¿Por qué podemos decir que la mueve menos de lo que se cree, o, mejor, de lo que se dice creer? Porque la corrupción es uno de los temas en los que más se manifiestan los defectos que tienen las entrevistas y los sondeos de opinión, mucho peores que los de las muestras, y otros detalles técnicos mucho menos influyentes en sus fragilidades. Por eso decimos, en lugar de ‘lo que se cree’, ‘lo que se dice creer’; porque así como, hacia adelante, del dicho al hecho hay gran trecho, y tantas veces no se hizo o se hará lo que se dice, así también, hacia atrás, tantas veces lo que se dice sentir o creer no es lo que en realidad se siente o cree.
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En teoría de la investigación social a dichos problemas se les llama de ‘validez interna’ y de ‘validez externa’.
La validez interna. Encuestas y sondeos presentan problemas de ‘validez interna’, o bien cuando no hay seguridad de que el estímulo dado, el instrumento proporcionado para estimular o interrogar, se entienda bien o sondee bien, o bien cuando las alternativas de respuesta no son aptas para recoger lo que el entrevistado dice pensar, sentir, creer o hacer; para que el entrevistador sea correctamente interpretado por el interrogado, por ejemplo, importan las palabras o el fraseo usados; también peca por carencia de validez interna una investigación que no provee las alternativas de respuesta adecuadas para responder a los estímulos dados por el entrevistador. Es decir, si no es seguro que el respondente o entrevistado interpreta bien la intención del entrevistador, o si no se le dan las alternativas de respuesta adecuadas para que manifieste lo que piensa, cree, siente o hace. No es lo mismo llegar a un domicilio con intención de hablar con la dueña de casa viuda que preguntar por ‘el cónyuge supérstite’, como se le llama en la jerga jurídica a la ‘viuda’; hay que cuidar los verbos y los sustantivos usados para asegurarse de que el entrevistado entiende lo que se le pide que haga. No es lo mismo, para que alguien se ubique en un continuo de posiciones ideológicas, por ejemplo, que se le den alternativas pares o impares. Si se le dan pares, lo obligarán a polarizar una opinión que puede no serlo; si se le dan impares, la tendencia a elegir las alternativas del medio y no las polares aumentará exageradamente el peso de los que aparecen como ‘moderados’; si usted quiere mostrar polarización social, política o cultural ofrezca alternativas pares, mejor solo dos; si quiere mostrar moderación o equilibrio entre posiciones, ofrezca impares, mejor solo tres. Y esto no solo opera al proporcionar las respuestas sino también al procesar y agrupar las respuestas; la polarización o moderación puede no ser auténticamente de la gente, sino más bien de las alternativas pares o impares que se les den, o del modo cómo se analizan las respuestas. En parte por estas cosas se dice a veces que un resultado no describe a la gente tal como es sino que se la ‘construye artifactualmente’, y se nos pasa esa construcción metodológica o estadística como si la gente fuera natural, auténtica o virginalmente así. Puede haber mucha manipulación en un proceso de entrevista-sondeo y en su análisis.
Entonces, invalidez externa de entrevistas o sondeos ocurre cuando la forma de las preguntas o temas, o las alternativas de respuesta o análisis, construyen lo que se atribuye inadvertidamente o maliciosamente a la realidad auténtica profunda del respondente. Si la validez interna cuestiona la forma de la interacción, la validez externa cuestionará los contenidos sustantivos obtenidos.
La validez externa. Hay más o menos validez externa en un diálogo entrevistador-entrevistado (o entre el interrogante o su instrumento de medida) cuando hay más o menos sospecha de que lo respondido no sea verdad, cuando hay buenas razones para pensar que lo respondido no es lo que el respondente piensa, cree, siente o haría. Digamos algo grosero para que usted entienda lo que le digo. Supongamos que se acerca un agente policial y lo entrevista sobre la brutalidad y corrupción policiales; habrá todas las dudas del mundo sobre lo que digan los entrevistados de ese modo. Pero, ojo que hay modos más sutiles de hacer una entrevista e influir en su resultado, menos aparentes que esa aunque eficaces. Por ejemplo, no serán las mismas las respuestas que se den en una encuesta sobre ‘infidelidad conyugal’ si se pregunta en la esquina o el boliche que si se lo hace en el domicilio conyugal o en la parroquia (no obstante esto, tantas encuestas sobre sexualidad se hacen a domicilio o afines, aunque usted no lo crea).
Adonde voy, lector, es a que reflexione sobre la validez externa de las respuestas sobre corrupción; ¿se dice lo que se piensa realmente, o más bien lo que queda bien, lo que es políticamente correcto responder, para no quedar mal consigo mismo, con los entrevistadores o con los que puedan oír o leer las respuestas? Además de que hay problemas también de ‘validez interna’; por ejemplo, no es claro si lo que para alguien es corrupción lo sea también para otro, o viceversa; y sería muy largo, durante una entrevista, exponer una lista de conductas que estén abarcadas como corruptas y dejando fuera de esa calificación a otras en el intento de homogeneizar semánticamente los insumos dados al respondente. Porque los casos de actualidad pueden sesgar la idea de corrupción, acercándola a los contenidos ventilados de moda, mientras otras conductas corruptas no acarrearían ese estigma porque no se parecen tanto a las que están siendo discutidas como tales en el presente. En buen romance criollo, lo que se dice hacer, creer o sentir no es ni cerca lo que se hace, cree o siente; ni tampoco lo que se hace, cree o siente se dice completamente ni siempre o ante cualquier persona o circunstancia. Y eso, que sabemos por experiencia que es verdad en toda nuestra vida privada, también lo es en las interacciones públicas; y ese es un problema con las encuestas, que intentan radicar su fragilidad en aspectos formales, internos, de la cuestión, mientras que los más problemáticos son mucho más sólidos e imborrables: la hipocresía, falsedad y mentira humanas, dictadas por intereses que se sobreponen a la verdad y la autenticidad en muchas circunstancias, la de un sondeo sobre corrupción una de ellas.
