El 30 de octubre quedará en los registros de la historia de Brasil. Ese día Luis Ignacio Lula da Silva volvió a ganar la presidencia, ahora por tercera vez, ante el candidato y mandatario Jair Bolsonaro. No se trató de una contienda más, ni de una victoria más del histórico líder del Partido de los Trabajadores (PT): la segunda vuelta estaba marcada por poner en juego dos modelos antagónicos de país. Lula lo había planteado desde la hora cero: democracia o Bolsonaro.
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La elección se vivió con una inmensa carga y tensión. El presidente, con su habitual quiebre de las convivencias democráticas, había vuelto a atacar al Tribunal Supremo Electoral (TSE) pocos días antes, dejando asentado un clima de incertidumbre. El mismo día de las urnas estuvo marcado a su vez por las numerosas denuncias del accionar de la Policía Vial Federal -bajo mando político del Ministerio de Justicia-, acusada de impedir el normal tránsito del transporte público en las zonas de mayor fortaleza de Lula, centralmente el nordeste de Brasil.
Por eso, cuando el TSE anunció la definitiva victoria de Lula la alegría detonó por todo el inmenso país. Brasil volvió a encenderse de fuegos artificiales, vuvuzelas, música, los ya habituales “fora Bolsonaro” y “ole ola Lula”, una verdadera fiesta hasta entrada la madrugada. Millones esperaban ese desahogo marcado tanto por la necesidad del regreso del expresidente, como de la partida de Bolsonaro luego de cuatro años que dejaron, entre otros saldos, el de casi 700.000 fallecidos por la pandemia y una confrontación político-social crónica y cada vez más violenta. La última imagen de esa violencia había ocurrido el día anterior a la contienda, cuando la diputada bolsonarista, Carla Zambelli, persiguió pistola en mano y en plena calle a un militante lulista.
Blindaje internacional
Se sabía desde antes de la contienda que el reconocimiento internacional jugaría un rol determinante. Eso que puede resultar secundario en otros países tuvo un lugar preponderante en Brasil en vista de la permanencia de las amenazas de Bolsonaro en no reconocer los resultados electorales y arrastrar el país a una crisis. Por eso los ojos estuvieron puestos en el orden y velocidad de los comunicados de los diferentes gobiernos del mundo, en particular el de Estados Unidos.
El proceso de pronunciamientos tuvo tres momentos. En primer lugar, los mensajes de los gobiernos progresistas de la región, como Andrés Manuel López Obrador de México, Luis Arce de Bolivia, Gustavo Petro de Colombia, o Nicolás Maduro de Venezuela. Poco después, cuando estaban recién comenzando los festejos, llegó el anuncio de la Casa Blanca que operó como gran legitimador del resultado electoral, con, en simultáneo, un freno a las aspiraciones más extremas de Bolsonaro. Finalmente se desencadenaron todos los reconocimientos, como los de los gobiernos español, francés, uruguayo o chino.
La fiesta en las calles y los reconocimientos estuvieron acompañados por un gran silencio que se notó particularmente el lunes en la mañana: el de Bolsonaro, quien no declaró, emitió comunicado o se manifestó para reconocer los resultados. Su silencio comenzó a pesar como una gran tensión que solo fue contrarrestada por dos elementos. Por una parte, los llamados telefónicos de Lula a Joe Biden, Emmanuel Macron, o Gustavo Petro, y el recibimiento de Alberto Fernández, quien fue el primer presidente en reunirse con el ahora electo mandatario brasilero.
Por otra parte, apareció en los medios una noticia poco sonada pero central: la primera comunicación entre el gobierno de Bolsonaro y el próximo gobierno, en particular entre el actual vicepresidente, Hamilton Mourao, y el nuevo vicepresidente electo, Gerardo Alckmin. También ocurrió un intercambio entre el jefe de la Casa Civil, Ciro Nogueira, y el jefe de campaña de Lula, Edinho Silva. Ambos indicaron que, a pesar del silencio, comenzaba un reconocimiento fáctico de la victoria de Lula.
La crisis a las rutas
Lo tensión fue no solamente por el silencio de un presidente que había amenazado con no reconocer los resultados desde el año pasado, sino porque comenzaron a multiplicarse los bloqueos de carreteras. El pico llegó el día lunes con más de 300 cortes repartidos entre 24 estados, con particular énfasis en el sudeste y sur, zonas fuertes del bolsonarismo, y protagonizados por camioneros que realizaron grandes despliegues, así como bolsonaristas a pie, en pequeños grupos, que comenzaron a desplegarse por diferentes puntos con banderas de Brasil.
