El pasado 10 de julio una noticia sacudió la campaña preelectoral en Brasil. En Foz do Iguazú, Marcelo Arruda, guardia municipal, y líder del PT en la localidad, fue asesinado por un simpatizante de Bolsonaro cuando festejaba su cumpleaños número 50 en la Asociación Deportiva Salud Física de Itaipú.
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La fiesta de cumpleaños estaba decorada con motivos del PT y la imagen de Lula.
El iracundo bolsonarista, Jorge José da Rocha Guaranho, un guardia de la prisión federal paró su auto delante del local a los gritos de “Bolsonaro es el mito y ustedes hijos de puta cabrones”. Estando dentro de su auto, con una mujer y un bebé, sacó un arma y apuntó a los invitados. Dijo que volvería a matar a todos y volvió con un arma en la mano y disparó contra los asistentes. Arruda, luego de ser herido de gravedad respondió el ataque con su arma, hiriendo al agresor. Hasta acá los hechos.
Las elecciones del próximo octubre están enmarcadas en un clima de violencia política, como nunca desde 1985. Violencia estimulada en primer lugar por su irresponsable presidente, Jair Bolsonaro. Quizá lo haya marcado su segundo nombre Mesías. Y efectivamente se autoperciba como tal. Nadie está ajeno a poder delirar, pero vaya como apreciación subjetiva que me basta verlo actuar y analizar fijamente sus expresiones, para inferir que algún circuito no le funciona del todo bien.
Ha promovido niveles de violencia desde antes de ser elegido presidente. Reivindicador de la dictadura militar y de probados torturadores. Promotor del armamento de la población. Promotor de violencia política a pesar de su investidura. Lo hizo contra autoridades judiciales, contra periodistas, particularmente mujeres y contra algunos medios de comunicación. También lo ha hecho incluso contra antiguos colaboradores. Y contra el Tribunal Superior Electoral al cuestionar el voto electrónico; mismo voto con el que resultó electo. Cuestionamiento sobre el que ha insistido y que seguramente pretenda usar como fundamento de no acatamiento del resultado electoral si resulta perdedor. Cosa que la derecha, en general, suele hacer en nuestro hemisferio.
Y con relación al caso de Foz de Iguazú, vale tener presente que en la anterior campaña electoral en un acto en Acre y con un arma de grueso calibre en la mano, arengó a sus seguidores al grito de: “Vamos fuzilar a petralhada aquí do Acre” (Vamos a fusilar a la pandilla del PT aquí en Acre).
Sobre la base de apelar a los sentimientos más primitivos de las personas hizo una campaña caracterizada por el odio y la violencia. Y tuvo el respaldo de los grandes medios de comunicación, de la elite empresarial, de partidos políticos de la dispersa geografía electoral brasileña, de iglesias evangélicas y por altos oficiales del estamento militar, particularmente del Ejército del cual Bolsonaro fue expulsado cuando era capitán. Con esos respaldos en la segunda vuelta de 2018 obtuvo 57.700.000 votos (49,79 %) contra 47.040.819 (40,59%) votos de Fernando Haddad del PT y 2.493.830 (2,1 %) votos en blanco y 8.616.592 (7,4%) votos nulos.
Si bien ha perdido parte de los apoyos que lo llevaron a la presidencia, en términos de la estructura de poder de la sociedad brasilera, Bolsonaro cuenta todavía con el apoyo del sector agroexportador latifundista; de un sector de los militares del Ejército que hoy detentan el control de la estructura militar brasilera y de las iglesias neopentecostales. Y de una parte importante de su población.
Ahora bien, pensar que esto es solo responsabilidad de la personalidad eventualmente psicopática de una persona, por más presidente que sea, es simplificar el escenario de una sociedad.
La sociedad brasilera en su evolución histórica no estuvo exenta de violencia. En Brasil, país de dimensiones continentales de 8.500.000 de kilómetros cuadrados, dicha evolución no ha sido homogénea. La oligarquía brasilera, con sus peculiaridades según la región de origen, a lo largo de los siglos, se ha caracterizado por la represión de cualquier manifestación de los de abajo. En el noreste perduran todavía los “coroneles”, hacendados que se hacen llamar como tal. Según plantea Víctor Nunes Leal en Coronelismo, azada y voto, el “coronelismo” (así se le conoce al fenómeno) se origina en la distribución de los latifundios en Brasil que surgió con las capitanías generales. En un estado brasileño incipiente, el municipio terminó siendo un centro de poder y así los grandes terratenientes gobernaron sin prácticamente regulación alguna, al más puro despotismo”. Que en muchas zonas se mantiene hasta el presente.
