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Lautréamont, el más sincero

El ego y el superego

Por Leonardo Borges.

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Otra cosa es la guerra. Por naturaleza soy belicoso. Atacar forma parte de mis instintos”.

Friedrich Nietzsche, Ecce Hommo.

 

El ser humano es individual y, como tal, es único e irrepetible. ¿Pero hasta qué punto somos el producto de una sociedad, de una cultura, de un tiempo histórico o de situaciones económicas? ¿Hasta qué punto nuestro yo, único e irrepetible, está encastrado por lo antes mencionado? El ethos es lo que nos define.

¿La cultura será la clave? Somos parte de un entramado milenario y antiguo que nos reduce. Nuestras pulsiones están supeditadas a esa cultura y no a otra. Es la conciencia moral la que nos formula como seres humanos. ¿Cuán individuales somos entonces? Hasta qué punto el artista puede jactarse de su sensibilidad única para captar las sensaciones, los sentimientos y plasmarlos en interminables papeles. Hasta qué punto nos castramos a nosotros mismos por una cuestión de principios, por una cuestión de civilización. ¿Puede haber poesía inmersa en la civilización? ¿Hasta qué punto deben luchar el yo y el superyó dentro de cada uno de nosotros?

El superyó, según Sigmund Freud, es esa instancia moral que nos enjuicia, que nos compacta en la vida en sociedad y guarda tras siete llaves tus pensamientos más perversos, tus sentimientos más retorcidos y tus ganas de ser verdaderamente libre. La cultura y la civilización compactan en gran parte tus ilusiones de ser. No discutimos la necesidad de esa civilización, de que ese superyó en nosotros que nos ate en muchas ocasiones. ¿Pero qué es lo que esconde el ser humano que hace que tengamos que atarlo, que hizo que a lo largo de la historia se lo maniatara de pies y manos para no ser? ¿Qué miedo tenemos de desnudarnos tal cual somos como raza humana?

Tenemos dos caras, dos cabezas que miran en dos direcciones, una hacia adelante, la máscara, la careta, hacia el exterior. La otra, mirando hacia atrás, es la que esconde las verdaderas pulsiones, los gritos, el llanto, la desesperación, el odio rabioso. Somos una especie de Jano contemporáneo. Jano es el dios romano más antiguo del panteón y uno de los que no tiene concordancia con el panteón helénico. Dios del comienzo y del final, y de las puertas, los umbrales. Representa, en términos estrictos, el pasado y el futuro, pero podría ser nuestra caprichosa metáfora de las dos caras de nuestra personalidad, al estar una al frente y otra detrás, siempre escondida.

Escribe Erasmo de Rótterdam en su hermoso Elogio de la locura: “El tonto (necio), lo que lleva en el pecho es lo que lleva en la cara y lo que le sale por la boca; pero los sabios tienen dos lenguas, según asegura el mismo Eurípides, una de las cuales dice la verdad, y la otra solo lo que conviene, según las circunstancias; para estos, es blanco lo que ayer era negro, o es frío ahora lo que antes era caliente, porque hay una gran distancia entre lo que esconden en su interior y lo que fingen con sus palabras”.

¿Qué cara es la que propone y supone el arte? ¿Desde qué sitio se escribe, se pinta o se esculpe, se canta y se encanta? Desde el yo y el superyó, porque no estamos tal vez preparados para dejar pasar nuestros instintos y nuestras pulsiones y sólo fingimos. Somos maestros del disfraz y decimos aquello que los jueces y peritos -lo que todos, en definitiva- quieren oír. ¿El poeta será la válvula de escape o simplemente un chivo expiatorio, un error repetitivo en la ecuación?

Tal vez en la fealdad se esconda el verdadero ello, la representación del ser irrefrenable, las pulsiones más salvajes, y quizá eso nos defina, pero al mismo tiempo nos aterra de nosotros mismos. El malhadado pero exquisito Conde de Lautréamont era simplista en la fealdad. Los Cantos de Maldoror son el ejemplo del descalabro que generó en aquellos pacatos burgueses europeos. Y lejos quedó su país de nacimiento, Uruguay, que no sabía ni siquiera quién era aquel hombre nacido por las cuestiones de la guerra de este lado del mundo. Existen otros desvariantes orates del arte pulsional, pero la empatía nos acerca al tricefálico Conde.

