Max Weber definía una acción racional como aquella que usa medios conducentes para la obtención de un efecto deseado. Pero agregaba algo más, un detalle de visible agudeza: decía que para calificarla de racional deberían analizarse también las consecuencias indirectas, mediatas, de la acción, posteriores al efecto o efectos inmediatos. Porque, decía Weber, difícilmente se puede calificar a alguien de racional si con su acción desencadena consecuencias -posteriores a los efectos- que pudieran tender a anular o aminorar la magnitud o continuidad de esos efectos obtenidos.
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Innumerables acciones cotidianas y políticas pueden ilustrar el extremo cuidado que se debe tener con las consecuencias, para que no contradigan nuestra persecución de un efecto, meta, fin, objetivo, ni que resulten posteriormente contraproducentes o bumeranes. Repetir acciones que parecen conseguir sus objetivos, metas, efectos, por ejemplo, pero que suscitan consecuencias que operan en contra del efecto, fin, meta, objetivo, entiende Weber que no debería ser calificado de racional, porque en definitiva no lleva a la consolidación del efecto deseado.
Proponemos analizar de este modo, típico de un científico social, acciones cuyos efectos inmediatos y directos compartimos, pero sobre las cuales creemos que no se han sopesado suficientemente las consecuencias negativas que podrían haber desatado (caso 1), o que podrían desatar en un futuro nada lejano (caso 2).
Caso 1: Regulación estatal del cannabis
En diciembre de 2013 se promulgó la ley de regulación estatal de todo el ciclo del cannabis, desde la siembra de la planta hasta la venta al público del producto final, oferta legal que se suma a los clubes de consumo adulto y a los autocultivos para consumo íntimo (quedan fuera los turistas, los menores y quienes consuman desde fuentes diversas a las nombradas).
Algunos efectos deseados de reducción de daños del ciclo son la disminución de las bocas de venta, un cierto combate al narcotráfico y a la calidad variable de esa oferta, una muestra de alternativas al fracaso de prohibición internacional dominante y hegemónica, una mejor garantía para los conocidos de los usuarios sobre los avatares sufribles para su acopio, y por último una aproximación a una difusión del uso de cannabis medicinal no recreativo.
Sin embargo, hay dos consecuencias no queridas que parecen ser de signo negativo. Una de ellas, ya prevista por los impulsores y legisladores: la aparición de un ‘mercado gris’ de intercambio entre las fuentes legales de oferta y la demanda negra. Pero hay otra, no pensada como consecuencia, relacionada directamente con la entrada del Estado en el mercado. En efecto, el gran narcotráfico no es herido sustantivamente por la porción de mercado que empiezan a ocupar el Estado y los beneficiarios de la ley, pero para algunos vendedores medios, ni grandes acopiadores ni vendedores de microtráfico al menudeo, el mercado se reduce y tienen que salir a pelear por una menor cantidad de puntos territoriales de venta e influencia.
En la medida en que no hay reglas formales de división del mercado, como corresponde a una actividad clandestina, la lucha puede muy bien asumir la forma de ajustes de cuentas por conflictos de participación en un mercado menguante. Entonces, si por un lado la ley apuntaba a una reducción de la criminalidad, de los delitos judicializables y de la salud pública como efectos del ciclo tal cual era, efectos que fueron logrados, por otro lado una consecuencia de la operación de la ley podría traducirse en un cierto aumento de algún tipo de criminalidad y de mayor mortalidad entre heridos y daños por acciones violentas. Creemos que debe atraerse a esos vendedores medios perjudicados por el ingreso comercial del Estado en el mercado y ofrecerles trabajos alternativos (o en el rubro), así como se promueven sustituciones de cultivos en otros países de la región.
Hay que ocuparse de los vendedores perjudicados del antiguo mercado negro. Son ciudadanos que probablemente entraron en el tráfico por carencia de alternativas para acceder a las que precisan más capital económico, educacional, social y cultural; si han derivado, para sí y los suyos, hacia un modus vivendi que el Estado perjudica ahora, deben ofrecerse alternativas para que las consecuencias esperables, pero que al parecer no se previeron, no se manifiesten bajo la forma de las delictividades consecuentes que se buscaban reducir. Efectos anticrimen entonces, pero consecuencias criminógenas. Debe tenerse mucho cuidado, porque hay que poner a ambos factores, efectos y consecuencias, en la balanza.
