Camp David, la residencia de descanso de los presidentes de Estados Unidos, es un ícono de la diplomacia de Washington. Fue precisamente en ese escenario rústico en las montañas de Catoctin, en Maryland, donde el 17 de setiembre de 1978 se firmaron los recordados Acuerdos de Camp David entre Egipto e Israel, con la mediación de los Estados Unidos, que establecieron los principios generales para llegar a la paz en la región, la retirada israelí de la península del Sinaí, la normalización de las relaciones entre ambos países y la autonomía para los palestinos en Cisjordania y la Franja de Gaza.
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"Dos grandes líderes, grandes para la historia de sus naciones, el presidente Anwar el-Sadat y el primer ministro Menahem Begin, han demostrado más coraje, tenacidad e inspiración que cualquier general dirigiendo hombres y máquinas en el campo de batalla", dijo Jimmy Carter, el entonces presidente de EEUU y protagonista en las negociaciones de paz.
45 años después el escenario es el mismo, los protagonistas son otros y, fundamentalmente, el contexto geopolítico, los objetivos y los resultados son diametralmente opuestos.
El 18 de agosto concluyó la cumbre entre los líderes de Estados Unidos, Japón y Corea del Sur, Joe Biden, Fumio Kishida y Yoon Suk-yeol, donde el tema principal y prácticamente excluyente no fue, como la anterior, la paz y la estabilidad regional, sino fortalecer la cooperación militar trilateral para enfrentar el “comportamiento peligroso y agresivo” de China en el Pacífico y la carrera armamentística de Corea del Norte.
La reunión entre los tres mandatarios es la primera que se celebra de manera independiente y no en los márgenes de un foro multilateral (como ocurrió en el G7 de Japón en mayo pasado) y también la primera que Biden, desde que asumió la Presidencia, recurre a ese lugar para recibir a líderes internacionales, simbolizando la importancia estratégica que para Washington asumía el encuentro con Tokio y Seúl.
La relación entre los dos países asiáticos ha sido particularmente tensa desde que, en 1910, la península coreana fue anexada por el imperio japonés a través de un polémico tratado que dio inicio a un periodo de dominio nipón que se extendió hasta el final de la Segunda Guerra Mundial.
Durante casi medio siglo, Tokio impuso en la península un gobierno conformado por un gobernador y por oficiales militares nombrados por el emperador, y casi 8 millones de coreanos fueron reclutados como soldados o como trabajadores esclavos desde la etapa previa hasta el final de la guerra.
El destino de las mujeres coreanas fue aún peor y decenas de miles de ellas fueron forzadas a trabajar en prostíbulos creados para satisfacer a los soldados japoneses. Se estima que fueron más de 200.000 las llamadas “mujeres de confort” incluyendo coreanas, chinas y filipinas que corrieron igual suerte.
Sin embargo, el creciente poder de China -a pesar de ser el principal socio comercial de ambos países- y la amenaza de Corea del Norte, han contribuido a un acercamiento entre Japón y Corea del Sur, y Biden pretende consolidar estas relaciones en su objetivo geoestratégico de aislar y suprimir a la segunda economía del planeta y principal socio comercial de más del 70 % de los países del mundo.
Hasta el último momento los presidentes debatieron el texto del comunicado final para referirse a China.
El documento final bautizado como "el espíritu de Camp David", optó por un lenguaje que sorprendió a propios y ajenos por la dureza de sus enunciados, y definió como "peligroso" y "agresivo" el comportamiento de Beijing en el Mar de la China meridional, uno de los enclaves estratégicos más relevantes del planeta donde, a través de sus aguas, transcurre la segunda ruta marítima más transitada del mundo.
Con una superficie de 3.500.000 kilómetros cuadrados, ese mar baña las costas de Brunéi, el sureste de China, Indonesia, Malasia, Filipinas, Vietnam y la isla de Taiwán, que desde hace décadas es escenario de disputas y reclamos entre esos Estados, que ostentan el mayor crecimiento económico promedio del mundo.