En regiones todavía puede existir el esclavismo, de larga tradición en el desarrollo económico brasilero. En agosto pasado se conoció, que en Río de Janeiro, no ya en el noreste, 23 trabajadores paraguayos y un brasileño estaban encerrados en condición de esclavizados en una fábrica clandestina de cigarrillos en un galpón en Duque de Caxias en la Baixada Fluminense. En este caso aparentemente por parte de una banda criminal que hasta el momento no han trascendido las conexiones que pudiera tener.
Y ni hablar en la zona amazónica donde hace poco tiempo aparecieron asesinados Dom Phillips, un periodista inglés corresponsal de The Guardian y Bruno Pereira, un indigenista brasilero, funcionario en licencia del ente gubernamental Fundación del Indio (Funai). Según la agencia Télam, respecto al periodista inglés, Bolsonaro había comentado que “ese inglés (Phillips) era mal visto en la región, porque hacia muchas notas contra garimpeiros (buscadores de oro ilegales en tierras indígenas) y notas sobre cuestiones ambientales. Entonces en esa zona muy inhóspita mucha gente no gustaba de él. Debería haber redoblado la atención y decidió hacer una excursión”.
Más que el comentario de un jefe de Estado parece el de un vecino lugareño de esa zona alejada de cualquier autoridad gubernamental. Y seguramente ante esos comentarios la apelación a la violencia es un camino relativamente allanado.
Los sectores poderosos, detentadores históricos de los destinos de Brasil desde la colonia, se consideran los únicos capaces de definir los destinos de la nación brasilera, y actúan en consecuencia. Lo peor es que hay sectores medios, que nunca van a alcanzar su ascenso a la elite, que también resultaron estar molestos por el ascenso logrado por los sectores populares durante los gobiernos de Lula. Esto suele suceder con sectores medios despolitizados, que una vez que se estabilizan como tales, les molesta el ascenso social de aquellos que están más sumergidos. Trascendió que durante los gobiernos del PT había quienes protestaban porque los sectores bajos podían viajar en avión al interior de Brasil. Entendían que los sectores populares solo podían viajar por las rodoviarias (estaciones de autobuses) y no por los aeropuertos, donde la presencia de esos sectores los incomodaba.
Soslayan valorar que el destino de una sociedad y fundamentalmente su estabilidad depende de la posibilidad de ascenso social de los sectores populares. No solo por el contenido ético ínsito en atender las necesidades de los sectores más sumergidos, sino porque el bienestar y las posibilidades de atender las necesidades de aquellos sectores más sumergidos van en relación directa con el aumento del consumo que por su parte favorece al conjunto de los sectores medios. Pero esto parece que les cuesta entenderlo. Esta lógica de razonamiento de esos sectores no es exclusiva de Brasil, ocurre también en nuestro país.
El papel creciente de los militares durante el gobierno de Bolsonaro
Ni hablar que durante el gobierno del presidente Bolsonaro los militares que muchos se consideran, no solo en Brasil sino en muchos países del continente, los custodios finales de la defensa de la nación, han ocupado lugares como no los tuvieron ni siquiera durante la dictadura brasilera. Hoy hay cerca de 9.000 militares distribuidos en cargos de gobierno. Y no solo retirados, también en actividad. Muchas veces militares retirados que ocupan cargos públicos, por un malentendido sentido de fidelidad corporativa, se subordinan más a la corporación que a los intereses definidos en el marco de la Constitución y las leyes por un gobierno democráticamente electo. Ni hablar que la carrera militar de los activos va a depender mucho más de la subordinación al mando que a la autoridad del gobierno.
Coincidiendo con las críticas de Bolsonaro al voto electrónico, militares del Ejército formularon 88 preguntas (que incluían sugerencias) al Tribunal Superior Electoral. Y en una clara injerencia han pretendido asumir funciones en el control y supervisión del conteo de votos. Es como si en Uruguay los militares, en una elección, quisieran tener control del escrutinio.
Un gobierno con un claro soporte militar supone un enorme retroceso que pone en cuestión los avances democráticos logrados desde 1985.
