Textos: Juan Pablo Labat
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¿Imaginan a algún periodista que trabaje en los grandes medios de comunicación hablando de “clase dominante”?, ¿o de “sectores acomodados”?
No le sería fácil siquiera pronunciar esos vocablos sin acompañarlos de algún comentario que los coloque en el lugar de lo vetusto, de lo pasado de moda, y por supuesto de lo equivocado. Cuando esto sucede, a pesar de la validez política, sociológica y comunicativa de los conceptos, es porque estamos frente a ideas que han sido anatemizadas.
Para hablar entonces de cuestiones políticas es necesario, cuando no imprescindible, referirnos a cosas ocultas.
Para comenzar hablaremos de clase dominante pero no aludiendo a una cuestión relacional, en tanto no podemos definir con precisión si alguien domina a alguien o en qué medida. Hablaremos de clase dominante como una cuestión posicional.
Nos referimos, entonces, a aquellos que estando en una posición superior por su poder social, se auto reconocen como un estamento que tiene, aunque no se deba decir en voz alta, pues debe permanecer oculto, “derechos preferenciales”. Son los que se sienten naturalmente mejores, culturalmente superiores o divinamente privilegiados. Los sutiles o explícitos militantes de la desigualdad.
La discusión sobre la desigualdad es un asunto milenario, y las desigualdades se han legitimado a lo largo de la historia en distintos relatos fundantes que explican y justifican la legitimidad y el derecho de los más poderosos.
La superioridad originaria de orden divino, la superioridad genética, la superioridad moral, el poder fáctico o el reconocimiento al esfuerzo, en sus muy diversas mezclas y formas, han sido las principales ideas que han organizado y sostenido los sistemas de estratificación social más extendidos., Todos ellos perviven hasta nuestros días en lo profundo o en la superficie de nuestras sociedades, con mayor y menor reconocimiento, aunque en general con poca explicitación.
De todas estas ideas, sin dudas, la más legitimada al día de hoy es la que pregona que la desigualdad social es el producto del esfuerzo diferencial de las personas en la construcción de activos sociales, que se transforman en riquezas, y que presenta por corolario que dicha desigualdad no sólo es justa sino que es conveniente, en tanto evitarla significaría un desestimulo al progreso de la civilización.
Estas ideas, postulan que en las sociedades existen individuos muy dinámicos, capaces de desarrollar importantes esfuerzos e innovaciones que producen saltos en la productividad social y con ello en la disponibilidad de recursos para satisfacer las necesidades humanas, incluso creando nuevos horizontes civilizatorios.
Y si bien esos individuos existen y hay ejemplos en la historia donde han cumplido en parte esos papeles, es absoluta y contundentemente falso sostener que las sociedades avanzan por el resultado de esfuerzos casuales e individuales. La innovación técnica, el descubrimiento científico, la acumulación de capacidades, y otro conjunto de prerrequisitos para el desarrollo productivo y social, no son precisamente el producto de esfuerzos individuales, ni de pequeños grupos, que por milagro o genialidad han descubierto la llave del cofre de la felicidad. Decenas de ejemplos hoy documentados muestran no sólo la dimensión colectiva de los grandes progresos civilizatorios sino la inversión pública que incubó y sostuvo a la gran mayoría de ellos.
Las sociedades han avanzado en la construcción del bienestar a través de largos procesos tan complejos como contradictorios, arbitrados por entidades superiores que representan tensos pero en general estables pactos sociales, que se constituyen y legitiman en instituciones, los Estados. Dichas instituciones, como productos de las reglas de juego de las sociedades, tampoco han estado exentas, ni han sido neutrales a los problemas de la desigualdad, en tanto han sido y vienen siendo cada día más, instrumentos intermediarios en la distribución final del producto social.
A este conjunto de arreglos que llamamos Estado es a los que nos referimos, usualmente, cuando tenemos que explicar cómo es que en definitiva, el producto general del esfuerzo de una sociedad se reparte entre sus integrantes, y es un conjunto de creencias, nada menor y por demás complejas, las que nos invitan a pensar que estamos ante situaciones de mayor o menor nivel de justicia.
Repasemos entonces algunas creencias más o menos generalizadas sobre las que se asienta nuestro sistema social identificando a sus promotores y beneficiarios
- La desigualdad social es el resultado del esfuerzo distinto de los individuos por la acumulación de riquezas y posiciones sociales. ¡Esta afirmación es tan conocida como falsa! Si bien es verdad que el esfuerzo entre individuos provenientes de contextos similares produce, generalmente, diferencias en sus logros que pueden explicarse de esa manera. Las diferencias en los logros sociales de individuos provenientes de lugares distantes en la escala social, que realizan esfuerzos similares, son hasta más distantes que las posiciones originales. Alguien que nace entre el diez por ciento más pobre de la sociedad con alto esfuerzo y dedicación, precisará bastante suerte para ver nacer a sus hijos por arriba del 20 o el 30 por ciento más pobre, mientras que alguien que nace en el 10 por ciento más rico no precisará tanta suerte para verlos nacer no mucho más abajo, aunque holgazanee toda su vida. Las estructuras de herencias de capital económico y social son más que determinantes de los logros sociales, incluso mucho más que el esfuerzo, que sin dudas juega un papel pero no el principal.