Porque, tanto en una entrevista formal de sondeo como en un diálogo interpersonal informal, se tiende a exagerar la repulsa a la corrupción para no quedar mal con los interlocutores; aunque a solas con la almohada en el fondo se pueda hasta envidiar a aquellos o aquellas que pueden estar en lugares, cargos, en donde podrían recibirse sobornos sin siquiera pedirlos. Decía un político colorado de los 50: “A mí que no me dean (sic) pero que me pongan cerca de donde haiga” (sic). Muchos que públicamente repudian la corrupción, en el fondo, o bien envidian a los corruptos (solo tendrían más cuidados que ellos), o bien, si no se sienten perjudicados por la corrupción de otros, o si son beneficiarios de ella, no la repudian íntimamente aunque lo hagan públicamente para que no se sepa y parecer mejores; o, también, pragmáticamente, sienten que ‘en todos lados se cuecen habas’ y que los corruptos de turno han sucedido a otros y serán sucedidos por otros, por lo que no hay que hacer tantas olas al respecto por la que suceda hoy. La vida cotidiana, y su extensión pública, son tinglados de representación dramatúrgica de roles, personajes y funciones, intereses, móviles y fines, para los cuales realidad y verdad no son valores principales. La tan aguda y profunda obra de Erving Goffman lo muestra con elocuencia y humor.
Entonces, la corrupción es un tema que presenta graves riesgos de fallas en la validez interna y en la validez externa, tanto de las encuestas y entrevistas como en las conversaciones cotidianas. Es un excelso campo de hipocresía políticamente correcta, de simulación falsa de moralidad severa, como sucede en tantos temas, tanto en la interacción privada cotidiana como en la pública (i.e. entrevistas, encuestas) que reflejan grandes fallas en la validez interna y en la externa de los dichos; y que, por lo tanto, mienten en la calidad y cantidad de las creencias u opiniones declaradas.
Aunque en situaciones de paridad puede ayudar a definir
Desde que la judicialización mediática de la política aumenta su frecuencia en la batalla comunicacional electoral, la gente se va acostumbrando a las acusaciones mutuas perennes, con todo el ritual de cejijuntos y enfáticos debates públicos, que sin duda divierten (y dan rating ya por eso) pero que no son indudablemente influyentes en los resultados electorales. Las acusaciones de fraude electoral que proliferan, así como las escaramuzas alrededor de la corrupción en general, no han influido mucho en los resultados generalmente, mal que nos pueda pesar o queramos creer. La gente no es tan moral como dice ser o lo intenta hacer creer; lo que no quiere decir que algo no le importe.
En efecto, y pese a esa hipocresía y falsedad básicas, hay algunas emociones que se sienten con motivo de los tinglados de corrupción que pueden tener algún y variable efecto electoral.
Uno. Hay una pequeña parte del electorado que auténtica y profundamente rechaza y tiende a castigar electoralmente la corrupción; las fallas morales pueden descalificar ad hoc y ad hominem porque se considera que los intereses y los dineros de los contribuyentes pueden rendir menos que lo necesario y deseable, y que estigma del inmoral tiñe completamente a la persona y a su desempeño en un cargo, como una abominación del Levítico, como un estigma goffmaniano, como un ‘master status’ de la Escuela de Stanford, contribuyente al prejuicio en Allport o al estereotipo en Lippmann. Dos. Otra parte del electorado puede considerar que, si bien la falla moral no importa tanto, importa la idiotez de dejarse engañar, de ser objeto de caños y jopeadas por inmorales aun cuando no se haya cometido ninguna inmoralidad ilícita directamente.
Tres. Si sumamos los que abjuran de la inmoralidad con los que critican la idiotez, tenemos un número que, aun poco voluminoso en cifras absolutas y hasta relativas, puede hacer una diferencia y mover la aguja electoral, siempre y cuando las diferencias de intención electoral actuales sean exiguas.
Por eso, campañas electorales o electoralistas en el marco de una judicialización mediática de la política confían o parecen confiar tanto en las acusaciones por corrupción. Porque fingen supermoralidad propia y fingen superinmoralidad ajena. Y solo un poquito de éxito en la empresa puede mover la aguja electoral en un contexto de paridad básica. Como dicta la publicidad moderna - y la política como seguidora de la comercial -, más basada en la seducción emocional que en la persuasión racional (por costo y velocidad de diseminación), quien introyecta supermoralidad propia por acusar ‘firmemente’ la superinmoralidad ajena, puede pegar primero y pegaría así dos veces. Seguiremos viviendo entonces, en medio de esos tinglados morales, más baratos y seguros como propaganda que los debates temáticos racionales. Aunque ‘se la crean tanto’: ni los que acusan, ni los acusados, ni los espectadores del tinglado, ni sus mediáticos promotores (prensa, anunciantes). La apuesta es convencer, aunque sea a unos pocos, porque ellos pueden hacer la diferencia si la paridad parece real y probable a futuro próximo; y cuesta más y es más incierto convencer persuadiendo racionalmente. “En el mismo lodo, todos manoseados”, de Discépolo, en ‘Cambalache’.