La población afrodiaspórica somos población africana. Fuimos forzadamente exiliadas y exiliados durante la trata transatlántica de los navíos negreros. Retomar vínculos con África no es un gesto simbólico menor: es un acto de justicia histórica. Que un afrodescendiente represente a Uruguay en Etiopía -sede de la Unión Africana- fortalece los lazos diplomáticos, culturales, políticos y de desarrollo, desde una legitimidad que nace de la historia y de la experiencia vivida.
Voté con orgullo porque es un hecho relevante para Uruguay, para la región y especialmente para la comunidad afrouruguaya. Nuestra democracia se reafirma cuando avanza en equidad real y no solo en discursos. El racismo no es un problema de los afrodescendientes: es un problema de toda la sociedad y, en particular, del sistema político, que debe asumir su responsabilidad histórica y transformadora. Ese día, en el Senado, no solo asumí una banca: afirmé una causa colectiva, una memoria viva y un compromiso irrenunciable con la justicia racial y la dignidad democrática.
La designación mencionada es una decisión política legítima, necesaria y profundamente coherente con los compromisos democráticos, antirracistas e internacionales del Estado uruguayo.
Debemos decir con claridad, que toda designación diplomática incluye un criterio de confianza política, independientemente del signo del gobierno. Esto ha sido así históricamente y no constituye una anomalía, sino una práctica reconocida en todos los sistemas democráticos. Cuestionar selectivamente ese criterio cuando se trata de un afrodescendiente revela una vara desigual que no es técnica, sino racializada.
En segundo lugar, exigir trayectorias educativas formales idénticas para personas afrodescendientes de generaciones históricamente excluidas es desconocer el racismo estructural que condicionó -y aún condiciona- el acceso real a la educación. Las personas afro no partieron del mismo lugar: el rezago social, la discriminación sistemática y la negación histórica de oportunidades limitaron la movilidad social durante décadas.
Evaluar hoy sin contemplar ese contexto es reproducir la injusticia bajo apariencia de “diligencia”. Mario Silva se formó en la militancia por los derechos afrodescendientes, una formación que no solo es válida, sino imprescindible para comprender procesos históricos, culturales y políticos que muchos títulos académicos no alcanzan a explicar. La diplomacia del siglo XXI no se reduce a credenciales técnicas: requiere sensibilidad política, legitimidad simbólica y capacidad de interlocución real.
Además, un embajador no actúa en soledad. Las embajadas cuentan con equipos diplomáticos de carrera que garantizan la gestión técnica. Pretender que una sola persona cargue con todas las exigencias del aparato estatal es un argumento falaz que solo aparece cuando se intenta bloquear avances simbólicos y reparadores. La elección de Etiopía no es menor: Adís Abeba es la sede política de la Unión Africana, uno de los centros neurálgicos de la gobernanza continental y del diálogo con organismos internacionales. Designar allí a un ciudadano afrodescendiente de la diáspora no solo es pertinente: es un gesto de coherencia, empatía y legitimidad histórica, que fortalece la posición de Uruguay en África y envía una señal clara de compromiso con la equidad racial.
Debe decirse también lo que suele ocultarse: el cuerpo diplomático tradicional no elige África como destino prioritario. La resistencia a estos nombramientos no responde a una preocupación por la idoneidad, sino a jerarquías coloniales aún vigentes que consideran ciertos territorios y ciertos cuerpos como “menos deseables”. Lo ocurrido en el Senado -la exposición humillante y la cacería política de algunos representantes de la oposición contra un afrodescendiente- no fue un debate técnico, sino una manifestación explícita de racismo institucional, disfrazado de escrutinio político.
Ese episodio confirma la necesidad de romper un círculo de exclusión centenaria. Las personas afrodescendientes estamos acostumbradas a esforzarnos el doble, a ser permanentemente cuestionadas, a ocupar lugares subalternos naturalizadamente: limpiadoras, sirvientas, cuidadoras; los hombres, relegados a las tareas más duras e invisibles. Esa herencia esclavista no fue desmantelada, sólo mutó en formas de opresión.
Por eso, cuando una persona afro se ha formado en la reivindicación social antirracista y es considerada idónea para representar al país, sus credenciales sobran. De lo contrario, las leyes, los discursos y los compromisos internacionales quedan atrapados en el papel y nunca se traducen en realidad. La designación de Mario Silva no es una concesión, es una afirmación democrática, una oportunidad de equidad racial: Uruguay no puede seguir hablando de igualdad mientras expulsa afrodescendientes de los espacios de visibilidad y poder