Jair Messias Bolsonaro, el sádico legislador que dedicó su voto destituyente contra la presidenta constitucional Dilma Rousseff al coronel Brilhante Ustra, que fue quien la torturó en el siniestro DOI de San Pablo, dejó de ser el presidente de la República Federativa de Brasil, la nación más poderosa, más grande y más poblada de América Latina.
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Lloran en silencio mientras preparan su venganza sus grandes amigos, los personajes esperpénticos salidos del genio pictórico de Goya, Mr. Donald Trump, su espejo en EE.UU, Víktor Orban (Hungría), Marine Le Pen (Francia), Matteo Salvini (Italia), Janet Jansa (Eslovenia), Andrzej Duda, líder del ultraderechista PIS de Polonia, sin olvidarme de sus amigos Aznar (España) y Macri (Argentina), así como de su propio vicepresidente el General Hamilton Mourão y los más de 6.000 oficiales de las Fuerzas Armadas que designó como ministros, jefes y secretarios en todas las dependencias estatales en su intento de militarizar simbólicamente a la sociedad brasileña.
Ya la centro izquierda gobierna al 88% de latinoamericanos y controla el 94% del territorio de la Patria Grande
Se incorpora de esta manera Brasil, el coloso norteño de 217 millones de seres humanos que habitan los 8.358.100 km2 de su territorio, a la Patria Grande progresista donde hoy 13 gobiernos de centro izquierda instalados en el 94% del territorio latinoamericano defienden los derechos del 88% de los pobladores de nuestra América, la pobre.
Son ellos en orden decreciente por cantidad de habitantes: Brasil, México, Colombia, Argentina, Perú, Venezuela, Chile, Bolivia, Cuba, Honduras, Nicaragua, Barbados y Granada. Quedan fuera del territorio progresista: Ecuador, Guatemala, Haití, República Dominicana, Paraguay, El Salvador, Costa Rica, Panamá y Uruguay además de algunas pequeñas islas y territorios del Caribe anglo-francés-holandés, representando esos 9 países en total, solo el 6% del mapa de América Latina y el 12% de sus habitantes.
Lula, apoyado por una alianza de partidos de izquierda y de centro y centro derecha cuya nave capitana fue el Partido de los Trabajadores (PT), superó la barrera de los 60 millones de votos, ganándole a su rival por 2.139.645 sufragios.
Apagados los sonidos de los festejos del discurso por la vida sobre los gritos vivando a la muerte y ya amortiguada por las fanfarrias de la obertura popular la pura adrenalina que inundó el cuerpo social del hermano país, corresponde preguntarse: ¿y ahora qué?
El problema para la social democracia de centro izquierda que representa Lula es cómo salir airoso de un país psiquiatrizado por la cultura impuesta por un régimen patético que se parapetó en el poder, después de destituir a la primera presidenta mujer del Brasil y encarcelar al rival que lo superaba por más del 20% en todas las encuestas, con la felonía de asegurar las arcas de los menos y la infelicidad de los más, asegurando que, a través de él, gobernaría un dios que defendería a la patria, a la familia y a la propiedad.
Se trata de cómo neutralizar esa nube tóxica, ese miasma hediondo que penetró en los pulmones de la mitad de los habitantes de ese gran país.
Con Gramsci decimos que la única forma es la persuasión, es la construcción de la hegemonía perdida. No se sale ingenuamente del estrés al que fue sometida la democracia brasileña por el enredo neuronal de don Jair Messias, solo obteniendo el gobierno por 4 años, más no el poder, sino construyendo una hegemonía cultural y política que penetre profundamente en las conciencias de esa mitad de ciudadanos que aún cree en el ectoplasma.
Pasar en el Brasil posbolsonarista del Homo demens al Homo sapiens es tarea de titanes, pero es la única posible, y es la tarea principal que Lula y sus seguidores tendrán que encarar con determinación, paciencia y humildad, en los 48 meses de la gestión que les encomendó la historia.
Porque, digámoslo con todas las letras, el gran triunfador de este balotaje fue el Homo demens que convenció a más de 7 millones de ciudadanos que no habían votado a Bolsonaro para que cambiaran su voto y lo depositaran a favor del gran pordiosero de ideas, aunque se lo habían prometido a Lula. Mientras que el tornero de la esperanza solo convenció a 3 millones de brasileños que modificaron su voto para impedir el triunfo de Bolsonaro, el hombre que tetanizó el pensamiento y el corazón de decenas de millones de brasileños.