El pico de crisis llegó el martes en la mañana cuando Brasil amaneció con 271 cortes, el silencio siempre de Bolsonaro, y la orden del Supremo Tribunal Federal de desalojar las rutas, decisión tomada luego por diferentes gobernadores, como el de San Pablo, Rodrigo García, aliado a Bolsonaro. “Las elecciones terminaron, vivimos en un país democrático, San Pablo respeta el resultado de las urnas y ninguna manifestación hará retroceder la democracia en Brasil”, afirmó el gobernador del principal estado económico y demográfico del país, particularmente afectado por los bloqueos, como el de la autopista al aeropuerto internacional, con la consecuente suspensión de vuelos.
Fue en esa escalada cuando Bolsonaro finalmente rompió su silencio. Lo hizo para dar un breve discurso sin derecho a preguntas por parte de los medios. Allí el mandatario se mantuvo en una zona gris: no mencionó la victoria de Lula ni reconoció su derrota, tampoco impugnó los resultados, habló de la “indignación y el sentimiento de injusticia por cómo se llevó a cabo el proceso electoral” que motiva las protestas, pero a su vez condenó “la restricción del derecho de ir y venir”. Y agregó: “Siempre he jugado dentro de las cuatro líneas de la Constitución”. Sus declaraciones fueron leídas por muchos como su reconocimiento implícito de los resultados, la señal de su imposibilidad de ir más allá para impedir su derrota en las urnas.
Esto último se complementó con las declaraciones de Nogueira, quien, luego de la toma de palabra de Bolsonaro, anunció haber sido autorizado para “iniciar el proceso de transición”. Horas antes la presidenta del PT, Gleisi Hoffman, había dado a conocer que el coordinador del equipo de transición será Alckmin, y que los equipos comenzarán los trabajos a partir del jueves en la capital, Brasilia. Señales o confirmaciones entonces del inicio del proceso de transición que deberá finalizar el 1º de enero con el cambio de mando presidencial.
Lo que sigue
La victoria de Lula fue épica. Significó revertir el impeachment contra la expresidenta Dilma Rousseff de 2016, su persecución judicial, mediática y política, su proscripción, encarcelamiento por 580 días, hasta salir en libertad el 8 de noviembre de 2019, armar un frente amplio para las elecciones y presentarse como candidato. “Quisieron enterrarme vivo y aquí estoy”, dijo el domingo en la noche durante su discurso de victoria rodeado de quienes lo acompañaron durante la campaña para la segunda vuelta. Su triunfo fue celebrado con una profunda emoción y expectativa, tanto en Brasil como por el progresismo latinoamericano deseoso de ver el regreso de Lula al Planalto.
Su regreso por la puerta grande de los votos no pudo opacar otra dimensión: la importante votación de Bolsonaro, que logró siete millones de votos más que en su primera vuelta y quedó a menos de dos puntos de Lula en el balotaje. El presidente volvió a demostrar no ser un hombre en retirada política, sino el principal liderazgo de la extrema derecha brasilera al frente del conjunto de la derecha. Bolsonaro y bolsonarismo llegaron para quedarse, y parte de la crisis desatada tras la derrota parece ser una estrategia apuntalar su futuro luego de la salida del palacio presidencial.
La derecha logró además buenos resultados tanto en las gobernaciones, con una mayoría de estados, como en el Poder Legislativo disputado en la primera vuelta. Esa situación anticipa lo que será un escenario complejo para el próximo gobierno que deberá enfrentarse a una derecha conducida en parte por Bolsonaro, con fuerza legislativa, regional y capacidad de movilización en las calles en el marco de una división nacional empujada cada vez más al límite por el presidente.
Lula, como se esperaba, realizó un discurso de necesidad de reencuentro luego de tanta confrontación. El futuro presidente tendrá ante sí varios desafíos, como gobernar ante una oposición que tendrá una parte confrontativa y otra seguramente negociadora -en particular en el Legislativo-, y encaminar los grandes cambios que precisa la mayoría brasileña, como, por ejemplo, revertir la crecida desigualdad. ¿Cómo hará Lula al frente, a su vez, de un gobierno hecho con base en un frente muy amplio? Será una respuesta que se verá en la conformación del gabinete, las agendas legislativas, la hoja de ruta de lo que será el tercer y último gobierno de Lula da Silva.