Siempre me fascinó el concepto de las cajas chinas, encapsuladas, metidas una dentro de otra, al modo de las muñecas rusas. Unidad, sucesión, infinito. Eso es lo que ocurre con los pensamientos humanos, y se aplica después a la realidad, pero no de una manera simple y mecánica, sino tortuosa, laberíntica y tan compleja como para que se le pueda perder el rastro al impulso primigenio. Hace poco un artículo de prensa se refirió a la novela de Sinclair Lewis, titulada Eso no puede pasar aquí, en la que el escritor (galardonado con el Premio Nobel en 1930), se refiere a una trama y a unos personajes de ficción que muchas décadas más tarde, terminan por aparecer en la realidad. Más concretamente, en el artículo se menciona a Donald Trump como ejemplo de la encarnación fatídica de uno de aquellos personajes de ficción, el senador populista Berzelius Buzz Windrip, que en el libro lograba derrotar a Franklin Delano Roosevelt.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
No se trata de una mirada nueva, aunque sí recurrente, porque la realidad viene a golpear todos los días la puerta de la imaginación, de la memoria, de la desmemoria, de la ignorancia y también, por desgracia, de la muy humana estupidez, estulticia o locura que nos impide ver esa misma realidad hasta que cae sobre nuestras cabezas al modo de la lava del Vesubio. Muchos analistas (en la literatura, el psicoanálisis, la política y la filosofía) se han referido a ciertas novelas consideradas distópicas y por qué no, proféticas, en relación al mundo en que vivimos. La que acabo de mencionar es una. Otra es 1984 de George Orwell. Ahora bien. ¿Cómo hicieron estos creadores para dar en el clavo del futuro? ¿Practicaron, ellos y muchos otros, las artes adivinatorias? ¿O será que los canallas leyeron sus libros y decidieron aplicarlos a sus planes y propósitos malévolos? ¿Y si los canallas aparecieron antes? ¿Y si alguien los vio actuar y decidió crear con eso un relato de aviso, de inquietud, de drama, de advertencia? Todo se reduce, en definitiva, a la interpretación, o a lo que en estos tiempos, por pura moda (que se presta en ocasiones al abuso) se denomina “relato”. ¿Le suena conocida la palabra? Que los niños pasen hambre en Uruguay es un relato. Que exista violencia en Uruguay es un relato. Que haya carestía, falta de vivienda digna, necesidades insatisfechas, es un relato. ¿Qué sucede, pues, cuando la idea del “relato” es utilizada con fines espurios, en orden a ciertos intereses que nada tienen que ver con las altas aspiraciones del bienestar colectivo o, más aún, de la búsqueda de la verdad? Lo que sucede es que la realidad resulta gravemente deformada, negada y asesinada, ya que determinados hechos pasan a ser catalogados como simples interpretaciones. Se trata de una burda técnica de manipulación, una más de las que siempre se han usado para mentir, deformar, confundir y marear a la gente. Y cuando viene un escritor, toma todo eso y le da una forma literaria, por medio de una novela, está ofreciendo al mundo una descarnada y nueva interpretación (meta-lectura pasible, a su vez, de sucesivas meta-lecturas) de cuestiones que, por desgracia, van a darse o a reiterarse en el tiempo, pues forman parte de la más oscura condición humana. Por eso toda interpretación puede simbolizarse en las cajas chinas. Una caja (idea) encierra otra (idea), y así sucesivamente. Dentro de cada una, o en todas a la vez, puede yacer un enigma, un peligro, una trampa tendida a nuestra distracción o simple ingenuidad. Del mismo modo, de la realidad a la ficción yace tendida una inmensa telaraña de ruidos, obstáculos mentales, señales de peligro, en las que se debaten los seres humanos desde que el mundo es mundo. Pero no lo olvidemos. La realidad es una sola. Hay que buscarla a porfía. Se trata de una dimensión contundente, regida por las leyes de los hechos y de los fenómenos, donde las cosas acontecen y son, nos gusten o no. La ficción (el relato) consiste en lo que decimos o pensamos sobre esa realidad, la manera en que la interpretamos, la valoramos, la asumimos o la negamos, y esto puede llegar a ser maravilloso, por su poder de conmover los pensamientos, por su capacidad de suscitar preguntas fundantes sobre el mundo, pero puede también ser sumamente peligroso. Ya no se trata de un dato que mata un relato. Se trata de un relato que pretende matar al dato. Esto es tanto más grave, cuanto que los hechos y sus consecuencias, bajo la forma del hambre, la carestía, la violencia, siguen ahí, entre nosotros, como si tal cosa, y tienden día a día a empeorar.