Dónde están los 5 millones de votos del partido de centro derecha MDB liderado por Simon Tebet, que prometió sumarlos a Lula en el balotaje, dónde están los 3.600.000 sufragios del partido de izquierda PDB fundado por Brizola y liderado ahora por Ciro Gómes, que también, pese a sus dudas, decidió apoyar a Lula en la segunda vuelta. Estaban comprometidos más de 9 millones de sufragios posibles, sin contar los indecisos, mandatados para apoyar a Lula en el balotaje y solo le llegaron 3 millones. Y como no hubo aumento significativo de votantes en la segunda vuelta, salvo unas décimas porcentuales, ni tampoco aumentaron más que otras décimas los votos en blanco y anulados, la única conclusión posible es que esos votos no se abstuvieron, concurrieron y sufragaron y no fueron para quienes sus organizaciones habían resuelto que debían ir. Solo una tercera parte fue para Lula. Los otros dos tercios explican el aumento de 7 millones de votos para Bolsonaro. No hubo desobediencia pasiva abstencionista. Hubo desobediencia activa contra la opción democrática, dirigida a favor del proyecto delirante y pseudorreligioso propuesto por un capitán de nombre Bolsonaro que deshonró a su propia fuerza siendo expulsado del ejército.
Qué hacer ante un Homo demens que obtiene 58 millones de votos y se ensaña con la sociedad donde actúa.
Qué hacer entonces ante un Homo demens que obtiene 58 millones de votos, el 49,1% de la ciudadanía con un discurso sádico, que convierte el mercado en un vasto lupanar neoliberal, que deforesta en solo 12 meses 13.000 km2 del pulmón del planeta, la selva amazónica, que recorta sin dudar el 87% del gasto público en ciencia y tecnología y pasa la motosierra sin compasión a todo el gasto social que encuentra a su paso, ensañándose con la salud y la educación, que arroja a 27 millones de hombres y mujeres al castigo del desempleo y a 37 millones al subempleo en un total de 90 millones de trabajadores activos, mientras 41 millones de brasileños retornan a vivir en la indigencia, declarando la FAO que Brasil reingresó al mapa mundial del hambre del cual había salido cuando gobernaba la izquierda. La lista de las atrocidades del bolsonarismo es de una extensión que excede el espacio de estas reflexiones. Esa tarea estará a cargo de la historia.
La comparación con lo realizado en los 8 años de gobierno de Lula, de 2003 a 2011, es apabullante. Obtuvo un crecimiento económico con guarismos anuales que superaban el 7% del PIB, sin déficit fiscal y conteniendo la inflación. Pagó la deuda con el FMI y aumentó las reservas alcanzando estas los 290.000 millones de dólares en un récord jamás igualado en la historia de esa república. Y pese a ello privilegió el gasto social a montos sin precedentes sacando de la pobreza a 40 millones de compatriotas, creando la Bolsa Familia, que subsidió a decenas de millones de brasileños con una renta mensual en efectivo, inundando las universidades de negros y mestizos que jamás tuvieron la más mínima oportunidad de hacerlo, dignificando el trabajo femenino de las empleadas domésticas sin importarle la ira de quienes las explotaban. También en este caso la lista del reformismo social y económico de Lula excede los límites de esta nota. Solo recordar como muestra de su opción hacia los más desfavorecidos, y al desarrollo increíble logrado para su país, que Lula se retiró del gobierno con el 80% de aprobación en el índice de popularidad registrado por las encuestas y es el único estadista brasileño que por tercera vez asume la titularidad del Poder Ejecutivo de Brasil.
Y, sin embargo, pese a su éxito y la admiración de su pueblo, lo metieron 580 días en prisión por delitos que no existieron, siendo absuelto de todos los cargos. Y, sin embargo, solo le ganó al Homo demens por 1,8%.
Contestemos la pregunta. En primer lugar, reconocer que pese a que en las regiones más pobres se impuso Lula, hubo millones de desamparados y de desocupados que votaron a Bolsonaro, sin tomar en cuenta que el exmilitar siguió a pies juntillas el discurso del contralmirante argentino Arturo Rial ante los obreros municipales: “Recuerden que la revolución que derrocó a Perón se hizo para que el hijo del barrendero muera barrendero”. Sin tomar en cuenta la premonición de uno de los padres del capitalismo primitivo, Adam Smith, hoy derrotado por el implacable capitalismo financiero: “No puede haber una sociedad floreciente y feliz cuando la mayor parte de sus miembros son pobres y desdichados”.