Caso 2: Recuperación de la autoridad estatal
Es muy claro que los operativos en Casavalle y en Jardines de Hipódromo eran muy necesarios para que las poblaciones esclavizadas y abusadas fueran restituidas y sus derechos vulnerados recuperados. Para que esos modelos no fueran emulados por su impunidad, como ha sucedido en Brasil, Colombia, México y tantos otros países en que mafias multidelictivas se instalan territorialmente, y a cambio de proporcionar cierto nivel de bienes y servicios insuficientemente provistos por los gobiernos se enquistan territorialmente cuestionando la autoridad y dominación del Estado en áreas y actividades determinadas.
Conseguidos los efectos buscados de restitución de los desalojados por las violentos y delictivos usurpadores, de judicialización de los usurpadores y delincuentes, de erosión de las bandas responsables, y de rediseño territorial y de la convivencia, nos guste o no, nos parezca o no merecido, los miembros de las bandas desalojadas y los suyos, dependientes de sus actividades anteriores, tendrán que vivir de algo. Y si no se les facilita alguna salida negociada, se tendrán que dedicar, como los narcotraficantes medios de los que hablamos recién, a otras actividades delictivas o a una guerra con otros por mercados explotables desde otros delitos.
Así como se negocia con los cultivadores de drogas ilegales, y como se lo hace con guerrilleros que adoptan la vida política institucional y dejan las armas (que los tupamaros no se olviden), de modo semejante se deberá ocupar el Estado en este tema. Copio a continuación una frase con la que discrepo: “El ejercicio de la autoridad activa quiere decir que no se realoja a usurpadores y no se beneficia con políticas de Estado a quienes se beneficiaban con eso”. Totalmente en desacuerdo; el Estado debe atender a todos los ciudadanos y sus carencias, por mandato constitucional y más allá del paladar negro social que repugna al lumpen delictivo. En algún lado van a tener que vivir; de algo van a tener que comer y vestirse. Mejor que se les ayude a hacerlo, en accesos a vivienda, capacitación y trabajo. De lo contrario, los modos que van a tener a mano para sustituir los ingresos que el Estado les ha recortado, con mayor o menor razón, muy probablemente sean delictivos y violentos. Porque son los nichos de mercado a los que pueden acceder, o bien porque son las áreas donde tienen conocidos, socialización anticipatoria y know how para desempeñarse.
No se debe introducir, en un contexto democrático, con gobierno supuestamente de izquierda progresista, la idea de que los infractores son enemigos del Estado y no deben ser beneficiarios de políticas de Estado. Es peligrosísimo ideológicamente; condena a muchos desprivilegiados (sean criminales o no) y sin capitales vitales al delito como modus vivendi y a la violencia como modus operandi. No seamos como aquel jefe de Policía que decía en público que lo mejor para terminar con las barras bravas de los clásicos era llevarlos a todos a un campo y que se mataran entre ellos.
Más allá de sus actividades, sus moralidades y sus modales, son ciudadanos a los que el Estado los ha despojado de sus modus vivendi y operandi, de los cuales vivían ellos y los suyos, mal que bien, y que muy probablemente eran desprivilegiados antes de su carrera delictiva. Hay que intentar negociar con ellos su futuro y el de los suyos, en especial el de sus menores a cargo; porque, salvo que piensen quemarse rápido y en su ley, hay espacio y tiempo para que muchos elijan otros caminos que el Estado y gobiernos tienen la obligación constitucional, el deber moral y la responsabilidad cívica de ofrecer. Y hasta para reducir daños y prevenir criminalidad probable.
En suma, obtenidos esos tan deseables efectos perseguidos tanto por la ley de regulación estatal del ciclo del cannabis como por la restauración de la legalidad y la autoridad estatal en territorios usurpados, ¿qué consecuencias indeseables y no suficientemente previstas pueden surgir de la evolución de esos efectos logrados? ¿Cómo podemos anticiparlas y minimizarlas? Creemos que tanto como a las acciones que produjeron esos deseables efectos, Estado y gobiernos están también obligados a anticipar y corregir esas consecuencias indeseables probables.