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Columnas de opinión |

La libertad de expresión es hoy la que está en entredicho

Los mitos por los que vivimos II

Ningún poder de este mundo tiene derecho a mutilar de tal manera el ejercicio de la libertad en el seno de sus comunidades.

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Caras y Caretas Diario

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En el liberal mundo occidental, las casas de subastas Sotheby's y Christie's cancelaron sus eventos de arte ruso programados para el próximo julio en Londres. La Filarmónica de Múnich despidió al director de orquesta Valery Gergiev, el Teatro Real canceló las funciones del Ballet Bolshói, y hasta Netflix, para no ser menos, anunció que cancelaba la adaptación de “Guerra y Paz” de Tolstoi. Eso no es nada. Un festival de cine de Andalucía canceló la proyección de la película Solaris (1972) del director ruso Andrei Tarkovski, y la reemplazó por la versión estadounidense. Una universidad italiana suspendió un curso sobre Dostoievski. La Royal Opera House de Londres suspendió la función de verano del Ballet de Moscú. En Estados Unidos, la Opera de Nueva York suspendió a la soprano rusa Anna Netrebko y la reemplazó, en el colmo de lo tragicómico, por una ucraniana. Se trata de censura, claro, pero también se trata de una de las formas del mito, de la que nada ni nadie está a salvo, ni los ciudadanos comunes, ni las altas esferas del poder institucional. El mito, en este caso, significa creencia que enturbia y deforma la percepción de la realidad.

Nadie se salva, reitero, ni siquiera el poder judicial. ¿Qué sucedería si alguien se atreviese a entablar una demanda ante semejantes clausuras, cancelaciones y despidos, que no se dirigen ya contra la política de un gobernante, sino contra el pensamiento universal, el espíritu subjetivo y el altar de las libertades y de la expresión artística en su conjunto? Yo creo que los jueces occidentales fallarían, sin la menor duda, contra el director de orquesta, contra la soprano y contra cualquier otro perjudicado. Esto ya ha pasado antes, sin necesidad de guerra alguna. Nick Mason, el baterista de la banda Pink Floyd, cuenta en su libro Dentro de Pink Floyd que en cierta ocasión, después de haber dado un concierto en un club juvenil, el director de dicho club se negó a pagarles, alegando que lo que ellos hacían “no era música”.

Acudieron a los tribunales y, para su sorpresa, el juez dio la razón al director. Aunque se trata de un caso distinto al de la brutal censura al arte y al pensamiento ruso, la anécdota es reveladora del famoso “mito judicial” al que se refiere Jerome Frank, abogado y filósofo estadounidense. A Frank le irritaba la manera en que los jueces describían su trabajo. Decían que su labor consistía solamente en aplicar el derecho, cuando en realidad ellos formaban parte del mito de la profesión judicial. No se limitaban a aplicar unas normas, sino que creaban el derecho, y no necesariamente en buen sentido, como lo hizo el juez que condenó a la banda Pink Floyd, sentenciando que aquello no era música. Si pasamos del mito judicial al mito social, y aplicamos esta idea a la censura instalada contra todo lo ruso, podemos advertir que la sociedad es la gran legisladora en este asunto.

La sociedad toma decisiones y realiza determinadas elecciones en base ¿a qué? ¿A normas? ¿A consideraciones lógicas? ¿Cuáles podrían ser los fundamentos racionales y objetivos por los que Dostoievski, Chejov y Tolstoi, entre tantos otros, han pasado a ser repudiables y susceptibles de condena? Y al negarlos, al suprimirlos, al borrarlos del mapa, ¿de cuántas cosas, y no solamente del mero goce estético, nos estamos privando en cuanto humanidad?

Hablaba en una columna anterior de la necesidad de reafirmar, una y mil veces, conceptos como verdad, justicia y bien. Se trata de las mismas cuestiones que se planteó Sócrates en Atenas (y así le fue, cicuta mediante). La búsqueda de la verdad consiste en querer conocer lo que las cosas realmente son. Es un camino peligroso, y más en nuestros días, cuando asistimos a un verdadero despotismo de la ciencia, la técnica y la economía, no de esas ciencias en sí mismas, sino de quienes las enarbolan como la única verdad posible. Hay verdades científicas en sentido natural o matemático, y hay verdades en sentido humano. De estas últimas (y no de aquellas) se componen todas las luchas por la libertad, la igualdad, la justicia, la paz en el mundo y la búsqueda de la felicidad. Entonces, tan intrascendentes no son. Pero para buscar la verdad se necesita libertad.

