Mucho antes de Eva Duarte, Argentina tuvo su primera dama mítica. Se trató de Encarnación Ezcurra, la esposa del federal Juan Manuel de Rosas. Aunque existen entre ambas mujeres marcadas diferencias de época y de clase, se parecen en unos cuantos sentidos. Empecemos por la índole de su poder. Encarnación llevó la política con mano de hierro, hizo gala de un personalismo y de una intolerancia extrema, en lo que guarda marcadas semejanzas con Eva Perón, y centró en ella, en ausencia de su marido, el alto mando y las decisiones últimas, incluidas las más sangrientas persecuciones a sus enemigos. Ambas guardaron una cerrada y fanática lealtad hacia sus cónyuges respectivos. Encarnación fue, para muchos, la verdadera forjadora de la carrera política de Rosas, en especial durante los largos períodos en que él se hallaba ausente de Buenos Aires, realizando su primera campaña del desierto. Fue entonces cuando Encarnación demostró a fondo su talento político y condujo el movimiento que consagró el poder rosista, lleno de episodios de inusitada violencia contra los unitarios, en el marco de la creación de la Mazorca, esa suerte de quinta columna vinculada a la Sociedad Popular Restauradora creada por los partidarios de Rosas. Así como Perón y Eva, pero cien años antes, los Rosas supieron construir un verdadero pacto de poder que los mantuvo unidos contra sus enemigos, que se referían a Encarnación como “la mulata Toribia” (en alusión a una cuchillera del pueblo, acusada de haber matado a varios hombres) no porque hubiera nacido en cuna humilde, sino por sus ojos y pelo negro, y su piel más bien cetrina, considerada más propia de la barbarie que de la aristocracia criolla, a la cual pertenecía. Eva era, por el contrario, blanca de piel y se teñía el pelo de rubio, pero estaba irremediablemente condenada por su origen. Vino al mundo como hija natural, y después de la muerte de su padre, el estanciero y político Juan Duarte, quien nunca le dio su apellido, llegó a conocer la necesidad. Ezcurra, en cambio, pertenecía “legalmente” a una familia terrateniente, de padre español y abuelo francés. A ambas las une un interés por los más humildes no demasiado diferente de la lisa y llana caridad. La esposa de Rosas actuó en el marco de un primigenio populismo que nucleaba en torno a su marido a la “barbarie”, compuesta de gauchos, peones, carreros, orilleros, lavanderas, pasteleras y quitanderas, vagos y mal entretenidos de toda especie y condición, y de los famosos “Colorados” constituidos en su ejército personal.
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Eva giró en torno a sus “descamisados”, nombre que a Encarnación le habría encantado. No se sabe si la Heroína de la Federación la impulsó algo parecido a la justicia social, pero en todo caso supo asegurar techo y comida a miles de seguidores del rosismo. En cuanto a Eva, la Jefa Espiritual de la Nación, declaraba que “la limosna humilla y la ayuda social estimula. La limosna no debe organizarse, la ayuda sí. La limosna debe desaparecer como fundamento de la asistencia social”. Ambas mujeres ejercieron un verdadero matriarcado populista, y fueron figuras ardorosas, polémicas y desafiantes, que no trepidaron en realizar llamados a las armas cuando lo creyeron necesario. Dijo el cónsul de Francia en Buenos Aires, el marqués de Payssac, que “Madame Rosas lleva un par de pistolas a la cintura, lo mismo que un puñal […], si su marido o la patria estuvieran en peligro, esta mujer sería capaz de la mayor entrega y de los mayores esfuerzos que el coraje solo puede inspirar”. Y la dulce Evita planeó armar a los trabajadores en favor de Perón, tras el intento de golpe de 1951, para lo cual compró en el exterior nada menos que cinco mil pistolas automáticas y mil quinientas ametralladoras.
