La abstención del gobierno uruguayo de votar, en el marco de la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas, un cese al fuego humanitario en la demencial guerra que enfrenta a Israel con la facción integrista palestina Hamás, constituye una nueva afrenta a la razón y una suerte de aquiescencia al genocidio que está perpetrando el sionismo.
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Si bien nadie justifica la barbarie del ataque lanzado por Hamás que encendió nuevamente la mecha de la violencia en la recurrentemente convulsionada región del Oriente Medio que se remonta a la década del cuarenta del siglo pasado, la contundente represalia del Estado judío provocó ya más de 8.000 víctimas fatales, entre ellas 3.300 niños, en Cisjordania y la virtualmente devastada Franja de Gaza.
En este caso, no se trata de una mera progresión matemática, ya que todas las vidas, en uno y otro bando, tienen el mismo valor. Por cierto, este ya no es sólo un enfrentamiento entre ejércitos, porque la mayoría de las víctimas son civiles inocentes que jamás han empuñado un arma de fuego.
Tan o más vergonzosa que la masacre en sí misma es la posición del gobierno encabezado por Luis Lacalle Pou, que con su voto neutro en la ONU –que revela falta de compromiso con la paz– se transformó en indirecto cómplice de una auténtica carnicería.
¿Es lógico negarse a votar un alto el fuego de naturaleza humanitaria para evitar más derramamiento de sangre? Obviamente, no. Aquí lo que está en juego no es sólo la paz, sino miles de vidas humanas, en una guerra que no respeta ni siquiera escuelas y hospitales, que fueron virtualmente arrasados por los bombardeos israelíes.
Por supuesto, la postura del gobierno uruguayo está alineada con la de Estados Unidos que, fiel a su histórica vocación de gendarme imperialista, envió dos poderosos portaaviones al mar Mediterráneo, con decenas de bombarderos y cazabombarderos, toneladas de artillería pesada y miles de marines que, si es menester, están en condiciones de entrar en acción. Si bien voceros de la Casa Blanca y el Pentágono aclararon que la potencia del norte no se propone participar activamente en la guerra en apoyo a Israel y que la presencia militar norteamericana en la región es meramente disuasiva, nadie descarta una operación bélica a gran escala.
Este gobierno, que ha desarrollado una política internacional realmente deplorable y de mera obsecuencia con el poder imperial, agregó una nueva perla a un largo rosario de desaguisados, con una postura cobarde y nada comprometida con la superior causa de la pacificación.
En efecto, partiendo de la premisa –que más que una premisa es un mero dicho popular– de que “el que calla otorga”, hoy el gobierno multicolor, porque con su silencio todos los socios de la coalición avalan la postura del presidente de la República Luis Lacalle Pou y de la Cancillería, el Estado –no el Uruguay– asume una posición prescindente, en lugar de sumarse a los 120 países que adhirieron a la moción de solicitar un alto el fuego humanitario, absolutamente indispensable para detener el genocidio.
Nuevamente, esta derecha impresentable representa el papel de mero perrito faldero del imperio, como cuando condenó a los gobiernos de Venezuela y Cuba, pero no hizo lo mismo con la dictadura instalada en Perú, tras el derrocamiento –mediante un ominoso golpe de Estado parlamentario– del presidente constitucional Pedro Castillo y la instalación de un régimen autoritario que asesinó a decenas de manifestantes en cruentas acciones de represión callejera.
Otras barbaridades perpetradas por Lacalle Pou fueron la actitud de mantener reuniones con el expresidente colombiano Iván Duque hace un año y medio, ignorando al por entonces presidente electo Gustavo Petro, e invitar a su ceremonia de asunción presidencial, el 1º de marzo de 2020, a la dictadora y golpista boliviana Jeanine Áñez, hoy presa por crímenes de lesa humanidad durante su mandato ilegal, mientras ignoró a otros jefes de Estado que no comulgan con su signo ideológico.
Por supuesto, esta administración esperpéntica nunca fustigó ni denunció internacionalmente a las monarquías musulmanas de Oriente Medio, que violan cotidianamente los derechos humanos, particularmente de las mujeres, que en esas sociedades autoritarias y autocráticas son tratadas como meros objetos.
Retornado al origen de esta columna, el actual inquilino de la Torre Ejecutivo y el corrupto ocupante del Palacio Santos, sede de la Cancillería, que avaló la entrega de un pasaporte a un narco peligroso que estaba preso por pretender ingresar a Emiratos Árabes Unidos con un documento falso, siguen la misma línea histórica de los peores gobiernos de derecha, haciéndose los distraídos y no condenando la ocupación, usurpación y colonización de territorios ajenos por parte de Israel, como Cisjordania, incluyendo a Jerusalén Este, la Franja de Gaza y la mayor parte de los Altos del Golán, que legítimamente pertenecen a Siria, conquistados por el Estado judío durante la Guerra de los Seis Días de 1967.
Al respecto, la Corte Internacional de Justicia –que actualmente analiza juzgar a Israel por crímenes de guerra– y la Asamblea General de las Naciones Unidas catalogan a Israel como “potencia ocupante” y a su actitud anexionista como una “afrenta al derecho internacional”. En ese contexto, desde hace más de medio siglo, se han acumulado más de un millar de resoluciones reclamando al Estado sionista que abandone las tierras ocupadas ilegalmente, las que han sido recurrentemente vetadas por los Estados Unidos en su calidad de miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU.
Por supuesto, Israel ha ignorado todos esos emplazamientos y, lo que es peor, instaló su sede gubernamental en Jerusalén, transformando a esta ciudad en su capital, pese a que la Organización de las Naciones Unidas la considera un territorio en disputa que debería ser administrado internacionalmente. Sin embargo, el Gobierno de Luis Lacalle Pou abrió una oficina diplomática en dicha urbe, lo cual explícitamente está avalando la ilegal anexión por parte del Estado judío y refuerza su política exterior de alineamiento con el imperialismo sionista.
En esta materia, nada tiene que ver el antisemitismo, que sí pregona la facción armada Hamás, que es naturalmente inaceptable. En este caso, no están en juego ni las etnias ni las religiones. Lo que está en juego es la vida de miles de personas que padecen cotidianamente, desde hace casi ochenta años, la violencia política que impera en la región.
Nadie en su sano juicio puede aplaudir el brutal ataque perpetrado por los comandos del fanatismo integrista contra Israel. Sin embargo, tan o más deleznable y repudiable es la matanza indiscriminada de civiles cometida por las fuerzas armadas sionistas, porque se trata –naturalmente en otra escala– de un genocidio, como el padecido por los propios judíos durante el auge del monstruoso nazismo, entre la segunda mitad de la década del treinta y la primera mitad de la década del cuarenta del siglo pasado. En efecto, la lógica de exterminio es la misma.
Aunque lo correcto es condenar la violencia venga de donde venga, en su perspectiva histórica, aquí hay claramente un invasor, que es Israel, y un invadido, que es el pueblo palestino, despojado de su territorio, sometido y ultrajado.
Sin embargo, ni siquiera este panorama sombrío y patético que actualmente enluta a Oriente Medio logró sensibilizar al Gobierno uruguayo, que se transformó en cómplice de una auténtica masacre, absteniéndose de votar una moción pacificadora contra la opinión de más de 120 países del planeta, por su deplorable obsecuencia con Estados Unidos y tal vez por razones de política doméstica, originadas en la necesidad de recibir donaciones para la campaña electoral por parte de la poderosa comunidad judía.