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), ha llevado al asesinato de cerca de 1.000 militantes de organizaciones sociales y organizaciones defensoras de derechos humanos y al asesinato de más de 300 militantes desmovilizados de las FARC en el marco de dichos Acuerdos de Paz.

Breve repaso histórico de la violencia política en Colombia

En una breve revisión histórica sobre los últimos 80 años podemos registrar que ha existido una cantidad de asesinatos de candidatos presidenciales y de actores políticos y sociales.

En abril de 1948 se asesinó a Jorge Eliécer Gaitán del Partido Liberal. Doctor en Derecho y Catedrático en Derecho Penal, presidente de la Cámara de Representantes (1931-1932), exalcalde mayor de Bogotá (1936-1937), exministro de Educación (1940), exministro de Trabajo Higiene y Previsión Social (1944). Gaitán se perfilaba como seguro ganador de las elecciones presidenciales de 1950. Su asesinato incrementó los niveles de violencia política preexistentes y derivó en lo que se conoció como “el Bogotazo”, con más de 300 muertos. Declaraciones de exagentes de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos (CIA) implicaron posteriormente a dicha agencia en el magnicidio de Jorge Eliécer Gaitán.

En octubre de 1987 sería asesinado Jaime Pardo Leal, abogado, magistrado, profesor de Derecho, impulsor de la Unión Patriótica en 1984 y su candidato presidencial en las elecciones de 1986, en las que resultaría en tercer lugar. Denunciante de la alianza entre políticos, narcotraficantes, militares, policías y paramilitares. Fueron sindicados miembros del Cartel de Medellín como autores materiales.

En 1989 sería asesinado Luis Carlos Galán. Abogado, economista, senador, periodista, exministro de Educación 1970-1972. Fue candidato a la presidencia en 1982 y 1986 en una escisión del Partido Liberal llamada Nuevo Liberalismo. Ya como candidato del Partido Liberal Colombiano para las elecciones de 1990 fue asesinado el 18 de agosto de 1989 cuando era previsible ganador de las elecciones, que terminaría ganando su sucesor, el expresidente Cesar Gaviria, que había sido el jefe de debates durante su campaña.

La muerte de Luis Carlos Galán se inscribió en un complot que implicó al Cartel de Medellín, a políticos vinculados a paramilitares que temían que la llegada de Galán a la presidencia afectaría intereses de ganaderos y sectores vinculados a la minería. También estuvieron implicados agentes de seguridad del Estado colombiano, del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS). En 2016 el Consejo de Estado de Colombia declaró delito de lesa humanidad el crimen de Galán por lo cual pueden seguirse procesando personas vinculadas a su asesinato.

En marzo de 1990 sería asesinado otro candidato presidencial. Bernardo Jaramillo Ossa, militante del Partido Comunista Colombiano, dirigente agrario, abogado, sucesor del asesinado Jaime Pardo Leal en la presidencia de la Unión Patriótica, senador en 1986-1990 y sucesor como candidato presidencial para las elecciones de ese año. Jaramillo fue un firme crítico de la violencia armada. Si bien se sindicó a Pablo Escobar como autor intelectual, Escobar siempre lo negó. Fue condenado Carlos Castaño Gil, jefe del grupo paramilitar Autodefensas Campesinas de Córdoba y Urabá, fundado por su hermano Fidel y luego de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). Castaño negó su responsabilidad, aunque dio a entender que conoció a los autores materiales, también vinculados al sicariato.

Entre fines de la década del 80 y principios del año 2000, más de 4.000 militantes de la Unión Patriótica serían asesinados por aplicación de una política de exterminio amparada desde la institucionalidad del Estado. Tan así, que en 2014 esos crímenes fueron declarados por la Fiscalía General de la Nación como delitos de lesa humanidad, por entender que existió un plan que implicó a actores políticos, narcotraficantes, militares, policías y paramilitares para impedir el acceso de movimientos de izquierda en la política interna.

Un mes después del asesinato de Jaramillo, en abril de 1990, sería asesinado otro candidato presidencial: Carlos Pizarro Leongómez, exguerrillero, jefe del Movimiento 19 de Abril (M19) entre 1986 y 1990.

En marzo del 90 se firmó el acuerdo de Paz y el M19 se transformó en un partido político denominado Alianza Democrática M19. Carlos Pizarro, ese mismo marzo, sería candidato a la Alcaldía de Bogotá. Luego sería designado candidato a la presidencia para las elecciones de ese año. Asesinado Pizarro, su candidatura presidencial sería sustituida por Antonio Navarro Wolf, que resultaría tercero. En 2010, el asesinato de Pizarro sería declarado por la Fiscalía crimen de lesa humanidad para evitar su prescripción.

