No voy a asumir el rol de abogado defensor de Oddone, cuya posición contraria al plebiscito es muy conocida, pero sí me siento comprometido a coadyuvar a la deconstrucción de esta guerra sucia y campaña de miedo, destinada a atemorizar a los votantes y evitar que la iniciativa prospere.
Tal vez muchos de los gobernantes católicos y exgobernantes como Pedro Bordaberry no recuerden que, si bien el apocalipsis bíblico es el fin de los tiempos (hambre, guerras, pestes y desastres naturales), es también un nuevo comienzo, que en este caso es la restauración del paraíso. Obviamente, todo está conjugado en sentido alegórico y simbólico. Sin embargo, los que creen en este texto, como el presidente Luis Lacalle Pou y buena parte de sus escuderos –que son católicos–, al igual que Pedro Bordaberry, que es un confeso católico al igual que su padre, el criminal dictador Juan María Bordaberry, no deberían estar tan preocupados, porque se les anticipará el paraíso. Empero, también deben recordar que, tal como lo proclama la Biblia, “los mansos heredarán la Tierra”. El problema para ellos es cuál es el sentido de mansedumbre, que es sinónimo de bondad.
Si todos estos émulos del célebre boticario francés Michel de Nôtre-Dame (Nostradamus), tal vez el más popular de los agoreros, recuerdan esa sentencia bíblica, tal vez deben comenzar a preocuparse, porque ninguno de ellos puede ser objetivamente considerado bondadoso, por lo que hicieron, hacen o dejaron de hacer. Todos son o fueron gobernantes. Lo muy claro es que no fueron “mansos”, porque integran, encabezan o integraron gobiernos que le hicieron un profundo daño al país. Es decir, no tienen autoridad moral, como tal vez sí la tengan otros con quienes discrepamos pero respetamos, porque no fueron responsables, por ejemplo, de la demoledora crisis del 2002 o de este Gobierno, que aumentó la pobreza a niveles que no marca la mera estadística, que es arbitraria, aumentó también la indigencia y congeló salarios y jubilaciones.
En esta columna no nos referiremos a la reforma jubilatoria aprobada por este Gobierno de coalición, porque ya explicitamos lo que pensamos en torno a ella en entregas anteriores. Es regresiva y perjudicial para la inmensa mayoría de los trabajadores y las mujeres que en el futuro percibirán pensiones por viudez, como lo fue la norma madre aprobada en 1996, que creó las rapiñeras AFAPs.
Volvemos a admirar a la pueblada que logró reunir las firmas para convocar al plebiscito, contra viento y marea, contra los actores políticos del Gobierno, contra el poder hegemónico del mercado y contra la obsecuencia del oligopolio audiovisual. Fue una auténtica proeza, como antes lo fue la campaña, en plena pandemia, de recolección de rúbricas destinada a convocar un referéndum tendiente a anular la deletérea Ley de Urgente Consideración, que si se concretara un cambio de signo ideológico en el gobierno, debería ser derogada.
También es pertinente examinar las conductas presentes y pasadas de los gobernantes o referentes derechistas que son parte de una furibunda ofensiva de miedo, como lo fue, a fines de la década del ochenta, la campaña del bloque conservador destinada a evitar que los votantes ensobraran la papeleta verde que promovía la anulación de la Ley de Impunidad, que perdonó aviesamente las fechorías de los criminales militares que perpetraron atrocidades durante la dictadura.
Tal vez lo más pertinente sea referirse a las expresiones de Isaac Alfie, quien pronosticó, en un evento de economistas, nada menos que “el principio del fin del mundo” en caso de que la papeleta blanca obtenga la mayoría el 27 de octubre. En ese contexto, el exministro y exdirector de OPP afirmó que esa eventualidad depararía nada menos que “el fin de la institucionalidad” tal cual hoy la conocemos.
Obviamente, ese tremendismo es absolutamente incongruente, si consideramos, por ejemplo, que Alfie fue ministro de Economía y Finanzas del gobierno de coalición blanqui-colorada encabezado por Jorge Batlle, sin dudas el peor de la historia. En efecto, hay que ser muy desmemoriado para no recordar los estragos de la denominada crisis del 2002, que comenzó casi tres años antes, durante la segunda presidencia de Julio María Sanguinetti, quien encabezó el primer gobierno de coalición que operó bajo un paraguas bicolor colorado y blanco. En efecto, los números no mienten. El PBI cayó un 11 %, pasando de 25.385 millones de dólares en 1999 a 13.603 millones de dólares en 2002. En tanto, la tasa de desempleo llegó a la cima histórica de 22 % de la Población Económicamente Activa (PEA), lo cual por entonces equivalía a 250.000 personas, mientras el subempleo y el empleo informal afectaban a unas 450.000 más.
En ese marco, la población bajo la línea de pobreza llegó casi al 40 % (más de 1.200.000 pobres) y la indigencia a casi un 5 % (160.000 personas), lo cual marcó un récord histórico.
Además, el salario real tuvo una contracción de casi un 11 %, la inflación –el principal impuesto que afecta particularmente a la población más carenciada– trepó al 25,9 % anual, la devaluación de la moneda –que se derrumbó por el naufragio del tipo de cambio de bandas de flotación– fue del 93,7 %, transformándose en un drama para los deudores en dólares y las empresas, 200 de las cuales quebraron y ya no volvieron a abrir sus puertas. Incluso, las reservas del Banco Central, que fueron las más castigadas, se desplomaron de 3.100 millones de dólares a 772 millones de dólares y la deuda pública contraída por el país alcanzó el techo de 101 % del PBI, lo cual fue un síntoma de ruina nunca vista antes en el país.
Por supuesto, Pedro Bordaberry, que encabezó varios ministerios, fue también parte de este desastre, al igual que los cinco blancos que integraron el gabinete hasta la ruptura de la coalición, concretada el 28 de octubre de 2002. Bien conocemos el daño infligido a la mayoría de los uruguayos por el Gobierno actual –que es de espanto– encabezado por Luis Lacalle Pou e integrado, nuevamente, por esperpentos blancos y colorados.
Si la devastadora crisis económica y social de 2002, que hizo añicos al país, no fue “el fin del mundo” ni el apocalipsis, porque la sociedad uruguaya lo mantuvo de pie con su esfuerzo e inclaudicable sacrificio, tampoco la eventual eliminación de las AFAPs lo será. Es una falacia.