Algo de la simulación originaria resultó, al menos parcialmente, un avance respecto al pasado en el dispositivo uruguayo. Recordemos que, bajo la antigua ley de lemas, los partidos políticos tradicionales contaban con una variedad de candidatos que abarcaban un amplio espectro ideológico, sin necesidad de un programa unificado para acceder al Poder Ejecutivo, ya que bastaba la suma de todas las opciones de un mismo partido y el poder autonomizado y discrecional del triunfador. En cambio, desde su fundación en 1971, el Frente Amplio (FA) ha mantenido una única candidatura presidencial y un programa común. Dicho sea de paso, el proceso de elaboración y participación en este programa se ha sofisticado de manera extraordinaria a nivel interno, permitiendo que cualquier elector conozca con precisión qué políticas implementará el FA en la vida pública, independientemente de la candidatura que surja en la interna, ya que deberá atenerse a dicho programa. Entre otras razones, esta firmeza de principios explica el crecimiento constante del FA, lo que llevó a los partidos del régimen a promover la reforma constitucional que eliminó la multiplicidad de lemas (dejando solo sublemas) e incorporó el balotaje, una medida que, en la práctica, anula la vigencia de los programas para las terceras y sucesivas minorías, dificultando la configuración de alianzas. El programa no es una mera formalidad en relación a la democraticidad de un régimen, aún representativo y no imperativo. No es lo mismo que “promesas”.
O, más precisamente, trivializándolas, como lo hizo sin reparos el candidato de la segunda minoría, Álvaro Delgado, del Partido Nacional (PN), al presentar esta semana el programa de la autodenominada “Coalición Republicana”. Un programa elaborado a las apuradas mediante el método computacional del “copy & paste,” un collage de propuestas sueltas e inorgánicas rescatadas de programas propios y ajenos, carentes de cohesión. Tardíamente recordaron la importancia de ofrecer un programa, remedándolo con una grotesca improvisación en unos días, respaldada fotográficamente por los rostros tan duros como imperturbables del resto de los candidatos presidenciales de la Coalición. Sin embargo, su vigencia expirará con el triunfo del FA en el balotaje, ya que uno de sus exponentes, el ultraderechista Manini Ríos —experto cobrador de favores políticos desde sus posiciones minoritarias, aunque nunca con el rédito superlativo de la anoréxica influencia electoral de Mieres— adelantó con franqueza que el acuerdo no es programático ni de principios, resumiéndolo en una rima consignista: “Si estamos en la oposición, no veo el sentido de una coalición”. Todo un poeta.
En cualquier caso, la demostración de chantadas o caradurismo ajeno no garantiza resultados propios. Por el contrario, asistimos a una era internacional de ascenso de toda clase de personajes, otrora impresentables, quienes aún en la heterogeneidad presentan rasgos comunes en el culto a la violencia y el desprecio por la otredad, misoginia y xenofobia, en exhibiciones de ignorancia sin pudor con exaltaciones personalistas. Uruguay no está exento. Al momento de pensar en la captura de votos para el balotaje, no deja de resultar irónica la siguiente paradoja: mientras históricamente los partidos tradicionales aludían al FA como la “colcha de retazos” por su diversidad ideológica y organizativa, a pesar de presentarse siempre con una única candidatura y programa, hoy son esos partidos los que apelan a la diversidad aunque ya sin chances de capturar nuevo electorado, sino con la simple esperanza de parar la sangría de los propios. La alianza de cúpulas y el rejunte de propuestas, aún con el pegamento fresco, no garantiza idéntico acompañamiento desde las bases.