Faltan, por último, los lutos apoteósicos. La mujer de Rosas falleció con cuarenta y tres años, por causas desconocidas, el 20 de octubre de 1838, y sus funerales, utilizados por su marido como una parte más de su accionar político, fueron espectaculares. Más de 25.000 personas (en una población estimada en 60.000 para la ciudad de Buenos Aires), acompañaron el cortejo fúnebre, encabezado por las más altas autoridades de la iglesia, del gobierno y del ejército, se rezaron doscientas misas por su alma y el luto oficial duró dos años.
Eva murió de forma trágica, el 26 de julio de 1952. Sus pompas fúnebres deslumbrantes, en el marco del populismo autoritario que supo ejercer en vida, y contó con la sincera aflicción de miles de personas. En su caso se impuso también el luto obligatorio, y el secretario de la CGT, José Espejo, dispuso que el velorio realizado en Buenos Aires se repitiera en cada capital de las provincias. Inspirado en esa macabra iniciativa, Borges escribió "El simulacro", cuento publicado en el libro El Hacedor, en 1960, en el que toma o elabora una historia mínima de enorme poder alegórico. Habla de un enlutado que “eligió un rancho cerca del río; con la ayuda de unas vecinas armó una tabla sobre dos caballetes y encima una caja de cartón con una muñeca de pelo rubio. Además, encendieron cuatro velas en candeleros altos y pusieron flores alrededor. La gente no tardó en acudir. Viejas desesperadas, chicos atónitos, peones que se quitaban con respeto el casco de corcho, desfilaban ante la caja y repetían: “Mi sentido pésame, General”. Este (el hombre oscuro, innominado), muy compungido, los recibía junto a la cabecera, las manos cruzadas sobre el vientre, como mujer encinta. Alargaba la derecha para estrechar la mano que le tendían y contestaba con entereza y resignación: “Era el destino. Se ha hecho todo lo humanamente posible”. Parece que la réplica del velorio de Eva llegó a realizarse, en efecto, en varios puntos del país, con un cajón adornado con crespones negros, y rodeado de coronas de flores, que fue paseado por las calles y seguido de muchos dolientes espontáneos, y de otros compulsivamente convocados. Adolfo Bioy Casares recordó en 1957 que “todos los empleados y funcionarios públicos debieron usar corbata negra; los diarios y las revistas aparecieron enmarcados en negro” e incluso la revista Sur debió publicar unas “líneas mínimas”. En cuanto a sus cadáveres existen contrastes y parecidos singulares. El cuerpo de Eva, secuestrado, llevado y traído, fue objeto del odio y la venganza (cuchilladas y tajos en diversas partes de la cara y el cuerpo, amputación de un dedo de la mano y mucho más). El cuerpo de Encarnación, por el contrario, permaneció resguardado en su cripta, y según el obispo Marcos Ezcurra, cuando fue trasladado a la bóveda de la familia Ortiz de Rosas en el cementerio de la Recoleta, ochenta años después de su muerte, estaba “incorrupto”.
Después vienen los misterios, o las preguntas sin respuesta que el tiempo nos depara. ¿Se habrá interesado alguna vez Evita en la vida de Encarnación Ezcurra? ¿Alguien le habrá hablado de ella? ¿Conoció a través de la radio o del cine algunos de sus rasgos? Es posible. Sea como fuere, las dos siguen pareciéndose en arrojo, en temple y en ambición. Las dos sabían que eran funcionales a los intereses de sus cónyuges, para quienes ostentaban un lugar subalterno. Juan Manuel de Rosas, en una carta de 1835, le dice a su mujer, quien seguramente estaba enferma: “Ya no tenés nada que hacer ahora, ya me fuiste útil, te quiero y te quiero ver sana y fuerte”. Algo parecido hizo Juan Domingo Perón en su momento; y mucho más tarde, en una entrevista concedida en 1970, llegó a declarar: “Eva Perón es un producto mío. Yo la preparé para que hiciera lo que hizo”.