Esta enumeración de asesinatos de candidatos presidenciales estuvo acompañada del asesinato de otros referentes y líderes políticos, además de periodistas y dirigentes sociales. Solo como ejemplo podemos citar los asesinatos del abogado y periodista Manuel Cepeda Vargas de la Unión Patriótica, asesinado en agosto de 1994; del abogado, periodista, senador Álvaro Gómez Hurtado del Partido Conservador Colombiano (1995); del abogado Jaime Garzón, activista y periodista asesinado en agosto de 1999 y un número enorme de dirigentes políticos y activistas asesinados en cuyos crímenes estuvieron involucrados políticos, fuerzas de seguridad, paramilitares, narcotraficantes.

Como queda claro, la violencia política y el crimen como instrumento, lejos de ser un hecho aislado han sido una práctica común en la realidad colombiana. Y han terminado asesinados políticos de distinto signo político ideológico. Quizá el punto de encuentro de ellos podría haber sido la lucha contra la corrupción, la lucha por la equidad social, el enfrentamiento al narcotráfico y a las consecuencias que este trajo sobre la institucionalidad.

Detrás de esa violencia siempre estuvo la defensa de los intereses de sectores poderosos de la sociedad colombiana. Al principio tuvo como eje central la defensa de intereses ligados a la tierra y su distribución. Al ganar empuje los intereses vinculados a la producción y comercialización de drogas, o sea al narcotráfico, los intereses encontraron puntos de encuentro. Por lo cual la asociación de grandes terratenientes, el narcotráfico, el tráfico ilegal de minerales con políticos, terminó utilizando a las instituciones del Estado para defender los intereses espurios compartidos, comprometiendo severamente a las instituciones colombianas. Como consecuencia podemos contabilizar cientos de miles de muertos y se calculan más de seis millones de campesinos desplazados y despojados de sus tierras en beneficio de grandes terratenientes y empresas mineras ilegales.

En este contexto de la realidad histórica colombiana no ha estado ajena el papel que a Colombia le asigna Estados Unidos en su estrategia regional.

Tomando como fundamento la lucha contra el narcotráfico y la asistencia a la lucha contra la insurgencia armada, Estados Unidos ha volcado una enorme cantidad de recursos financieros, materiales (armamento) y humanos (asesores). Desde inicio de este siglo con el llamado Plan Colombia se volcaron decena de miles de millones de dólares a la lucha contra el cultivo de coca y a la lucha antiinsurreccional, con la declarada idea de combatir el narcotráfico y las organizaciones insurgentes. También se instaló en territorio colombiano un número muy importante de bases militares. No obstante, el cultivo de coca no logró ser controlado e incluso en algunas zonas ha crecido. Y los conflictos con la insurgencia siguen estando presentes.

La esperanza de colombianos y colombianas por la paz

Sin pretender extenderme en esta oportunidad en el tema, solo dejo planteado que en noviembre de 2016 con la firma de los Acuerdos de Paz entre el gobierno de Colombia encabezado por el expresidente Juan Manuel Santos y las FARC, se abrió una expectativa de encaminar la paz a través del acuerdo firmado del 24 de noviembre.

Dicho acuerdo ha sido sistemáticamente boicoteado por sectores de la derecha y la ultraderecha colombiana, boicot encabezado por el expresidente Álvaro Uribe (2002-2010), que resulta hoy por hoy el político más comprometido con el paramilitarismo y el narcotráfico ya desde la década de 1980. Recientemente producto de las declaraciones ante la Jurisdicción Especial para la Paz (surgida de los Acuerdos de Paz) se terminó de confirmar por declaraciones de militares ante dicha jurisdicción penal lo que se denomina “falsos positivos”. Bajo el pretexto de la lucha contra la insurgencia, fundamentalmente en el período de los gobiernos del presidente Álvaro Uribe, se terminaron llevando adelante por las fuerzas militares más de 6.000 asesinatos masivos contra inocentes. Se reconoció que a ciudadanos, mayoritariamente jóvenes campesinos, y también de las periferias de ciudades, se les asesinaba y se les vestía con uniformes guerrilleros y se les hacía aparecer como muertos en combate, cuando en realidad eran asesinados para justificar resultados en la lucha contrainsurgente.

Podríamos seguir describiendo y evaluando la violencia política en Colombia, pero basta lo enunciado hasta acá para tener presente que el apelar al asesinato de opositores ha sido una constante en la historia de ese país. Por cierto a lo largo del tiempo, dicha violencia política ha contado con el silencio de los grandes medios de comunicación de la región.

Hoy Colombia está en las puertas de un cambio histórico, porque fuerzas de izquierda, centroizquierda, ambientalistas, feministas, indigenistas y sectores democráticos han asumido la importancia de la unidad política para alcanzar la paz que ese hermoso país reclama y necesita. Los desafíos por delante serán enormes. Una situación de deterioro institucional, como a la que ha estado sujeta Colombia, requiere tiempo, enorme voluntad política y amplio respaldo popular para su reversión.

Quienes pensamos la realidad del continente en clave de unidad e identidad latinoamericanas, deberíamos estar atentos al devenir de los acontecimientos futuros para que Colombia nos duela cada vez menos.

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