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De espectros y villanos

El guerrillero

Por Leonardo Borges.

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Enero, 1811…en algún lugar de la Banda Oriental…

Se despertó sobresaltado, hacía varias noches que le sucedía lo mismo. Abrió los ojos profundos, miró el cielo negro salpicado de tanto en tanto por algunas estrellas, y suspiró. Estaba nublado. Miró a su alrededor y todo era familiar, pero nunca había pisado ese suelo. Era como un deja vú constante, esos hombres, esos sitios, todo parecía mezclarse lastimosamente. Pasado, presente y tal vez, futuro. Eso lo turbaba demasiado. El futuro. Nunca le habían interesado tales cosas, nimiedades. En la vastedad de la campaña, en la soledad de la sierra, sólo hay presente y nada más. Lo que pasó, se lo llevó el viento, y lo que vendrá, a nadie le interesa.

Pero él sabía que no podría escapar al destino. Atizó las brasas de una fogata lúgubre, mandó al centinela a dormir y se quedó sólo, mirando al fuego, fuerte y solemne, eterno y fugaz, pues nadie puede cambiarlo, es y seguirá siendo fuego. No hay metamorfosis posible, más que la que los demás elementos sufren ante él. Él era, y seguiría siendo a pesar de lo que pasara. Era un poco fuego, era un poco fuerte y solemne, aunque tenía miedo de ser demasiado eterno y fugaz. Un indio a lo lejos lo miraba, sus ojos como a un gato montés, le brillaban en la noche. Siempre lo cuidaba…aunque él no necesitaba vigilantes. Mucho sabía con su cuchillo, con su cuerpo, pero sobre todo con su lengua. Cuantas veces saldó algún  lío en la pulpería con solo una palabra de su boca. Cuando él hablaba se hacía un silencio de muerte. Todos le temían, lo respetaban. Era el respeto profundo a un hombre capaz molerte a palos, incluso de matarte, pero que no lo hace, a menos de ser absolutamente necesario. Eso es escalofriante hasta los huesos. Eso es poder. No pude dejar de sonreír al pensar en eso.

Caminó hasta mí, mirando hacia abajo, masticando lentamente una semilla de ceibo,…me miró fijamente y preguntó: Si voy, ¿me seguís?

-Hasta la muerte, respondí. Esa no era la respuesta que necesitaba. Me miró a los ojos, frunció el ceño y volvió a suspirar. Se sentó en cuclillas a mi lado y me palmeó la espalda. Eso era más que un abrazo para él. Creo que la palabra es templado. Él era templado. Sólo hablaba lo justo y nada más, como si las palabras se gastaran con su uso. Gesticulaba lo justo y se acercaba lo necesario. Yo lo comprendía. La muerte había tocado su puerta y le había quitado dos veces, dos ángeles. Aferrarse era peligroso.

Me contó que había soñado con batallas, con muertos y con gloria. Había dolor y había goce. Había columnas de seres taciturnos que componían una pletórica caravana. De cabezas gachas y ojos tristes dejaban su tierra, caminaban como penando. El desarraigo es la forma más cruel de postración, parece ironía, moverse a veces es estar quieto, inmóvil, atado con  meneadores, cómo postrado en una cama. Yo me muevo cuando quiero moverme, y eso me hace humano. A la cabeza del desfile se veía él, como si otro soñara su sueño. Era su pueblo y sufría, y a pesar de eso, estaba detrás de él como una partida.

El sueño acababa con un árbol perdiéndose a lo lejos, ese era el final, ese era su final, pero no lo comprendía. Estaba patrullando hacía días con su escuadrón, aunque todo parecía tranquilo. Pocos días habían pasado desde que se movieron, las órdenes de Montevideo, los mandaron a la Colonia.

Pero los vientos habían cambiado y él lo sabía. ¡Vaya que lo sabía! La tierra que lo había parido estaba revuelta. No se sabía bien que, pero algo pasaba, y era de esos momentos donde se ven los hombres, los verdaderos hombres, y no chapetones imberbes. Donde hay que apretar la rienda, lastimar la verija y tomar decisiones. Él lo había hecho tantas veces. La responsabilidad pesa en la espalda de un hombre, pero nunca le había tenido miedo, pero, ¿Por qué ahora?