Más directa sobre esta irracional contradicción entre los desheredados de la tierra, fue Eva Duarte de Perón, la Evita que fuera el motor emocional de la lucha de los trabajadores contra la oligarquía argentina: “Triste el pobre que oliendo bosta se cree el dueño de las vacas”.
¿Por qué una porción importante de desamparados optaron por integrar esa falange fanática de 58 millones que votaron a Bolsonaro?
Quizás por la prédica pentecostal, o por el capitalismo del deseo que les promete el bienestar consumista que los hunde más en la pobreza, o quizás porque la tontería es infinitamente más fascinante que la inteligencia porque esta tiene un límite y la tontería no, o quizás por haber caído en esa lógica implacable de masas tan incrédulas de todo como dispuestas a creer en las mayores desmesuras, o por no saber distinguir entre el personaje y el ser humano, cuando Bolsonaro es claramente un 90% personaje y solo 10% ser humano.
Qué hacer ante esta inexplicable realidad.
«Si los pobres comienzan a razonar, todo está perdido» (Voltaire)
Gobernar es hacer creer, es convencer. El marketing de las derechas es modelar conciencias con el poder económico y mediático que detentan. El marketing de las izquierdas no puede ser otro que el de escuchar a la gente para ofrecer respuestas a sus necesidades.
Lo primero entonces es escucharlos y persuadirlos. Voltaire ya lo advertía: “Si los pobres comienzan a razonar, todo está perdido”.
Lo segundo es no subestimar al adversario. Más allá de su bizarro dirigente, Bolsonaro logró constituir un movimiento político coherente y unido por el odio a toda equidad social, que llegó para quedarse. Logró la gran victoria cultural de ser admitido como el organizador de la violencia de la derecha contra los que son identificados como la antipatria, la antifamilia, la antirreligión y la antipropiedad. Y por primera vez decenas de millones de brasileños legitiman esa violencia contra la izquierda. El Brasil que conocíamos ya no existe más. Bolsonaro proclamó sus exequias. Lula debe releer a Tsun Tsu: “Para derrotar a tu adversario, primero hay que conocerlo”. Aún la izquierda brasileña no ha podido desentrañar con precisión el fenómeno popular de la psicopatología del movimiento político liderado por el capitán Bolsonaro.
Lo tercero es evitar los errores del pasado. No perder la oportunidad en estos 48 meses.
Soy consciente de que si Lula no pudo en sus 14 años de gobierno -sumando a sus 8 años los casi 6 años que gobernó Dilma Rousseff, destituida con los votos de 594 legisladores de los cuales 318 estaban siendo indagados por la Justicia penal por corruptos- modificar las estructuras injustas del sistema hegemónico ni disminuir la brecha de la desigualdad, tampoco podrá hacerlo ahora, con la mayoría del Parlamento corrido hacia la derecha y la mitad de los gobernadores en contra y la mitad de la población también, sin contar el enorme poder económico y mediático que no le dará respiro. Como tampoco pudieron hacerlo Getulio Vargas cuando decidió enfrentar a la oligarquía y terminó quitándose la vida como testimonio de su lucha, ni Jango Goulart, cuando al anunciar la reforma agraria fue de inmediato derrocado por las Fuerzas Armadas controladas por la plutocracia.
Si en el pasado, como bien lo explica Giancarlo Summa, Lula tuvo que buscar aliados en el centro derecha para sacar de la pobreza a 40 millones de indigentes, pagando el precio de concesiones que la izquierda nunca alojó en su programa, como la exención de impuestos a los dividendos del capital o los grandes beneficios al agronegocio o la mediatización de la reforma agraria, manteniendo indemne el statu quo de la desigualdad, privilegiando su tarea de moderar las contradicciones, ¿cómo hará ahora para restituirles la dignidad perdida a los 41 millones de pobres y a los 64 millones de desocupados y subocupados, sobre todo teniendo en cuenta que ya no contará con el boom de los precios de los commodities y las enormes exportaciones de sus productos a China? El grito desesperado de una reforma tributaria castigando a las grandes fortunas, para que pague más quien más tiene, para obtener los recursos que permitan sacar del fangal a millones de postergados, no va a ser aprobado por un parlamento, que por más acuerdo que haga Lula, la mayoría de sus curules no va a mutilar a la clase que los alimenta. Y mucho menos con un Poder Judicial altamente politizado y dividido que avaló durante mucho tiempo barbaridades jurídicas y corrupciones internas jamás vistas y unas Fuerzas Armadas cuya mayor parte admira a Bolsonaro, aunque no sean golpistas porque no cuentan con Trump en la Casa Blanca y porque saben que no están dadas las condiciones objetivas y subjetivas para hacerlo.