¿Quién era este poeta maldito antes de los poetas malditos? ¿Quién era este pensador vernáculo relacionado con la fealdad? En la Historia de la fealdad de Umberto Eco aparece el poeta a modo de ejemplo de cómo esa fealdad afecta al arte y viceversa. ¿Quién era este uruguayo que escondía su nombre tras un seudónimo? El mal del hombre sólo puede vencerse con el mismo mal, reflexionaba un gran amigo, profesor de literatura y filósofo criollo, hablando sobre Isidore Ducasse, del que sabe mucho más que incontables críticos. Y ese es el secreto de Ducasse:Transitar las orillas más oscuras y cercanas al mal para, sin embargo, transmitir los mensajes más plenos de vida”.

Con semejante misión, el autor suma a su personalidad, para metamorfosearse en un ser tricefálico, al Conde de Lautréamont, su seudónimo, que (entre otras variantes etimológicas) podemos definir como l’autre montagne (el otro monte), una clara oposición al contemporáneo personaje de Alejandro Dumas, el Conde de Montecristo.

“Esto lo dejaría en el lugar de un opositor, pero no de Cristo, sino de Dios, y de seguro del Dios vengativo del Antiguo Testamento. Y completando la tríada, encontramos a Maldoror, el protagonista de su opera prima, al que podemos especificar como mal d’aurore, ‘mal de la aurora’, significado que se relaciona directamente con Lucifer, que significa etimológicamente ‘portador de luz’. Este para los griegos es Eósforo, ‘portador de la aurora’ a quien se relaciona con el Lucero (el planeta Venus y la primera luz del amanecer). Tengamos en cuenta que el nombre Lucifer pertenece a la etapa previa a que este se rebelara ante Dios, en la cual era el más hermoso y jerárquico de los ángeles. Teniendo en cuenta esto, ambos, Maldoror y Lucifer, son mensajeros de la luz y buscan la verdad y el amor.

Maldoror es como un arcángel que se encarga de enfrentar a Dios, y odia al ser humano reclamando a ese Dios por ser responsable del malestar de la existencia, reclamo pujante que seguirá latiendo años después en autores como el propio César Vallejo”. (González, Fabio. ‘¿Lautréamont o Maldoror? Sin duda Isidore Ducasse’. Revista Mundo Uruguayo, N° 3, Marzo 2013).

Los Cantos de Maldoror, publicados en 1869, serán el mascarón de proa de aquella protesta, transcurrirán en un cosmos distinto y único, novedoso, cargado de símbolos, efigies, polisemias inagotables, mensajes que sobreviven entre los mecanismos y los componentes de la naturaleza.

Luchó por la patria (si es que tal cosa existe en el arte) a su forma, por la comarca del alma de los seres: la poesía; atacó al hombre por ser bestia inmunda y a Dios por crear tal inmundicia. Y no se cansó. Atravesó las fronteras, trasegó los límites de la paranoia, la superó y volvió. Desgarró las técnicas, los métodos y los sistemas literarios, concibió un lenguaje y mereció (dicen los que saben) la antiliteratura; dicen que se arriesgó, se derrumbó, odió, se odió, lo odiamos, hasta que al final, por una pequeña y opaca grieta, se estrelló de nuevo con la literatura.

Estoy sucio. Los piojos me roen. Los lechones, cuando me miran, vomitan. Las costras y las escaras de la lepra han descarnado mi piel, cubierta de pus amarillento. No conozco el agua de los ríos ni el rocío de las nubes, en mi nuca, como un estercolero, crece una enorme seta de umbelíferos pedúnculos. Sentado en un mueble informe, no he movido mis miembros desde hace cuatro siglos. Mis pies han echado raíces en el suelo y componen, hasta mi vientre, una especie de vivaz vegetación, llena de innobles parásitos, que no deriva todavía de la planta, pero que ha dejado de ser carne. Sin embargo, mi corazón late. Pero ¿cómo podría latir si la podredumbre y las exhalaciones de mi cadáver (no me atrevo a decir mi cuerpo) no lo nutrieran en abundancia? En mi axila izquierda se ha instalado una familia de sapos y cuando uno de ellos se mueve, me hace cosquillas”. Isidoro Ducasse (Conde de Lautréamont), Los Cantos de Maldoror.