Hace años escupió en la cara a los pitucos de la cuidad y se fue solo a recorrer la sierra, a hacerse gaucho entre los gauchos, indio entre los indios, baqueano de mil caminos. A recorrer sin rumbo definido, a sentir en las espuelas la libertad. Luego, cuando apretaban las necesidades, cuando la familia mordía la oreja del que dirán, dejó la vida alzada y formó yunta. Se hizo Blandengue por el indulto de Olaguer, viejo amigo de la familia. Costó mucho aquello, explicarle a los paisanos quien era ahora. Pues era el mismo, pero más maduro. Igual lo siguieron como en procesión. Nunca soñó el virrey, que un montaraz le iba a sostener su policía. Si no fuera por él, no vendría nadie a hacerse milico. Hizo yunta rápido y la desgracia golpeó fuerte en aquel rancho. Dos críos muertos, dos prodigios que se fueron al cielo y se llevaron con ellos la poca cordura de doña Rosalía. Otro golpe duro…la vida son golpes y caídas, golpes y caídas, me dijo una vez. Debió llevar a cuestas el legado de la familia. Uno debe ser lo que se espera que sea, un sueño, una quimera de otro, de otros, la ilusión de un buen arreglo, una vida tranquila, resultado de un título, un apellido, de una alcurnia ajena. Mi compadre se escapó, salió como quien lleva el diablo sin mirar atrás. Se le escapó a su acomodo, a lo que todos esperaban, a la normalidad.

Decisiones ha tomado mi compadre, ha tenido lo que hay que tener pa soportar las habladurías de aquí y allá. Pero ahora se siente viejo. Viejo pa empezar de vuelta, para dejar atrás todo, borrar con el codo el pasado y escribir una nueva página, una hojita en blanco. -¡La guerra es una mierda! Me gritó ayer,…una mierda. Quieren que ponga mi espada al servicio de la muerte, de la guerra…al servicio de los pitucos, de los mandones de la capital, ahijuna…

-Pero es por la libertad, es por el rey, le dijo el teniente Hortiguera…

-Y vos que sabés del rey y de la libertad  ¿acaso no sos libre?  Hace dos años eras un gaucho alzado, vivías de faenar y venderle a los portugos. Tabaco, caña y yerba, y un zaino fresco, ¿qué más?

-Pero los godos no pueden hacer lo que quieran, quien mierda se creen.

– tal vez tengas razón, pero cuando hundas tu espada en el primer pecho, tu pecho sentirá también el frío acero, cuando pegues el primer grito antes de la montonera, no podrás saber cuando se extinguirá, ¿estás preparado para pelear contra los que ayer eran tus compatriotas? Un silencio de muerte, sepulcral, proverbial selló aquella conversación. Eso sí, cuando hablaba decía lo que tenía metido adentro y no más.

Pepe no estaba convencido. Los sueños y las pesadillas lo aturdían. Eran cuarenta y tantos años que cargaba en su espalda. No era fácil la decisión. La Banda Oriental se había quedado muda ante el grito de mayo. Montevideo era obtusa, eso no estaba en discusión, y vaya que él lo sabía. Cruces se hacía antes de entrar a ese conventillo. Hace alg unos años le pedí conocerla, por pura curiosidad, hasta quizás por un poco de envidia, de querer ser como ellos. Él sólo me miró y escupió: me volé del nido pa sacarme las rejas que me aprisionaban, me fui lejos muy lejos, para destruir las murallas que me asfixiaban. Encontré la serenidad por fin, con mis hermanos. Por eso, porque conozco de lo que hablo, te pido que no levantes murallas, que no siembres rejas, porque es tan difícil sacarlas de adentro de uno. No entendí nada de lo que me dijo, hasta hace poco.

Los hombres de aquel mayo estaban perdiendo a lo que jugaban. Era difícil tomar la decisión. Un hombre está siempre sólo, y sus decisiones lo revuelcan en las olas, lo tiran y acaso lo ahogan. Pero él no estaba solo con su alma, detrás de él arrastraba miles de hombres, de gurises y de mujeres. Sus migrañas constantes eran por eso. Le dolía la decisión que iba a tomar.

No por él, le sobraba valor, sino por ellos. ¿Llevaría a todo aquel pueblo a la muerte o a la libertad?

Era principio de año, del año de Nuestro Señor de 1811. Estábamos acampados en espera de órdenes en Colonia.

Yo lo seguiría hasta cualquier sitio, hasta el infierno…yo lo cuidaba. ERA mi amigo, mi maestro, mi padre.

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