- Para dinamizar la economía hay que reducir la presencia del Estado en la regulación de las relaciones sociales. ¡Esto es rotundamente falso! Quizá no haya un ejemplo histórico más interesante y obvio que al actual, donde por una parte, se reducen los servicios estatales para atender a la población, en salud, educación, vivienda y cuidados, pero otro lado, se incrementan las actividades represivas. Con la excusa del combate a la delincuencia, se amplían los horizontes de acción de la policía y se desplaza el código penal, un claro pilar de la regulación social, para endurecer el castigo a ciertas conductas dentro de las que se incluye la protesta y la discrepancia (ver LUC y reglamentación del art 38 de la Constitución), mientras se relajan los controles y generan condiciones para el lavado de activos, conductas hasta hace poco delictivas que pasan a ser legales, claramente reñidas con la moral común pero habituales en algunos núcleos de sectores acomodados. Por otra parte, se modifica la participación del Estado en la regulación del mercado de trabajo, pero no para dirimir la natural tensión de clase sino para garantizar el éxito de “la clase dominante”. Obligando incluso al financiamiento compulsivo desde los trabajadores al sector empresarial, posponiendo derechos a ingresos ganados, mientras además el gobierno incrementa los impuestos al consumo por la reducción de beneficios en los instrumentos de débito. Mientras esto sucede, se debilitan las regulaciones que están vinculadas a los sectores más acomodados. En el mismo sentido, es necesario comprender los cambios en las normativas sobre la concentración de la propiedad de medios masivos de comunicación, sobre la regulación de las tierras del Instituto de Colonización, sobre las nuevas disposiciones privatizadoras en materia de telecomunicaciones y combustibles, entre otras. Es decir, quienes abogan por la reducción del Estado, en realidad, precisan un estado mucho más injerencista dado que, agrega como cometido procesar un recorte masivo de libertades individuales y garantizar retornos al capital incluso en actividades hasta ayer ilegales.
- Para poder crecer hay que bajar el costo del Estado. Esta creencia, quizá la más ideologizada y extendida, es además la más falaz. Por supuesto, que como toda frase genérica pueden existir situaciones donde su aplicación sea válida pero en lo que hace a nuestro interés lo analizaremos en relación con nuestro país y aplicada a la historia reciente. El crecimiento económico es una variable compleja y dependiente de múltiples factores, pero uno de ellos y nada menor es el propio consumo interno. Si observamos el PIB, desde la perspectiva de la demanda, dicho consumo interno ha oscilado alrededor del 85% del PIB en los últimos treinta años, por ese motivo el “gasto” público es una variable de peso en el PIB, que incide en forma directa e indirecta. Además el papel de la inversión pública, en varios momentos del tiempo ha sido crucial para dinamizar la inversión privada y para atenuar, al menos en parte, los ciclos de la misma. Pero el gasto público, no sólo es un asunto nada despreciable en el desarrollo de la economía, es también un factor de distribución de recursos que convertidos en políticas ha retornado la condición de ciudadanía a cientos de miles de compatriotas, que estuvieron por décadas sumidos en la pobreza medida por el método que se quiera elegir, y que en los últimos años ha conseguido un insuficiente pero muy mejorado acceso a derechos. Si se mira la distribución de ingresos por el índice de Gini antes y después de asignar el gasto público social (incluyendo pasividades), veremos que dicho gasto reduce casi 8 puntos la desigualdad, mostrando que es una política eficiente para tales efectos. Pero tampoco termina aquí el asunto del gasto. Hemos escuchado decir a los principales representantes de los grupos acomodados del país que tenemos un desmedido gasto público, que tenemos una carga fiscal imposible y que por ello somos de los países más caros del mundo. Recuerdo a Ernesto Talvi comparar a Uruguay con Suecia y añorar parecernos a Perú o Paraguay y todo ello sin el menor análisis sobre la estructura social y económica de los países que estaba comparando, sus niveles de riqueza, sus problemáticas, y sus valores democráticos y sociales. Uruguay es el país más envejecido de América Latina, con tasas similares a los países de Europa y sin llegar al nivel de gasto relativo de ninguno de ellos, a pesar de que en ellos, el nivel de riqueza más que duplica el nuestro. Es decir, los países de Europa con los que se quieren comparar resultados sociales tienen mayor carga fiscal pero además sobre valores de ingreso per cápita que más que nos duplican. Y quienes critican nuestro gasto nos presentan como una sociedad ineficiente que cobrando lo mismo que ellos no igualamos su bienestar. ¡Un gran verso! Pero lo otro que ocultan quienes más manija dan con este tema es que la mitad del gasto nuestro va directamente, y en forma creciente, a la seguridad social, por lo cual, cualquier recorte sustantivo del gasto afectará, como lo veremos en breve pensiones y jubilaciones. No solamente es falso que tengamos un gasto público desmedido sino que es insostenible poder tener cubierta a una población con el nivel de envejecimiento como el nuestro en materia de seguridad social, y atendidas las restantes funciones sociales con niveles básicos de calidad y cobertura, con menor carga fiscal. El verdadero asunto es el que no se dice y consiste en que las tasas de ganancia empresarial serían mayores si bajáramos la calidad y las coberturas de las políticas sociales universales (salud, vivienda, educación, cuidados, seguridad social), y de eso se trata. Pero para ello hubo que engañar al 80% de la población que claramente no se beneficia con el modelo de prosperidad de los empresarios multicolores.