Allí está la lucha eterna entre la belleza y la fealdad, entre el bien y el mal. La lucha entre el ello, el yo y el superyó. ¿Lautréamont logró traspasar esa frontera? ¿Es él un verdadero artista?

La relación entre los conceptos es indispensable, según Sigmund Freud. El ello indomable se basa en la complacencia de esos impulsos. Detrás del yo está latente el mundo alrededor, apretando cual mordaza los impulsos. El superego reprime de forma definitiva las pulsiones, en definitiva, la moral y la ética.

Entonces, si nos quitan las capas de ese ego y ese superego, desde un punto de vista biológico o cultural, psicólogo, psiquiatra o filósofo iusnaturalista. Qué tal si nos desnudan de frenos, de lenguaje que nos comprime. Nos descalzan de la civilización, de la cultura, de la moral. ¿Quiénes somos? ¿Qué somos entonces los humanos? ¿Cómo somos entonces? ¿Qué lugar debe ocupar el artista, el pensador? ¿Quién es el verdadero intelectual?

¿Cómo será el ser humano sin frenos? Más allá de dogmatismos, religiones, megarrelatos o ideologías.

La respuesta del ser de los siglos XX y XXI es negativa. No somos pues hombres decimonónicos, abiertos, esperanzados y creyentes a ultranza en la ciencia y el progreso. ¿Qué rezaría la bandera de Brasil si hubiese nacido en estos tiempos oscuros? ¿Qué diría Auguste Comte al ver desaparecer Hiroshima y sus 70.000 habitantes con la misma tecnología con la que luego operan a ancianos y los hacen vivir demasiados años?

El ser humano está definido por una serie de características que comparte más o menos con los demás animales, en general, con los mamíferos. Pero existen otras particularidades del humano que lo hacen el complejo y siniestro rey de la tierra. El hombre rechaza, asesina y principalmente odia. Y necesita inevitablemente de la civilización para vivir en paz, o por lo menos para conocer la paz en contraposición justa de la guerra, estado casi natural del hombre en civilización.

La aversión es el rechazo o la repugnancia viva frente a alguien o algo. Hermana del odio y amante de la violencia, la aversión forma parte del ser humano. Parte de los axiomas más modernos la ubica en la sociedad y no en la esencia del ser. Pues entonces, ¿quién forma la sociedad sino el hombre? Tal vez la masa, que lincha y que no piensa, de Ortega y Gasset. Pero más allá de discusiones filosóficas, la historia de la humanidad basa gran parte de su sentido en esa emoción.

Thomas Hobbes escribió en el siglo XVII que el hombre es lobo del hombre. En un intento de apuntalar el poder absoluto, paría sin saberlo la raíz más fuerte de poder popular. Su Leviatán, su monstruo todopoderoso, no era más que la suma de las soberanías; pero la necesidad de orden era más fuerte que la teoría de la libertad. La espada pública que controla las desquiciadas espadas privadas. Pero, al mismo tiempo, reflexionaba sobre la esencia humana y el estado de naturaleza. El hombre discurre entre el odio, la aversión y las ansias de poseer.

Raymond Dart, en pleno siglo XX, sentó las bases científicas de la teoría apriorística de Hobbes. Dart, arqueólogo renombrado, estudió el cerebro humano y el de los primates y llegó a la estremecedora conclusión de que el hombre es un “mono asesino”. Una simple y aterradora mutación del natural orden de la evolución. Pues entonces el odio, la aversión y, más que nada la violencia, laten dentro del hombre y la mujer, lo hacen humano. Apunta Dart: “Si entre todos los primates el hombre es único, es porque nosotros, a través de millones de años, nos vimos obligados a matar para sobrevivir”.

Para Freud, es tan solo el instinto de muerte, en sus diferentes formas, hacia nosotros mismos y/o hacia los demás; tanto masoquista como sádico. Pues de esta forma las historias de odio, de violencia y aversión pululan en nuestros manuscritos y hasta en la historia oral y, más que nada, en la historia mítica del inicio de los tiempos. Las pulsiones del ser humano lo definen, pero también la efectividad de su cultura para supeditarlas. Somos carne de cañón y el arte, nuestra metralla.

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