“A machete, con los que trajeron del campo cuando llegaron huyendo dizque ‘de la violencia’… ¡Mentira! La violencia eran ellos”.
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Fernando Vallejo (La virgen de los sicarios)
La manipulación es un concepto que está en boca de todos, pero que rara vez se explicita. Sabemos que implica siempre abuso de poder, y que su objetivo es obtener el control mental del otro. Se entiende por regla general que la manipulación es una cosa mala. Pero ¿por qué? Porque es artera y desleal. Porque jamás va de frente. Porque utiliza mecanismos tortuosos. Porque tira la piedra y esconde la mano. Porque implica el ejercicio de una influencia ilegítima basada en una grosera inequidad. Porque es, en definitiva, inmoral.
Los manipuladores hacen que los otros crean y hagan cosas que son favorables para el manipulador y perjudiciales para el manipulado. Si una persona es violenta en su hogar, puede llegar a aseverar en público que gritar en familia es normal y hasta sano, y puede manifestarlo incluso delante de sus niños, para mejor legitimar su afirmación. La manipulación hace de la mentira verdad, y de la verdad mentira, según cuándo y para qué le convenga al interesado de turno.
Es en las campañas políticas, en tiempo de elecciones, cuando florece con más fuerza y cuando despliega todo el potencial de sus tentáculos. Ningún medio de propaganda escapa a ella: fotografías, carteles, películas, propaganda televisiva, radial y escrita, y todos los instrumentos de difusión imaginables; todo vale y todo sirve a sus efectos. Sus víctimas son los ciudadanos, entendidos como potenciales votantes.
¿Cuándo un ciudadano se convierte en víctima de la manipulación? La pregunta es pertinente porque bien podría darse el caso de que alguien crea lo que quiere creer, según acepte o no los argumentos que otros les ofrecen a cara descubierta. Hablamos en tal caso de una persuasión -nunca de una convicción- legítima. Pero hay también persuasiones ilegítimas; estas se dan cuando los interlocutores no pueden comprender -por su propia vulnerabilidad, en el caso de un niño, o porque se les ha confundido, escamoteado o tergiversado información necesaria, en el caso de la sociedad en su conjunto- las reales consecuencias de las creencias o acciones defendidas por el manipulador. Para manipular se necesita siempre una posición de poder: un padre o una madre puede manipular a sus hijos, al igual que un gerente, un gobernante o un político que se presenta como candidato. Es en esta última figura que deseo centrarme.
El político tiene un contacto preferencial con los medios de comunicación y accede, por lo tanto, de forma privilegiada al discurso público, pero cuando manipula a su auditorio cae en conductas fácilmente identificables. En primer lugar, viola los preceptos de una acción comunicativa racional; no le interesan en lo más mínimo ni la verdad, ni la claridad ni la lógica. Sus discursos, si bien aparentan ocuparse de asuntos relevantes, no aportan elementos nuevos, sino que giran permanentemente en torno a lo obvio, es decir, aquello con lo que nadie en su sano juicio se permitiría discrepar.
Una de las formas de la manipulación política es, por lo tanto, la obviedad de los lugares comunes, y ojo que se trata de la más inocente. La otra, ciertamente más peligrosa, es la apelación a las creencias oscuras y a los miedos latentes en la sociedad, a los prejuicios, al sensacionalismo, al morbo, a la inmediatez de las consignas poco reflexivas, a las suposiciones rápidas que evitan los análisis profundos, y a dos o tres ideas que sí pueden resultar verdaderas, pero que son tergiversadas en el barullo de la manipulación.
Agraviar impunemente, por ejemplo, por medio de una asonada callejera, a la vicepresidenta de nuestro país, democráticamente elegida por la ciudadanía, es de una violencia y de una manipulación inaudita, que debería avergonzarnos dentro y fuera de fronteras. Si lo que se pretendió fue apelar a su pasado guerrillero, el incidente fue desgraciado, torpe y groseramente ilegal.
La manipulación consiste, en este caso, en hacer creer a la gente que efectivamente la vicepresidenta se merece los motes con que fue atacada. Craso error. No se los merece por varios motivos, entre ellos el de la prisión que padeció, que no ocurrió en el contexto de un Estado de derecho, sino a manos de una dictadura vil, impune, cruel, inhumana, depredadora y abusiva, que poco puede erigirse en acusadora de nadie.
Pero, además, y no menos importante, la vicepresidenta fue elegida en las urnas, legal y pacíficamente, por la misma ciudadanía cuya decisión se entiende (¿se entiende?) soberana. Una ciudadanía que no ignoraba su pasado guerrillero, sino que lo tenía muy presente y que, teniéndolo presente, la votó a pulso firme y a conciencia limpia.
Entonces podemos estar o no de acuerdo, en tanto potenciales votantes, con esa decisión soberana, pero no podemos transgredirla, avasallarla, ignorarla, mediante burdos actos de violencia que, si se dieran al revés, no nos parecerían correctos en nuestra propia cancha. Eso se llama deslealtad. Eso se llama cobardía. Eso se llama manipulación. Ya en el terreno de las obviedades, supongo que a ningún grupo político se le ocurrirá reivindicar para sí semejante acto de violencia. Tirar la piedra y esconder la mano sigue siendo la consigna de tales procederes.
Ha ocurrido también, por desgracia, la muerte de un joven artista callejero ultimado, ejecutado, aniquilado como un animal. Nadie merece morir de esa manera, y mucho menos un inocente. Sabido es que las principales manipulaciones políticas se han dado -desde siempre pero con especial énfasis en los últimos tiempos- en torno a la inseguridad y la violencia del delito, que lleva a considerar sospechoso a cualquiera que aparente desaliño, pelo largo, bohemia o vagabundeo. Tales discursos y campañas no son inocentes y sus resultados no son gratuitos. Por el contrario, suelen desencadenar tormentas de imprevisibles consecuencias, en las que naufragan la cordura, la sana convivencia, las propuestas de solución racionales y el diálogo social proactivo.
El tema de la inseguridad es el de mayor preocupación, por lejos, en cualquier sociedad. Véase, si no, el caso Trump (y véanse de paso los nefastos resultados a los que está conduciendo Trump a su país). Pero de ahí a caer en propuestas fáciles, crueles y demenciales, cuyo verdadero objetivo es la manipulación y no la mejora real de la sociedad, hay un abismo. Ya sabemos que las preferencias electorales son una manera de evaluar el desempeño del gobierno de turno, así como de reafirmar la confianza o expresar el descontento de una sociedad.
Pero la manipulación de la inseguridad, atándola a un partido o a un gobierno, puede desatar inmensos males sociales. ¿Quién los revertirá después? En el caso del artista callejero asesinado, han surgido mil supuestos vergonzosos, todos hijos del miedo y del impulso irracional de la gente. “Por algo lo habrán matado”; “Un pichi menos”; “Qué tenía que hacer en propiedad ajena”; y otros por el estilo que he leído con horror en las redes.
Ahora bien: hay que denunciar semejantes expresiones, que de generalizarse terminarían con los más elementales derechos humanos. Hay que recordar a tiempo que la racionalidad, bueno es decirlo, también nos hace humanos. Utilizar ese hecho infeliz para apuntalar los intereses de turno, en su combo electoral, económico, político y social, no sólo es repugnante y despreciable. Es demasiado peligroso, significa un retroceso suicida del estado social de derecho, y ese es el legado que dejaremos a nuestros hijos, los míos, los suyos y los de más allá, si no nos detenemos a tiempo.