- Y ahora vamos a desarrollar la última creencia inculcada con el mayor énfasis por el sistema de comunicación política conservador: El asunto de la pobreza es un problema personal de quienes no han podido aprovechar las oportunidades que la sociedad les ha brindado. Y esta frase es la que cierra el círculo del perdón para “la clase dominante”. Como si las oportunidades estuvieran esperando a la gente a la vuelta de la esquina. Si bien, hay mucho para decir sobre este asunto voy a arrimar un razonamiento básico pero muy potente que ilustra el problema. En nuestras sociedades de mercado, capitalistas y periféricas, nunca hubo, al menos en el último medio siglo, el suficiente nivel de empleo como para ocupar a toda la población con intención de trabajar. A su vez, podemos agregar al diagnóstico que, en la mitad más pobre de la población, de la clase media para abajo, incluyéndola, nadie, o casi nadie, en edad activa vive de otra cosa que no sea de su trabajo. En nuestro caso, con números recientes, podemos definir un piso de desempleo de entre 100 y 150 mil personas, las cuales ni en los mejores momentos del país han tenido la tan mentada oportunidad de trabajar, pues nuestra sociedad generó entre 100 y 150 mil empleos menos que los necesarios. Esas personas son o fueron buena parte de nuestros pobres. Pero este simple razonamiento aplica a muchas otras cuestiones sociales donde casi ninguno de los resultados sociales tienen algo que ver con la voluntad de las personas, como vivir en ciertos lugares donde no hay buena locomoción, o que no existan servicios educativos o de salud de calidad, o el tiempo de viaje y el costo para el acceso es muy alto, o la carga de cuidados familiares es incompatible con la oferta laboral disponible, etc.
Si bien es verdad que muchas personas no han progresado en su vida habiendo tenido oportunidades, incluso muy buenas, esas personas se reparten por toda la escalera social y las razones por las que eso sucede son más bien de orden personal. De ahí a postular que “el problema de la pobreza” tiene algo que ver con aprovechar oportunidades, hay una distancia gigante, y si la afirmación viene de quienes además tienen algo de lectura sobre el tema, como es el caso de periodistas, comunicadores, políticos o académicos, ya no se trata de un error sino de manipulación mal intencionada.
En suma: estos cuatro puntos, 1- la desigualdad como proceso natural y virtuoso de la sociedad, 2- el dinamismo social como consecuencia de la retracción del Estado, 3- el crecimiento económico que se vincula a la reducción del gasto y 4- la pobreza vista como un asunto de la voluntad de las personas, son cuatro pilares ideológicos sustantivos del pensamiento conservador, o más bien de la dimensión conservadora del pensamiento, que lejos están de poder ser demostrados y que han sido históricamente mentidos por las clases dominantes y sus servidores para conservar sus privilegios.
Pero mucha gente es capaz de sentirse representada por estas ideas, si las considera en forma aislada. Siempre existen ejemplos, o juegos de razonamiento, que las hacen parecer reales, o al menos plausibles. Pero ninguna de ellas, así como otras igualmente fraudulentas, muchas relacionadas con la educación pública, la seguridad y lo público en general, resisten un análisis serio e informado.
Quienes las difunden lo tienen muy claro y gastan mucho dinero y esfuerzo profesional en poder presentar estas ideas en sociedad con relativa aceptación.
En años recientes se han dado a conocer poderosos emprendimientos transnacionales que vienen financiando la generación de iniciativas comunicativas y de elaboración de contenidos (usinas de ideas, o think tanks) para difundir tanto contenidos como nuevas técnicas para inculcarlos en la población, y vienen contratando para ello intelectuales a sueldo, comunicadores públicos y empresas de publicidad, asociadas al desarrollo de emprendimientos políticos locales para la implantación de una nueva derecha mundial.
Los resultados de las encuestas sobre valores morales, en buena parte del mundo, vienen confirmando que el éxito obtenido no ha sido menor. Buena parte de la izquierda sin embargo sigue pensando que la transformación social es un problema de gestión.