Milei, a cuya insensibilidad social, crueldad e inhumanidad hemos referido incansablemente desde estas páginas, ha anunciado que vetará la norma. Su justificación es la misma que emplea para todas sus medidas antipopulares: la obsesión por el equilibrio fiscal.
Según el artículo 83 de la Constitución, dispone de diez días hábiles desde que le sea remitida la ley para ejercer su veto, devolviendo el texto a las cámaras en el orden en que fue tratado. El texto objetado, ya sea parcial o totalmente, regresa a las comisiones que originalmente lo analizaron. Para insistir en la ley original, ratificándola sin modificaciones, los legisladores deben obtener un dictamen “de insistencia” con al menos dos tercios de los votos de los presentes, tanto en la cámara iniciadora como en la revisora. Macri, en un gesto que pretende disciplinar a los legisladores de su espacio que apoyaron la nueva ley, acompaña esta decisión de Milei, mientras que el sector más dialoguista de la oposición sugiere un veto parcial sobre algunos artículos controvertidos.
Sin embargo, parece que el gasto fiscal no le preocupa cuando se trata de organizar un pomposo desfile militar, comprar aviones militares norteamericanos de rezago, ni al destinar cerca de 300 millones de dólares a gastos reservados de la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE), una partida que, aunque anulada por el Congreso, ya parece haber sido erogada, burlando así la decisión parlamentaria. ¿En qué se han gastado esos fondos? Resulta imposible saberlo, dada la naturaleza reservada de tales partidas. Cada gobierno encuentra un uso peculiar para estos emolumentos. Uno de los más recordados fue el del Gobierno de De la Rúa, que utilizó esos recursos para sobornar legisladores en la aprobación de la ley de flexibilización laboral, otra de las tantas iniciativas antipopulares, que se ganó el mote de ley “Banelco”, por el nombre de la red de cajeros automáticos involucrada en la distribución de esos oscuros fondos.
Para trascender la amenaza particular que representa este veto en la Argentina, quisiera detenerme un instante en el uso rioplatense de este instituto al que considero profundamente dañino para toda democratización de la democracia, si se me permite el juego de significantes. No solo en casos tan nefastos y desalmados como el que hoy nos ocupa, sino de manera más amplia, como un mecanismo que refuerza el personalismo y la concentración de poder en los sistemas presidencialistas. Para ponerlo en los términos de Max Weber, si una persona tiene un derecho de veto, puede alterar opresivamente el resultado de una decisión. Tanto Argentina como Uruguay reformaron sus constituciones en 1994, reafirmando el veto como una herramienta de supuesto contrapeso de poderes, logrando, paradójicamente, exactamente lo contrario. A diferencia de la antigua Roma, donde el instituto del veto, conocido como "intercessio", desempeñaba un papel fundamental en la estructura republicana como un contrapeso al poder de las élites permitiendo a los tribunos de la plebe vetar decisiones del Senado y de otros magistrados, precisamente la clase patricia, el veto presidencial moderno es una herramienta que pretendería equilibrar la separación de poderes. Sin embargo, en lugar de eso, otorga al Poder Ejecutivo, ya de por sí concentrado y carente de pluralismo, la capacidad de bloquear a los demás o más particularmente al legislativo.
Este instituto surge en el contexto de las revoluciones modernas y el desarrollo del constitucionalismo, particularmente con la Constitución de los Estados Unidos de 1787, siendo sumamente influyente sobre las normas de independencia de América Latina, por caso en países como Argentina, Brasil y Uruguay, entre otros. Entre los argumentos falaces que se esgrimen, se sostiene que permitiría al Ejecutivo participar en el proceso legislativo, ofreciendo una segunda revisión de las leyes, o como un resguardo contra decisiones legislativas apresuradas, populistas o potencialmente perjudiciales para las minorías o el equilibrio del Estado.
Aunque varíe según las distintas constituciones, existen múltiples formas de ejercer el veto y de revertir su dominio. Desde el autoritarismo exacerbado del “veto irreversible,” que deja al Parlamento inerme y sin voz, hasta las variantes del veto total, parcial (como en Francia o Alemania) o suspensivo (como en la República de Italia), que permite la superación parlamentaria mediante diversas mayorías especiales, como ocurre en nuestras costas. El argumento de que en situaciones de alta polarización el veto evitaría una parálisis política, ignora que la polarización no se resuelve imponiendo autoritariamente uno de los polos, sino que requiere de un delicado equilibrio que el veto, por su naturaleza, no ofrece.
En la Quinta República francesa, el poder del presidente para vetar es limitado. Puede solicitar una segunda deliberación de una ley, lo que equivale a un veto suspensivo; sin embargo, el poder legislativo tiene la capacidad de reafirmar su decisión tras una nueva votación, manifestando la supremacía de la voluntad popular. En contraste, el ejercicio actual del presidencialismo se asemeja más al “veto regio” de la Edad Media, donde el poder del monarca era casi absoluto y toda decisión legislativa requería su aprobación directa. Aunque el término "veto" no se utilizaba en ese contexto, los monarcas ejercían un poder similar al rechazar propuestas de sus consejeros o parlamentos, como las Cortes en España o el Parlamento en Inglaterra. En las monarquías parlamentarias contemporáneas, como en el Reino Unido, Suecia o España, el veto regio ha quedado reducido a un símbolo, más que a una realidad. En estos sistemas, aunque el monarca sigue teniendo formalmente el poder de rechazar leyes, en la práctica, este poder no se ejerce debido al principio de soberanía parlamentaria y la costumbre constitucional. El acto de firmar las leyes por parte del monarca se ha convertido en una mera formalidad, y la posibilidad de veto ha quedado en el olvido, como un vestigio de un tiempo en que la autoridad se imponía sobre la voluntad de los pueblos.
El espacio me sugiere dejar para una próxima oportunidad un análisis detallado de los vetos ejercidos por los sucesivos gobiernos de ambas orillas del Río de la Plata. Esta reflexión reviste especial importancia, pues a finales de octubre, la ciudadanía uruguaya dejará atrás la distopía social de esta larga noche quinquenal no exenta de represión y corrupción del Gobierno actual de Lacalle Pou. Se abre un horizonte de esperanza con un programa de extensa y meticulosa elaboración colectiva al cual ya tuve ocasión de referirme y una fórmula presidencial inmejorable, combinando las mejores dosis de consenso, convicción y trayectorias, con deseada renovación generacional. Pero el progresismo, en su marcha, deberá también revisitar y someter a escrutinio crítico, la historia de los instrumentos políticos utilizados en el ejercicio del poder con el fin de perfeccionar su ejercicio. Entre ellos, la utilización del instituto del veto, ya que, no es grato admitirlo, ha habido ocasiones en general, y una en particular, en las que su uso sombrío ha dejado una huella amarga. Al límite de avergonzarnos.