Una simple suma algebraica podría llevarlos a desear algo incluso más modesto que una colcha, aunque fuera una mantita hecha de despojos. Si hipotetizamos una unificación bajo un solo lema, sumando a los cuatro integrantes con representación parlamentaria (excluyendo al partido ambientalista constitucional por su insignificante performance), habrían alcanzado 1.130.853 votos frente a 1.058.625, lo que les habría asegurado no solo una mayoría parlamentaria en ambas cámaras, sino también el Poder Ejecutivo en primera vuelta, ya que habrían obtenido el 50,17 % del total de votos. Realizar un análisis retrospectivo preciso requeriría que la Corte Electoral normativice la presentación de datos de cada elección a nivel informático, dada la discontinuidad y pobreza de lo actualmente disponible en su página web. No obstante, una revisión aproximada a partir de fuentes menos confiables pero de presentación regular de resultados me permitió elaborar el cuadro que refleja que, si una coalición hipotética se hubiera presentado desde el año 1999 —cuando debutó el régimen electoral actual— hasta la fecha, solo habría perdido en primera vuelta en 2004, pues el FA fue el único en lograr tal victoria hasta ahora. La Coalición habría eludido el balotaje en 1999, 2009, 2019 y en el presente año, quedándose a solo un punto de ganar en primera vuelta en 2014. Sin embargo, ¿están en condiciones de superar las bicentenarias disputas de blancos y colorados, encontrando las convergencias ideológicas y subjetivas que desde afuera les avizoramos? Las experiencias fugaces de convergencia en Montevideo y el Partido de la Gente en 2019, hasta ahora, lo han desmentido.
Mientras la Coalición debe preocuparse prioritariamente por retener a los electores de sus fracciones constitutivas, el FA tendrá que hacer un esfuerzo por conquistar adhesiones que le fueron esquivas en la primera vuelta. Creo que es muy poco lo que pueda conquistar en la franja de clase media o media alta, de inclinaciones políticas moderadas e interés por la oxigenación de sus ingresos. El máximo gesto que podría encontrarse en esta intención es en el anticipo de la futura designación del ministro de Economía, de perfil cuasiortodoxo. Me inclino a suponer que en el gran crecimiento del rechazo a las opciones debería anidar buena parte del electorado recuperable, como el que en la elección del 2019 produjo el crecimiento casi épico del balotaje.
En el artículo de la semana pasada grafiqué el alto nivel de descontento reflejado en los votos en blanco y anulados. A ello deben sumarse los 33.718 que solo introdujeron alguna o ambas papeletas con el sí de los dos plebiscitos constitucionales que estaban a consideración de la ciudadanía. Como la Corte Electoral, al menos hasta ahora, no publicó esta discriminación, es difícil saber qué tipo de disconformidad expresan esos electores, pero no se trata de un voto indiferente ni marginal, ya que los 118.725 representan cerca del 5 % del electorado, suficiente para inclinar definitivamente el fiel de la balanza electoral si una proporción significativa de ellos expresara el descontento por izquierda con el FA, pero a la vez el temor y animadversión ante la experiencia tortuosa de los cinco años de coalición reaccionaria.
El FA deberá pelear voto a voto, pero la perspectiva resulta favorable por la naturaleza cualitativa de la recuperación, además de los cinco puntos respecto a la primera vuelta de 2019. Por un lado, por el crecimiento en el interior, logrando algunos triunfos históricos, pero fundamentalmente porque volvió a expresar, electoralmente y de manera potenciada, el carácter de clase que nunca perdió en Montevideo. Ganó en 59 de los 62 barrios. Solo fue derrotado en los bastiones de la oligarquía y el rentismo: los coquetos barrios costeros de Carrasco, Pocitos y Punta Carretas. Si retomamos la hipotética coalición, ésta solo reforzaría la tesis de la clara impronta de clase, pues a estos tres barrios acomodados se sumarían otros del sureste costero y sus inmediaciones, como Punta Gorda, Malvín, Buceo, Parque Rodó, Parque Batlle, Centro y Tres Cruces. Refuerza la idea de que allí será poco lo que resta por conquistar.
Por el contrario, espero más de los desencantados de izquierda, aquellos a quienes habrá que invitar a debatir formas de reinserción y participación amplia, quienes deberán reflexionar si no es el momento de unirse a los vecinos de los barrios menos favorecidos, a los compañeros de trabajo, a estudiantes y jubilados que, al no aprobarse el plebiscito, percibirán aún menos que el salario mínimo; a los pobres del interior olvidado, y a todos aquellos que, bajo techos de chapas picadas, resisten la intemperie que augura la demoledora coalición.
Es momento de preguntarse si la batalla por cada voto no es también una lucha por el recuerdo de las tareas inconclusas, las posibles defecciones, los temores frente a la audacia, que sirvan no solo para resistir la decadencia actual, sino para reanimar al menos algo de la debilitada voluntad emancipatoria.