Hace unos días, en un programa radial en el que participo, intenté recordar (a los oyentes, a mis contertulios, a mí misma) el valor y la importancia de la verdad, la justicia, el bien. No me refiero a reivindicarlos. Un programa radial no da para tanto. Sin embargo, todo el mundo sabe que las palabras son poderosas, porque remiten a ideas que corren por debajo del lenguaje, y esas ideas son capaces de mover voluntades y hacer girar, por tanto, la rueda de los acontecimientos, en ese viejo sendero lleno de trampas, de precipicios y de campos en llamas al que llamamos historia. Dije, en ese programa, y a propósito de la guerra de Ucrania, que no nos olvidemos de la verdad, la justicia y el bien, especialmente cuando alguien, para explicar las causas últimas de tal o cual situación, se refiere a la economía. Claro que la economía es un móvil, un fundamento, una sólida explicación. La búsqueda del vil metal, el acceso a regiones, a productos o a mercados estratégicos, todo eso constituye motivos por los cuales la gente le pisa la cabeza a la gente desde edades inmemoriales, provoca invasiones, dolores, sacrificios y guerras. Y está muy bien señalarlo. Pero no es lo único a señalar.
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Si hablamos de la guerra de Ucrania y los intereses de las principales potencias mundiales, no deberíamos quedarnos solamente en el aspecto político y económico, porque eso es apostar a una imagen demasiado pobre, mediocre y mutilada del panorama en cuestión. Tendríamos que preguntarnos también, y en última instancia, por el lugar de la verdad, la justicia y el bien en todo ello. Recuerdo que, cuando lo dije, un oyente mandó un mensaje. Expresaba que mi comentario “estaba en las nubes” y que, en cambio, el análisis económico era el único sensato, puesto que se refería a la pura y dura realidad. El mensaje (que parecía “sensato”) era, en el fondo, aterrador, pues venía a constituir el paradigma de aquello que algunos filósofos han denominado “la sociedad del cálculo”. Era también la expresión generalizada de lo que todos o casi todos pensamos o sentimos (y me incluyo) la mayor parte del tiempo. Vivimos, sin tomar conciencia de ello, sumidos en un modelo neoliberal capitalista que nos induce a cierto estado mental al que llamamos “normalidad”. Se trata de la construcción de un sentido común determinado, en el que no hay lugar para los grandes retos o las grandes preguntas. No pongas el dedo en el ventilador, no te desvíes, no te pierdas, no te tuerzas, no te metas con esto o con aquello, no cuestiones, no revuelvas el avispero. Por el contrario, tenemos que domesticarnos a nosotros mismos, desarrollar una sensatez práctica por la cual adoptamos la sociedad del consumo, la sociedad del espectáculo, la sociedad del cálculo, como algo natural e inmodificable, que no se cuestiona sino que se acepta. No hay lugar a la duda, al análisis, y mucho menos a la alternativa. Sólo hay lugar a la adaptación, y por eso quien se atreva a cuestionarla, así sea preguntándose dónde quedan la verdad, la justicia y el bien en todo ello, será catalogado por lo menos de chiflado, volado, soñador, ingenuo o francamente idiota.
El modelo de la sociedad neoliberal en la que estamos sumidos exige de nosotros el conformismo total y absoluto. Hay un solo pensamiento. Hay una sola lógica, y esta es la lógica de los amos del mundo. Los ejemplos podrían multiplicarse. Si hablamos de la guerra de Ucrania, no podemos preguntar dónde se han quedado la verdad, la justicia y el bien, porque se trata de preguntas indecentes, salvo si las formulamos para acusar a uno solo de los contendientes: a Rusia. Rusia se merece todos los epítetos funestos, todas las maldiciones. Es posible. Pero en ese caso, también se lo merecen todas las restantes hipocresías, los manejos solapados, los juegos de poder impúdicos, la danza de la inmoralidad y el desenfreno de los intereses que manejan los otros, la OTAN, Estados Unidos, la Europa Occidental que pretendidamente se rasga las vestiduras y pone los ojos en blanco, y el séquito de sus esbirros acríticos, que se apoderan del discurso neoliberal, son más realistas que el rey, y salen, con teas encendidas, a defender los intereses de quienes jamás los defendieron ni los defenderán. La verdad, la justicia y el bien han pasado a ser, en la lógica antes referida, palabras huecas, inútiles, inconvenientes, propias de gente más o menos desequilibrada que no es capaz de poner los pies en la tierra y ha perdido el principio de realidad. Y sin embargo, hay que insistir en esas palabras, porque el principio de realidad no puede ser confundido con el conformismo y la pasividad.
No pocos intelectuales -incluso progresistas- han contribuido a que ese lenguaje neoliberal, práctico y sensato, totalitario y domesticador, socave incluso los pilares más profundos de nuestra racionalidad. Se trata de un lenguaje que genera creencias profundas, aún en quienes sufren, también profundamente, las consecuencias de este capitalismo salvaje, que genera violencia. La primera creencia es que así funciona el mundo, y por tanto hay que adaptarse (lo que implica ser consecuentes con el esquema, incluso a través del voto en las elecciones). La segunda creencia es que todo se reduce a la economía, al libre juego del mercado, a la ciencia (hablo de ciencias exactas, no de las otras) y a la tecnología, al aquí y al ahora. A fórmulas matemáticas y no a valores. A intereses de cálculo y no a ideas como esperanza, lucha, y por qué no utopía. La historia (que no es matemática ni economía) ha sido muerta y enterrada. Del presente hacia atrás, la hemos olvidado. Del presente hacia el futuro, simplemente no existe, y no existirá jamás, dado que (tercera creencia) estamos todos al final de la historia. Con nosotros se acaba todo. Hemos dicho la última palabra. Alguien podría objetar que, a pesar de todo eso, se sigue echando mano de las ideologías. Es cierto. Pero se trata de eso. De ideologías, y no de ideas.
Las ideologías se nutren de los dogmas o verdades impuestas, indiscutibles e inatacables, a riesgo de que uno sea catalogado como hereje, y no de las ideas como juicios acerca del mundo y su contraste con la verdad, la justicia y el bien. En el marco de las ideologías como dogmas, esgrimimos frases burdas (por falaces) y decimos que la razón, la libertad, la verdad y la felicidad están del lado de Estados Unidos y la OTAN, que Putin es un monstruo sediento de sangre (a su lado todos los restantes líderes mundiales son santos con un halo de oro sobre sus cabezas) y que Rusia encarna el Mal con mayúscula y todos los males derivados que puedan imaginarse. Aquí ya hemos caído en otra cosa. Aquí hemos caído en el mito, del que bebemos y comemos cada día de nuestra existencia. Dejo el asunto pendiente, mediante algunas preguntas: ¿existe el mito en nuestros días? ¿No era una cosa propia de leyendas, dioses, hadas, señores de los anillos? ¿Vivimos actualmente en el mito, y ese mito nos hace perder la perspectiva acerca del sentido y finalidad de las cosas? Intentaremos abordarlo en próxima columna.