Otro elemento para tener en cuenta es la violencia que invade las redes sociales y que ya Bolsonaro aprovechó en la campaña electoral de 2018. Donde tanto a través de noticias falsas o de arengas más o menos violentas apeló a la provocación y a estimular los instintos más primitivos de sus seguidores, ambientando la violencia y dejando de lado todo intento de intercambio racional.
La apelación del fascismo a elementos emotivos y reactivos trabaja sobre las zonas más primitivas del cerebro humano (el cerebro denominado reptiliano), zona del cerebro vinculada a las funciones necesarias para la supervivencia inmediata a través de las respuestas más instintivas, incluida la agresividad, y a nivel del cerebro paleo mamífero, superpuesto al anterior, que sería responsable de las emociones. Por ende, esos mensajes apelan a impactar en zonas más alejadas de la neocorteza, parte del cerebro más nueva en la evolución y responsable de funciones que llamamos superiores: la abstracción, la razón, el pensamiento avanzado.
De ahí que el fascismo ubica en un sector de la sociedad las culpas de todos los males y al pretender hacerlo responsable estimula a sectores de la sociedad a enfrentar a ese sector, no con intercambio racional sino con violencia política no exenta de violencia física. De esta manera se bloquea cualquier posibilidad de entendimiento y de avance, retrocediéndose a las etapas más primitivas del relacionamiento político al interior de la sociedad.
Una vez más diré que en octubre en Brasil las opciones en juego son democracia o fascismo. Y algo que hay que tener presente es que al fascismo hay que combatirlo desde el inicio. Porque la violencia que encierra deteriora la convivencia en sociedad. Y ya sabemos el final.
En el pasado, desde 2013 hubo una fuerte ofensiva política, mediática, empresarial, apoyada en actores del Poder Judicial (hoy cuestionados como el juez Moro y el fiscal Dallagnol) que hicieron caer sobre el PT la responsabilidad sobre muchos males que aquejaban a la sociedad brasileña. Sea por el impacto económico que se vivía como consecuencia de las repercusiones de la crisis económica global de 2008; como por la situación de inseguridad en las calles; como por la corrupción del sistema político. Por cualquier mal que la sociedad enfrentaba se pretendió responsabilizar al PT a y sus referentes y particularmente a su líder, Luiz Inácio Lula Da Silva. Y lograron canalizar tras ese objetivo a importantes sectores de la sociedad brasileña. Apoyados en los grandes medios y en las redes sociales ambientaron manifestaciones importantes en las principales ciudades. Se llegó así a destituir a la presidenta Dilma Rousseff a la que nunca le probaron ningún delito. Encarcelaron por 580 días a Lula, sacándolo de la campaña electoral de 2018 y terminaron haciendo llegar a la presidencia a Jair Bolsonaro.
Hoy muchos de esos principales responsables están de vuelta luego de la experiencia del gobierno bolsonarista, que volvió a llevar a Brasil al mapa del hambre, que aumentó la pobreza, que estimuló la violencia en la sociedad y que deterioro la institucionalidad y la imagen que Brasil había ganado en el contexto internacional, en particular bajo los gobiernos de Lula.
No se trata ahora de salir a cobrar facturas de responsabilidad porque lo importante para Brasil es evitar el incremental deterioro de su institucionalidad por la pendiente descendente del Bolsonarismo. Pero se debe tener presente que la violencia política sólo conduce al deterioro de una sociedad democrática y debería servir como espejo en que algunos se miren también por estas latitudes.
El compromiso con la institucionalidad democrática sin duda debe ser de los partidos que se precien de su compromiso con la democracia y de los referentes principales de los mismos. También debe ser de los medios de comunicación y en particular de los comunicadores; de las universidades y de sus académicos y del ámbito de la cultura en general. Ni decir, que debe comprometer a las y los trabajadores y sus organizaciones representativas, principales perjudicados con el deterioro de la institucionalidad democrática. Debe serlo también de los militares democráticos que tienen claro qué significa la subordinación a la Constitución y a las leyes.
En suma, no hay miembro de una sociedad, que consciente del valor de la institucionalidad democrática, no deba tener claro el compromiso que debe asumir para defenderla.
Y tampoco debería tener duda de la necesidad de enfrentar y derrotar al fascismo.