Más allá de que el anfitrión de la cumbre declarara al final con la ambigüedad (¿cinismo?) que lo caracteriza, que "esta cumbre no se trataba de China... Pero China obviamente surgió”, es más que evidente que el objetivo de la invitación de Biden a sus homólogos asiáticos fue "abordar el desafío de China” y explícitamente responsabilizarla por las disputas marítimas en los mares de China Oriental y Meridional con los países y todos miembros de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiatico (ASEAN por sus siglas en inglés), que tiene a la República Popular como su principal socio comercial y financiero.
El Ministerio de Relaciones Exteriores chino presentó “protestas formales” contra la declaración de Camp David que "viola gravemente las normas fundamentales que rigen la política y las relaciones internacionales”. Según el portavoz Wang Wenbin, su país "está decidido a continuar salvaguardando firmemente su soberanía y sus intereses de seguridad y trabajará con los miembros de la ASEAN para salvaguardar decisivamente la paz y la estabilidad regionales".
Beijing también acusó a los tres líderes de “difamar y atacar a China en asuntos relacionados con Taiwán (también mencionada en el comunicado final) y cuestiones marítimas, de interferir flagrantemente en los asuntos internos de China y de sembrar deliberadamente discordia entre China y sus vecinos”.
Uno de los resultados más importantes, de lo que para Biden se trató de “un día histórico”, fue la firma de un acuerdo regional de seguridad que incluye una cláusula conocida como “obligación de consulta”, un entendimiento que establece que las tres naciones considerarán cualquier amenaza de seguridad contra una de ellas como una amenaza para todas, lo cual implicaría una discusión mutua sobre cómo responder.
El trío de mandatarios también acordó la realización anual de ejercicios militares conjuntos de tierra, mar, aire, espacio y ciberespacio; la creación de una línea directa para comunicarse de manera más ágil ante cualquier tipo de crisis que pueda afectar a la región del Asia-Pacífico (que evoca la emblemática noción del “teléfono rojo” utilizado entre EE. UU. y la Unión Soviética durante la Guerra Fría); y celebrar cada año (“no solo este año, ni el próximo, sino siempre” afirmó Biden) cumbres para consolidar la colaboración a tres bandas entre Washington, Seúl y Tokio.
Si bien las diplomacias estadounidense, japonesa y surcoreana fueron cuidadosas en la forma en que definen el nuevo acuerdo, nadie puede dudar que se trata de una nueva instancia de cooperación promovida y liderada por Washington para militarizar las relaciones con Beijing y que se suma al conocido como Quad (por cuadrilátero en inglés), que desde 2007 agrupa a Estados Unidos, India, Japón y Australia y a la constitución, hace dos, de Aukus (acrónimo en inglés de Australia, Reino Unido y Estados Unidos ), un pacto de seguridad entre esos tres países. En todos los casos con el objetivo declarado de contrarrestar la influencia china en Indo-Pacífico y en los tres casos alterando seriamente el escenario de seguridad de la región cuyas consecuencias para la paz mundial son difíciles de vislumbrar.
Aún tomando en cuenta que esta nueva alianza militar no contempla el artículo 5 de la OTAN, que establece que un ataque a uno de los miembros se considera un ataque a todos, para la República Popular este nuevo acuerdo, sumado a Aukus y Quad, representa el intento de Estados Unidos de establecer una especie de “mini-OTAN en Asia-Pacífico”.
Estados Unidos y muchos analistas occidentales evitan el término y, en cambio, hablan de una mayor cooperación en materia de seguridad y defensa y de la importancia de una región del Indo-Pacífico “libre y abierta”. ¿Qué otro nombre sino “guerra fría” para definir la presión diplomática, la guerra económica y las provocaciones militares sobre China por parte del presidente Biden?
Aunque lo nieguen, si tiene 4 patas, cola y ladra, es un perro. Y, por más que lo disfracen con generalidades insulsas y promesas incumplibles, el autodenominado “Espíritu de Camp David” es el “Espíritu de la Guerra Fría”.
