Y por fin, casi sin darme cuenta, una tibia mañana de mayo llegué a la Acrópolis, guiada por el camino. Tantos y tan perdidos en los arcanos del tiempo han sido los sucesivos poblamientos en la colina sacra, como las espirales de violencia y destrucción que la sacudieron, y no me refiero a los movimientos sísmicos sino a la descarnada condición humana que ha empujado, una y otra vez, a la gente a la guerra y al anhelo sangriento de dominio de unos sobre los otros.
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En la Acrópolis hay restos arqueológicos que demuestran su ocupación desde hace unos 5000 años. En el siglo XVIII a. C. (hace unos 3700 años) los antiguos micénicos construyeron un palacio amurallado en el lugar y convirtieron la colina en el centro de su reino. En el siglo V (492–449 a. C.) cayeron sobre Grecia los poderosos ejércitos persas; y aunque en 490 los atenienses obtuvieron sobre estos la importante victoria de Maratón, tan sólo una década más tarde los invasores, dirigidos por Jerjes I, tomaron Atenas y se encargaron de arrasarla hasta sus cimientos, incluida la colina sagrada, en la que ya existían numerosos templos, aunque el Partenón y todos los de la época de Pericles no se contaban todavía entre ellos.


No serán estas las únicas desgracias padecidas por la Acrópolis. El tiempo siguió adelante, y las edades sucedieron a las edades. Como dice Víctor Hugo, en Odas y baladas (1828): “Los siglos, uno tras otro, gigantescos hermanos, diferentes por su suerte, semejantes en sus deseos, encuentran un fin parecido por caminos contrarios”. ¿Y cuál será ese fin? ¿Acaso la felicidad, la paz, la armonía, el florecimiento de las artes y del espíritu en su plenitud, la eudaimonía aristotélica, el supremo fin de la verdad y del bien? ¿O tal vez la violencia, el odio, la ambición ciega que todo lo aniquila? ¿Y de quién es la culpa? Esto también se lo plantea Víctor Hugo. ¿Será de los brazos ejecutores de la soldadesca, del aviador que lanza el misil destructor, del que acciona la ráfaga de balas, del que provoca los incendios y bloquea todo intento de auxilio, o de los infames planes de los gobernantes, los mandamases, los supremos decisores, esas “negras fuerzas que van persiguiendo de noche todas las glorias sombrías”? En otra obra, titulada “El año terrible. Sedán y la Comuna de París” (Barcelona, Saurí y Sabater, 1896), dice Hugo, en referencia a la guerra Franco-Prusiana (1870-71) y sus protagonistas, Napoleón III de Francia y Guillermo I de Prusia, a los que llama reyes a quienes les vienen muy holgadas sus coronas: “Condenan a devorarse a los hermanos, al pueblo a ensañarse contra el pueblo, y su desgracia consiste en ser omnipotentes y en que todos sus instintos son excitados por el averno”.
En todo caso, el despliegue de la violencia y sus horrores no fue inventado en el siglo XIX, ni en el XX ni en el XXI, sino que, mucho antes del nacimiento del escritor francés (seguramente desde la aparición de los primeros homo sapiens), los seres humanos se dedicaron a agredirse los unos a los otros. Los griegos lo contaron ya en la Ilíada, que relata la guerra de Troya, y añadieron otros sueños, aventuras, ingenios y venganzas a través de la Odisea. Pero no sólo en tales poemas épicos, verdaderos hitos fundacionales de la cultura occidental (que comenzó siendo oriental hasta el tuétano, aunque esto es otra historia), sino en innumerables narraciones que integran el corpus de su mitología, se encargaron de narrar sus vivencias, su interpretación del mundo, sus juicios sobre los horrores y las grandezas de las humanas almas. Los mitos son verdaderas visiones ancestrales, tradicionales, simbólicas y sagradas; una fuerza cósmica capaz de dar vida, carácter y espíritu a un pueblo y a una comunidad. No por casualidad, para Platón, el primer cometido y deber del fundador de una ciudad es el de forjar sus propios mitos.