Esa es una de las razones por las que creo necesario leer, leer en general, recuperar para la vida propia la capacidad de asomarse a la fina psicología de escritores que por eso fueron grandes. Supieron, cada uno a su modo, poner bajo el microscopio y aplicar el escalpelo a las más crudas y mezquinas realidades de su tiempo. Tomaron esas realidades, cual epitelios pútridos o letales microbios y virus, y las trasladaron a unos relatos que están ahí, a disposición de cualquiera que desee asomarse al fondo más descarnado del alma humana, no de esta o de aquella, sino de todas.
Leer. Leer no solamente a Sinclair Lewis (tan olvidado en estos tiempos, a pesar de que se anticipó, con su penetración en el alma humana, al triste fenómeno de Trump, de Milei y seguramente de muchos otros que vendrán, y que pueden ser al menos identificados si nos tomamos la molestia de leer). Leer para ser menos manejables, menos vulnerables, menos ingenuos. Leer para saber analizar y reconocer esa peligrosa condición humana que convierte a algunos en depredadores. Leer a George Orwell, a Ray Bradbury y a cualquiera que nos haya dejado una gran obra. Para nuestra fortuna, tenemos buenos libros en abundancia, desde los tiempos oscuros de Grecia (La Ilíada y La Odisea de Homero), pasando por William Shakespeare, Cervantes o Dostoievsky, Virginia Woolf, Mary Shelley, Emily Brönté y tantas y tantos otros.
Orwell era socialista y viajó a España a combatir el fascismo durante la guerra civil. En su novela 1984 escribe sobre un sistema de gobierno llamado Ingsoc, cuya premisa es que “Quien controla el presente, controla el pasado y quien controla el pasado, controlará el futuro”. El Gran Hermano que todo lo ve y todo lo sabe, es uno de los instrumentos supremos de este plan. El Ingsoc se sirve de instrumentos como el doblepiensa y la nuevalengua para alterar el lenguaje y lograr que la gente no razone. A través del doblepiensa, se introduce la contradicción permanente, con lo cual nadie puede tomar decisiones y realizar elecciones lógicas. Por medio de la nuevalengua se suprimen palabras consideradas inconvenientes. ¿Qué pasaría hoy, en efecto, si se suprimieran palabras como libertad, solidaridad, huelga, protesta, guerra y tantas otras? Y aquí viene el tercer instrumento del Ingsoc: reducir el lenguaje a su mayor simpleza. Empobrecerlo hasta convertirlo en un puñado de signos elementales, que no permitan a la gente formular el menor pensamiento complejo. Si a usted le parece reconocer el mundo actual en estos parámetros terribles, sepa que Orwell no fue un mago ni un dios, sino un finísimo intérprete del espíritu humano. Por eso se convirtió, no sólo en un escritor poderoso, sino en inquietante oráculo de los nuevos tiempos, empezando por su Gran Hermano que controla a cada ciudadano y replica esa vigilancia permanente en los otros, al punto de que incluso se educa a los niños para que vigilen a sus padres y los denuncien si cometen algún acto sospechoso. Un aspecto clave del control es la manipulación de la información. El Ministerio de la Verdad se encarga de cambiar todos los datos del pasado (incluidos los libros) para arreglarlos al nuevo relato. El nuevo relato afirma que la realidad no existe. No ha existido nunca. Todo lo que hay son relatos de los otros, dice el nuevo relato, en una fatídica sucesión de cajas chinas.