Evita fue hija natural, humillada y excluida desde su nacimiento, y hostigada después con la mayor brutalidad por los oligarcas, que no le perdonaban el atrevimiento de no haberse resignado al delantal y la cofia de sirvienta. Hoy, al cumplirse 70 años de su muerte, siguen desenvolviéndose diferentes hipótesis sobre su figura y su obra. Si aceptamos que existe una Historia con mayúscula, que se nutre de la historiografía y de los cánones, y otra historia con minúscula en la que se inscribe el diminuto acontecer de los seres humanos en el tiempo y en el espacio, Eva Perón se ha ganado su sitial en ambas, aunque su imagen esté en permanente construcción, tironeada por diferentes miradas sociales y políticas. Más de una mujer de la política ha pretendido convertirse en Eva, sin lograrlo ni por asomo. Eva pertenece a muchas tiendas, dimensiones y mentalidades. A pesar de sí misma, escapa al justicialismo peronista. Trasciende también las diversas etiquetas que le han sido colocadas: puta y advenediza según la rancia oligarquía argentina, falsa promotora de la causa de la mujer para algunos feminismos contemporáneos, fascista fanática en la opinión de ciertos cultores de la izquierda latinoamericana. De todo hay en el vasto mundo de las interpretaciones. Por supuesto, ciertos hechos que hablan por sí mismos, con independencia de enfoques y consideraciones. Juan Domingo Perón forma parte de uno de los períodos más oscuros de la larga y sufrida historia de Argentina en materia de abusos contra la democracia y los derechos humanos. Inspirado seguidor del fascismo italiano y admirador de Benito Mussolini, contó con la declarada simpatía del uruguayo Luis Alberto de Herrera, quien celebró el triunfo peronista de 1946 en términos entusiastas, afirmando que Perón era un “punto de referencia trascendental para América del Sur y el pueblo oriental”. En el marco de su populismo autoritario, el gobierno peronista aplastó toda disidencia, restringió la libertad de prensa, censuró a casi todos los medios de comunicación y metió entre rejas a los políticos opositores, además de destituir a miles de personas en sus cargos en el gobierno, la educación y la justicia. Perón y Evita miraban con escándalo el menor desvío hacia su causa. Crearon la Comisión de Investigación de Actividades Antiargentinas, que perseguía a todos los que no siguieran la línea del partido. Y, sin embargo, mientras Perón se quedó en su sitial ominoso, el símbolo de Evita continuó creciendo, imparable, escapado del monolítico arquetipo peronista, a través de los mil y un canales de la devoción popular, encarnado en una multitud de obras de teatro, películas, musicales y novelas con mejor o peor fortuna. El dictador llegó a ufanarse de que había creado a Evita, pero hoy solo pervive bajo su sombra. Paloma San Basilio, Faye Dunaway, Flavia Palmiero, Nacha Guevara, Madonna, Esther Goris, Laura Novoa, Elena Roger y últimamente Natalia Oreiro la encarnaron. Más allá de tales representaciones, la Eva Perón histórica emerge como imagen y palabra, como cuerpo y como lugar político, como punto de convergencia y como mano gigantesca bajo la que se juntan todos los desventajados de este mundo: descamisados, seres sin esperanza y sin suerte, innominados, relegados, y para colmo objeto de todos los estigmas. Ella misma los sufrió, de punta a punta. Cuando nació fue inscripta en el registro civil con el apellido de su madre, Ibarguren y no Duarte, puesto que era hija natural. Su ambición de prosperar era pareja a su rencor de clase. Tenía muy claro quién era el enemigo y sus discursos de barricada estaban orientados en dos sentidos y objetivos unánimes: elevar a los de abajo y escarnecer a los de arriba. ¿Quién fue y quién es Evita? Es el populismo peronista, la riqueza casi fabulosa de la Argentina de posguerra, la voz denunciante de la desigualdad, la rabia de los pobres, la intención todavía errática, intuitiva y en gestación, de dar su lugar a la mujer. Es la capitana, la montonera, la trágica muerta cuyo cadáver terminó paseado por dos continentes, escamoteado, disfrazado, vilipendiado y sacralizado. Es el lujo de los vestidos de seda y pedrería, y la severidad casi estoica del traje sastre. Es la ascensión meteórica a la cumbre del poder, y la brevedad casi insólita. Es el misticismo de los números. Su vida política duró solamente siete años (cinco si se descuentan los dos de su enfermedad) y se murió a la edad de Cristo. Es el insulto y la afrenta a una clase hegemónica, de vieja tradición terrateniente, para la cual ninguna mujer del pueblo podía ser otra cosa más que puta, obrera o sirvienta. Es una intrusa en tal sentido, y una suerte de dictadora bienhechora en el otro, a la que solo era posible someterse, como ante una deidad que no admite réplica. En palabras de Eduardo Galeano, “La odiaban, la odian los biencomidos: por pobre, por mujer, por insolente. Ella los desafiaba hablando y los ofendía viviendo. Nacida para sirvienta […] Evita se había salido de su lugar”.