La libertad de expresión es hoy la que está en entredicho. Que yo me exprese significa que se exprese mi alma, en lo individual, y el alma de mi comunidad, en lo colectivo. No pretendo tal vez una expresión agradable, bonita, o políticamente correcta. Puede que pretenda todo lo contrario: una expresión de desgarro, de dolor desnudo, de violencia descarnada, de monstruosidad explícita, y puede que todo eso me lleve a las cumbres de la exaltación espiritual, al final del camino.

De eso se han ocupado los rusos Dostoievski, Chejov y Tolstoi, entre otros, como también se han ocupado el inglés Shakespeare o el alemán Goethe. En sus obras hay crímenes horrendos, conspiraciones innobles, impulsos sanguinarios, propósitos diabólicos o fratricidas. Pero los rusos no han sido censurados por eso, sino simplemente por ser rusos, y esto ha ocurrido en países que han hecho de la libertad de expresión su plinto o su altar máximo (por lo menos de la boca para afuera), como Estados Unidos. Los censores del mundo occidental mutilan la libertad de expresión y los derechos del arte y de la cultura en sí misma (de la que privan a sus conciudadanos), en nombre de una pretendida sanción a Rusia. Es como si Argentina hubiera censurado a Shakespeare cuando la guerra de las Malvinas, o como si Estados Unidos lo hubiera hecho al declarar su independencia del imperio británico. Para Shakespeare el arte es un espejo de la naturaleza: no cambia lo que siento, pero me lee, me explora, me hace consciente de lo que he sentido o podría sentir. El universo del arte es un universo especular, una imagen posible del mundo real en la que se plasman las emociones, desde las más nimias a las más terribles. El papel del artista es crear este espejo del mundo, y por eso conmueve, y por eso también las grandes obras de arte son de la humanidad entera, y me agravia, me desconsuela y me causa perjuicio el solo hecho de que alguien pretenda privarme de ellas bajo el grotesco pretexto de una guerra. El arte no solamente conmociona los sentimientos y las emociones, sino que amplía el campo de la libertad. La lectura de Crimen y castigo, de Fiodor Dostoievski, no puede impedir que alguien decida robar y matar a una viejecita, pero quien ha leído la obra sabe (mejor que quien no lo ha leído) qué es ser un asesino, cuáles tormentos y tribulaciones devienen en el ánimo, y tendrá al menos otros elementos de juicio a la hora de convertirse en uno.

El arte es bueno cuando no nos escamotea la realidad del mundo, cuando no disfraza las posibilidades del mal; es bueno incluso cuando grita y vocifera, cuando desarma el orden conocido, cuando no deja nada en su sitio, precisamente porque de ese modo amplía la libertad. Pero, como dice el refrán, debes disfrutar del día hasta que un imbécil te lo arruine. Y el imbécil ha llegado a nosotros, y nos ha habitado, por medio de la censura a todo lo ruso. Lo más trágico del asunto es que no se censura al arte ruso por los artistas en sí, sino por lo que hace otro imbécil de marca mayor, altamente peligroso, colocado a su vez frente a sucesivos imbéciles (pido perdón por tantos exabruptos), armados hasta los dientes, a quienes ni el arte ni la humanidad en su conjunto les importan un comino. Paradójicamente, hay que aplicar mucha censura en este caso, porque existen cientos de artistas rusos magníficos, inconmensurables. Ojalá podamos extraer una enseñanza de esto. Ojalá alguien convierta esta depredación en una nueva obra de arte. Ningún poder de este mundo tiene derecho a mutilar de tal manera el ejercicio de la libertad en el seno de sus comunidades, ni puede erigirse en supremo decisor, hacha y tijera en mano, de lo que merece permanecer o morir en términos de cultura.

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