Si Víctor Hugo menciona, en referencia a la guerra entre Francia y Prusia (1870), el retorno de “los días trágicos”, nosotros hablaremos de la Acrópolis a través de una leyenda no milenaria sino muy reciente. El 27 de abril de 1941 las fuerzas alemanas de la Wehrmacht entraron en Atenas e iniciaron la ocupación de Grecia. Ese mismo día, los nazis subieron a la Roca Sagrada. Fue entonces cuando un soldado (evzone) griego, Konstantinos Koukidis, miembro de la Organización Nacional de la Juventud griega, a la vista de las tropas invasoras, se envolvió en la bandera nacional que custodiaba y se arrojó al vacío. No existe un solo dato, ni documental ni testimonial, que arroje prueba sobre este hecho. Poco importa, pues el episodio integra, desde entonces y para siempre, el dilatado territorio del mito. El municipio de Atenas erigió una placa conmemorativa al pie de la Acrópolis, en el año 2000, en honor a Koukidis, y lo hizo con entera prescindencia de la verdad o falsedad de la historia. Pues los mitos no son ni verdaderos ni falsos. Su carácter se encuentra en otro lugar. Se centran, no en la evidencia empírica, sino en el conjunto de valores, creencias y cosmovisiones que integran la condición humana. Los pueblos, en todo tiempo, necesitan narrativas poderosas sobre héroes y dioses, dramas y desgracias, amor y odio, lealtad y traición, victorias y derrotas, pecados y proezas, vicios y virtudes.
No sabemos si existió Konstantinos, el joven inmolado, pero, como afirma Marguerite Yourcenar, en referencia a sucesos de la Comuna de París, “semejante inmolación voluntaria abofetea la moral del sentido común, y la noción de adaptación al mundo tal cual es”. Hoy, cuando asistimos a renovados horrores y exabruptos de violencia (el genocidio interminable de Gaza, el bombardeo de centrales nucleares en Irán por parte de Estados Unidos y la alarmante incógnita del futuro inmediato), cuando el derecho internacional es pisoteado y arrastrado por los suelos como un cadáver despreciado y vilipendiado, estamos corriendo el riesgo más atroz: el de acostumbrarnos a lo que Yourcenar denomina, citando ella misma a Víctor Hugo, “esa siniestra facilidad para morir”. Pues si no reaccionamos, si no condenamos, si no elegimos, si no nos implicamos de una manera o de la otra, estamos consintiendo convivir con esos monstruos de la muerte, falsos dioses de avidez y violencia. Así lo habrán sentido los propios griegos cuando, en unión de cuatro ciudades estado (Corinto, Megara, Esparta y Atenas), decidieron, heroicamente, enfrentarse a los persas aqueménidas y obtuvieron la fulgurante y definitiva victoria de Platea, que cambió radicalmente la historia de Grecia y de la propia Atenas, y que nos condujo, como la mariposa de Ray Bradbury, a la era actual, en la que una vez más nos vemos constreñidos a abrir los ojos y contemplar el despliegue de conflictos bélicos, de un poder destructivo diez mil veces superior al de todas las batallas del siglo XX, y cuya característica predominante es la más olímpica violación de todas las normas del derecho internacional.
He subido a la Acrópolis y he contemplado el paisaje de ruinas milenarias, ellas mismas concebidas, en sus días de apogeo, durante el gobierno de Pericles, en base al supremo objetivo de una gloria eterna y ejemplar. Pero la realidad es que, más allá del genio de Fidias, Ictino y Calícrates, fueron erigidas gota a gota de sudor esforzado de anónimos trabajadores. En esas ruinas yace el testimonio mudo de miles de existencias, que también forman parte de nuestra sufrida humanidad y que han pasado, cual ejército de hormigas laboriosas, perdido en el vasto escenario de los siglos; así se manifiesta la misma eternidad. Pero cuidado. Nada tiene sentido si no está de por medio el objetivo superior del bien, de la virtud, de la felicidad y de la justicia que supieron formular los filósofos griegos. Yo no sé si tales aspiraciones llegaron a concretarse alguna vez en la Acrópolis, así sea por un día, una hora, un minuto. Pero en todo caso, en este tiempo cada vez más trágico que nos toca vivir, sería bueno recordar algo que tendemos a olvidar con una facilidad pasmosa: que toda vida humana, en especial aquellas que se encuentran en estado de grave vulneración, por guerra, por terrorismo, por genocidio, por odio, por mezquindad, por despojo, por destierro, por hambre; en suma, por violento y renovado deseo de aniquilación, en la ley del más fuerte y del más despiadado; que toda vida humana debe ser defendida, y vale mil veces más en su desvalida brevedad que cualquier relato religioso o mesiánico, que cualquier alianza para matar y que la más portentosa ruina de la más gloriosa civilización.