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Sin embargo, aunque su concepción del rol de la mujer era por lo menos equívoca, paternalista o matriarcal, quiso a su manera cambiar la condición femenina en la sociedad, y lo logró en gran medida. Hasta entonces las mujeres no votaban, no eran sujeto activo de derechos, y permanecían atadas al hogar bajo la égida masculina. La inmensa mayoría del pueblo argentino era pobre, y no existía nada remotamente parecido a un Estado de bienestar, ni una sola institución encaminada a corregir la brutal desigualdad imperante, salvo la esporádica, antojadiza y humillante acción de caridad. Para Evita, en el marco de su política social, “donde hay una necesidad, hay un derecho”. Puso en marcha la Fundación Eva Perón y promovió la construcción de barrios obreros, escuelas y hospitales públicos. Se ocupó de niños y de ancianos. En lo relativo a los derechos de la mujer, en 1949 creó el Partido Peronista Femenino. La Ley 13.010 reguló, después de varias décadas de aspiraciones, de proyectos parlamentarios y de luchas, “los derechos políticos de las mujeres”. Ella lo expresó con claridad: “Ha llegado la hora de la mujer que comparte una causa pública y ha muerto la hora de la mujer como valor inerte y numérico dentro de la sociedad”. Todo era rigurosamente vertical.
La conducción suprema residía en la propia Eva, y ella era quien tomaba todas las decisiones, al mejor estilo fascista (lo supiera, lo quisiera, lo sospechara ella o no). Fue autoritaria y despótica en su acción social. Confundió democracia con oposición conspiradora. Impulsó el populismo en todas sus variantes. Ejerció una simplificación dicotómica de la realidad y de la lucha por la igualdad. Pero hizo mucho por los más desvalidos, mostró que el camino de las reformas justas era posible, que la riqueza daba para todos y que con ella se podía construir un presente y un futuro menos miserable y más digno; y dijo cosas que siguen siendo verdaderas, le pese a quien le pese: “No puede haber amor donde hay explotadores y explotados. No puede haber amor donde hay oligarquías dominantes llenas de privilegios y pueblos desposeídos y miserables. Porque nunca los explotadores pudieron ser ni sentirse hermanos de sus explotados y ninguna oligarquía pudo darse con ningún pueblo el abrazo sincero de la fraternidad. El día del amor y de la paz llegará cuando la justicia barra de la faz de la tierra a la raza de los explotadores y de los privilegiados […] Que haya una sola clase de hombres, los que trabajan; que sean todos para uno y uno para todos; que no exista ningún otro privilegio que el de los niños; que nadie se sienta más de lo que es ni menos de lo que puede ser; que los gobiernos de las naciones hagan lo que los pueblos quieran; que cada día los hombres sean menos pobres y que todos seamos artífices del destino común”.