La interrogante, que parece una chanza, no es tan trivial: ¿Es un gobierno más de derecha que corrupto, o más corrupto que de derecha?
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Indudablemente, hay algún tipo de ideología que organiza al oficialismo. Pero cuesta identificar en el lacallismo motivaciones superiores, aunque sean incompatibles. Todos sus actos parecen obedecer a un pragmatismo pecuniario, más que a una cosmovisión o un proyecto de sociedad y futuro. Si se les interroga directamente, es posible que respondan con lugares comunes de la derecha liberal y empresarialista, pero los actos de gobierno no necesariamente reflejan convicciones tan hondas, porque parecen vertebrarse en derredor de la posibilidad de acomodar gente y hacer negocios, como si la única ideología que realmente profesaran fuera la de utilizar el Estado con fines particulares.
En las últimas semanas hemos tenido que consignar los acomodos en la Comisión Técnica Mixta de Salto Grande, en la Comisión Administradora del Río Uruguay, la presupuestación de acomodados en la Administración Central, los testimonios judiciales sobre empresas creadas para ganar licitaciones -que hasta escribían los pliegos-, las derivaciones del caso de la asociación para delinquir que dirigía Astesiano desde el piso 4 de la Torre Ejecutiva, los testimonios de testigos o indagados sobre espionajes ilegales que habrían sido pedidos por el propio Lacalle Pou, la fuga de narcos que son trasladados a domiciliaria, las resoluciones en los directorios de las empresas públicas que terminan afectando el patrimonio del Estado, las prebendas o concesiones increíbles a los canales de televisión, entre muchas otras situaciones de una turbiedad escandalosa. Hace rato que se transformó la política en una discusión cuasi penal, porque hace rato que no se puede hablar de ideas o proyectos, porque la agenda se la fagocitan un montón de sospechas, denuncias, trascendidos, cada uno más impresentable que el otro.
Es tal la descomposición moral que estamos presenciando que se añoran los tiempos en que lo que se discutía era sobre neoliberalismo o Estado de bienestar, sobre socialismo o capitalismo, sobre privatizaciones o empresas públicas. En suma, donde se podía confrontar ideas, incluso las peores, pero no te daba la sensación de que vivía bajo la égida de una runfla, sin objetivos mayores que negociados y acomodos.
Hay un problema secundario a este estado de situación y es que abona a la despolitización de la sociedad. Porque cuando la sociedad empieza a observar que, más que ideologías, lo que hay son intereses pedestres y negocios turbios, comienza a despreciar a la política y a los partidos, porque ya no comprende nada y deja de creer en la legitimidad de las acciones, porque lo que ve es tipos que no presentan la declaración jurada, gente que se acomoda en cargos designados a dedo, corruptelas e impunidad.
Mientras tanto, los indicadores sociales se siguen deteriorando. La pobreza continúa aumentando, igual que la gente en situación de calle; el consumo ha caído por las dificultades económicas de las familias, el deterioro es ostensible, aunque en gran esfuerzo publicitario se empeñen en ocultarlo. Hoy la gente vive peor que hace cinco años. Sus ingresos reales, a lo sumo, serán iguales a 2019 cuando llegue el final del mandato y todo lo que ha perdido no lo va a recuperar. Pero incluso, más allá del deterioro de la calidad de vida de la gente concreta, asusta la inexistencia de proyectos, de obras, como si Uruguay se hubiese detenido durante casi cuatro años, donde ninguna idea se plasma, salvo iniciativas para seguir ajustando el bolsillo de trabajadores y jubilados, iniciativas para seguir empobreciendo.
Creo que vivimos una pesadilla de frivolidad vacía, un período marcado por la nada misma en términos de pensar el futuro, pero además bajo la sensación permanente de que te estás jodiendo, de que te están mintiendo, de que su acción la guía una voluntad mezquina, innoble, desviada, ajena a las preocupaciones colectivas, al destino de lo público, al bienestar social. A esta altura, además de confrontar una mala gestión, hay que dar una lucha por restablecer el sentido noble de la política, por volver a dotarla de altura, de ideas, de probidad, de sueños, de proyectos, de transparencia. Como país, como sociedad, como pueblo, nos merecemos algo mejor que el malandraje.