Cuatro días después, en la otra orilla del océano, se inauguraba la Cumbre número 15 de los BRICS.
Del 22 al 24 de agosto, los presidentes de Brasil, Rusia (por vía telemática), India, China y Sudáfrica -sumados representan más del 42 % de la población mundial, el 30 % del territorio del planeta, más de la cuarta parte del Producto Interno Bruto (PIB) y casi un quinto del comercio mundial- se dieron cita en Johannesburgo, la ciudad más importante de África austral.
Desde su creación en 2009, inmediatamente después de la crisis financiera occidental, el bloque expresó la creciente importancia del mundo en desarrollo y representó y articuló el deseo de una alternativa al orden internacional dominado por occidente desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Un año después, la incorporación de Sudáfrica aumentó su representatividad global y su legitimidad.
Como ninguna de las anteriores, esta cumbre despertó el interés de todas las cancillerías, organismos internacionales y la sociedad civil de todo el mundo: los 5 presidentes debían discutir la incorporación de nuevos miembros, los primeros desde 2010, una de las reformas más importantes de la historia del BRICS.
Finalmente, y luego de analizar 23 solicitudes de adhesión, los mandatarios aprobaron la incorporación al bloque -a partir del 1 de enero de 2024- de Arabia Saudita, Argentina, Egipto, Emiratos Árabes Unidos (EAU), Irán y Etiopía.
La extensión del BRICS va mucho más allá del fortalecimiento económico e institucional que significa la adhesión de esos seis países.
El aumento de sus miembros (y la lista de espera de candidatos a socios) es la expresión política y conceptual de la voluntad del mundo en desarrollo -que hoy representa el 85 % de la población del planeta y el 60 % del PIB mundial- de reformar (no de sustituir) el sistema de gobernanza mundial posterior a 1945 para que le sean concedidos los derechos y reconocido el protagonismo al Sur Global. Es también sumar nuevas voces que exigen a los países desarrollados participar de un desarrollo justo y basado en el respeto de las diferencias de modelos de gobierno, ideologías y culturas. En fin, la ampliación de BRICS es también la extensión de su reconocimiento como la fuerza más determinante para construir un nuevo modelo global, una plataforma de cooperación para salir de la periferia impuesta por el Norte.
Una reflexión/constatación: la XV Cumbre refleja la simbiosis diplomática y conceptual BRICS-China y de la importancia de esta para los BRICS y de estos para la República Popular.
Es China, y su compromiso con la cooperación entre los países emergentes y el diálogo entre estos y el mundo desarrollado, quien le aporta al foro la cuota de fuerza y credibilidad para promover un multilateralismo renovador e inclusivo en oposición al unipolarismo hegemónico occidental. Por su parte, son los BRICS la herramienta más importante y representativa para promover los cambios y reformas al orden mundial que se propone Beijing; y el instrumento más idóneo para la construcción de “una comunidad con un futuro compartido para la humanidad” de Xi Jinping, santo y seña de la política exterior de la potencia asiática.
El espíritu de los BRICS quedó expresado en la “Declaración Johannesburgo II” aprobada por la cumbre sudafricana BRICS y África: Asociación para el Crecimiento Mutuamente Acelerado, el Desarrollo Sostenible y el Multilateralismo Inclusivo.
Sus 94 artículos y sus siete capítulos abundan en conceptos como asociación para un multilateralismo inclusivo, asociación para un crecimiento acelerado mutuo, asociación para el desarrollo sostenible, profundizar en los intercambios entre personas de los BRICS para mejorar el entendimiento mutuo, la amistad y la cooperación y fomentar un entorno de paz y desarrollo.
Desarrollo sustentable, cooperación, multilateralismo, paz. Son esos y no otros los rasgos esenciales del espíritu de Johannesburgo que son los mismos que lo distinguen y contraponen al espíritu de Camp David.