Las cuatro banderas para encontrar la chispa que encienda el paradigma dormido
Planteadas así las cosas, hay dos opciones. O se apela a la movilización de las masas en las calles para aplicar el programa que la izquierda siempre prometió o se retorna al proyecto pragmático de obtener lo más posible para la causa del pueblo, como afirmaba siempre el socialista Miterrand: “Hacer lo que se pueda allí donde se está, no conozco otra moral”.
Si se opta por lo primero, la izquierda corre el riesgo de no terminar su mandato, corre el riesgo de caer en el radicalismo verbal que no conduce a nada, descartando la acción política moderada que con persuasión y penetración cultural, apoyadas por determinados aliados y masas movilizadas, puedan llevar a cabo ciertas propuestas para, por lo menos, obtener la refundación de las reformas que tumbó Bolsonaro.
Sin embargo, si se apela a la opción pragmática y reformista, Lula no debe olvidarse de que la ingenua armonía no puede ser la fórmula para resolver el dilema, el conflicto existe y la confrontación seguirá existiendo. Creemos que las grandes reformas nacen del conflicto y de la confrontación, pero esta debe ser dialéctica y pacífica, como siempre lo sostuvo la izquierda, el mayor democratizador de la historia universal, hasta que tuvo que apelar al derecho constitucional de rebelión cuando las dictaduras económicas y políticas ocuparon el poder por la fuerza del dinero o de las armas.
Si se sigue ese camino realista, toda la energía, además de restaurar todo o parte de lo destruido, debe estar destinada a la construcción de la hegemonía cultural y política, dañada por Bolsonaro. La acumulación más difícil no es la acumulación de la riqueza que persigue la derecha o la acumulación de fuerzas que persigue la izquierda, sino la acumulación de la inteligencia ética y la acumulación de la persuasión cultural.
Para ello, Lula, con su formidable carisma y lucidez e inmensa capacidad de mediación, debe dirigirse a las masas extraviadas con un compromiso emotivo, con una construcción política que apele a lo subjetivo. Sin ciertas dosis de magia primitiva no se podrá construir la hegemonía que necesita el pueblo de esa nación.
Pero la mirada no solo debe estar puesta en los marginados. Sin seducir cultural y económicamente a las capas medias, a las pequeñas y medianas empresas, sin construir una sólida alianza con una porción de la burguesía nacional, como lo hizo Perón en su primer gobierno de 1945, cuando enfrentó al gran capital terrateniente, será imposible reconstruir el tejido social y político destruido por Bolsonaro.
El reformismo pragmático de Lula sin renegar de sus principios destinados a desarmar las injustas estructuras del sistema alienante de la dominación, y sin desertar del objetivo final que es la emancipación de los pueblos, debe levantar las banderas del desarrollismo nacional distribucionista dentro del capitalismo dependiente cuasi periférico en el que se encuentra Brasil, con las armas de la participación popular permanente, la solidaridad social, la equidad distributiva y la impecable honradez administrativa. Este último punto es fundamental para la persuasión y la credibilidad. Que la derecha sea corrupta no le llama la atención a nadie, es como si un perro muerde a un hombre. No es noticia. Si un izquierdista se corrompe, el molde neuronal se rompe, el ADN igualitario se quiebra y la utopía se desvanece. Es como si el hombre muerde al perro. Es inadmisible.
El pragmatismo de la segunda vía no implica que la alianza del lulismo que derrotó a la distopía baje los brazos resignados y deje de buscar en los recovecos de la zigzagueante historia la chispa que encienda el paradigma dormido que cautive a los más, para organizar pacíficamente las batallas políticas del futuro.
A partir del 1º de enero el mundo pasará a observar con atención el gobierno de Lula, cuya influencia en la geopolítica mundial puede modificar parcialmente la correlación de fuerzas, donde la derecha gana posiciones en todos los frentes, haciendo retroceder a la socialdemocracia, a la de izquierda, pero también a las de centro derecha, con algunas pocas excepciones que confirman la regla.
Nos encontramos ante la situación que explicaba el genio de Antonio Gramsci cuando estaba preso por el fascismo, en su ya clásico Quaderni del carcere citado por Roberto Savio: “El viejo mundo está muriendo a distancia y el nuevo mundo lucha para nacer; ha llegado el momento de los monstruos”.
Lula ya tiene su Excálibur. Confiamos en que sabrá usarla.