Halloween llega una vez más el último día de octubre contagiando con su poderosa maquinaria publicitaria y comercial y aceptada alegremente para suplantar nuestras criollas supersticiones, leyendas y miedos.
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Fue la pluma genial del escritor y humorista Roberto Fontanarrosa a través de su personaje, el gaucho Inodoro Pereyra, “el renegau”, renegara ante la inminencia de la inevitable fiesta pagana anglosajona, con denominarla “Jalogüin”.
La resistencia siempre cultural del notable escritor del río de la plata, rendía culto aunque sin demasiada vocación de sincretismo, de nuestros autóctonos sustos y creencias.
Calabazas caladas con rostros, brujas y otros estrafalarios personajes, venían a ganarle terreno a nuestras ánimas o almas en pena, a las curanderas y sus gualichos, a la cruz de sal contra las tormentas y al séptimo consecutivo hijo varón, destinado a ser lobizón.
El Jalogüin llegó como no podía ser de otra manera, de años de acostumbramiento de pegarse “unos soberbios jabones” (susto en criollo) mediante las pantallas del cine primero y de la televisión después.
Poco podía hacer la tradición oral, narrada una y mil veces en fogones criollos, en la cocina de los ranchos y en alguna literatura, contra esta fabulosa maquinaria de difusión de masas.
Antes que llegara “el jaloguinismo”, había antecedentes de soberanas derrotas.
A poco de culminada la segunda guerra mundial, una refrescante bebida lanzaba al mundo la imagen de Santa Claus o Papá Noel que desplazó de los pies del pino pesebres y el original sentido de la navidad.
Miles de versiones cinematográficas del personaje era y es acompañado días previos al 24 de diciembre por miles de escaparates que ofrecen los regalos que se abrirán esa noche, o en su defecto, abonará la empatía en los barrios más humildes para que ninguna niña ni niño se quede sin el regalo del padre del norte.
Es cierto que también algunas personas se ganan unos mangos en zafrera changa de disfrazarse para recibir las cartas.
Con Jalogüin pasa exactamente lo mismo y debemos admitir en su reconocimiento, que para los niños es mucho más atractivo disfrazarse y salir por las calles y casas a recibir golosinas, que aquélla única versión, casi siempre en edad tan temprana que es imposible de recordar, de contacto con el mundo anímico donde la curandera (o nuestra bruja criolla) “tiraba el cuero” o el botija salía con un hilo de lana rojo en la frente.
La aplastante derrota cultural también impactó en nuestra fauna y por años, nuestros escolares conocían al dedillo todos los tiernos animales de Disney, pero desconocían nuestros yacarés, tacuruses, kiyús, mamboretás, carumbés, a pesar de que muchos de ellos habían quedados registrados en el Tabaré de Juan Zorrilla de San Martín o en los cuentos de Horacio Quiroga, mucho antes del nacimiento de Walt.
El algunas pequeñas villas del norte del país sobreviven éstas creencias y como nos narrara alguna vez una profesora de historia que trabajó en un programa de alfabetización por pequeños poblados ubicados entre Salto y Artigas, aún hay madres que creen en la serpiente que las adormecen por la noche, ponen su cola en la boca del bebé y succionan leche de sus senos.
Por otro lado, nuestros sustos, siempre apelaron a ir un poco más allá de la mera sensación de terror, para cultivar un humor cargado de picardía y cierta inocentona ironía que ponía al cristiano devenido en fenómeno, en una víctima de sus circunstancias.
Mientras los “hombres lobos” del norte se trasformaban y mascaban a toda ser humano que se le cruzara en el camino u olvidara cerrar la puerta de las casas, para vuelto a convertir en hombre no recordar nada de lo sucedido y en todo caso preocuparse por no morfarse a su amada en una noche de luna llena, el séptimo hijo varón de las llanuras del plata, se transformaba en cualquier bicho.
Podía ser lobo, elección nada sencilla a un bicho foráneo, pero si un Aguará Guazú, nuestro zorro rojo , o en caballo, o en como tuvo la desgracia uno de ellos, en un ternero, donde el atraso del amanecer le jugó una mala pasada y no le dio tiempo a transformarse y terminó cocinado a las brasas en un desayuno de perones de estancia.
Estoy en la temeraria condición de sostener que nuestras “brujas” o curanderas, las viejas sabias de nuestras poblaciones rurales encargadas de “simpatías”, gualichos o santiguados, han sido menos castigadas por las nociones del patriarcado que las brujas del norte.
En todo caso, estaban a salvo por su condición de clase; las nuestras siempre fueron más parecidas a aquellas que vivían solitarias en los bosques y muy alejadas de las reinas que en verdad, eran brujas detrás de las doncellas.
Como sea, el mundo anímico esta engualichado por la ley del mercado, y cualquier julepe que nos podamos llevar, es antes que nada, una mercancía.