El Pibe es de ficción: es el primer y muy admirado largometraje de Charles Chaplin, que cumple 100 años; el Morro es de carne y hueso: es Santiago García, delantero originario de Nacional de Montevideo, de pasado por selecciones juveniles, River Plate uruguayo, Brasil y Turquía; desde 2016 en Godoy Cruz de Mendoza, goleador histórico del club, 30 años, que se suicidó hace unos días. Dos temas relevantes de la semana, con trasfondos comunes de trayectorias vitales complejas, difíciles, con algunas comunalidades que pueden valorarse en Argentina y Uruguay, seguramente.
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100 años de El Pibe de Chaplin
Primer largometraje, mudo, sonorizado de modo medio agobiante, con la misma música a través de todas las peripecias, que no siempre coincidía plenamente con lo que ocurría, pese a recoger el talante medio del filme. Largometraje para los usos de la época, ya que sus 68 minutos lo colocarían hoy más como un mediometraje.
Filme justamente famoso por la mezcla exitosa de humor, drama, multitud de peripecias, retrato de época, crudo diagnóstico de desigualdad social, ternuras reiteradas y variadas; con actuaciones sobreactuadas, como lo hace necesario el cine mudo, expresiva y descriptivamente anclado en la comunicación no verbal, en la mímica exagerada para comunicar sentido y emociones. Con el tempo acelerado típico de Chaplin, tempo que, de por sí, contribuye a dotar de ambiente ficcional a las aventuras.
Quizás uno de los trucos que captan mejor a los espectadores es el final feliz, luego de un crescendo de dramaticidad que, antes de la vuelta de carnero final, prepara, como aconsejaría ya la Poética de Aristóteles, la máxima felicidad final con la máxima infelicidad relativa para todos los personajes. Porque en un momento, a todos los personajes les va mal, aun dentro de la situación trágica en que los coloca desde el inicio el filme: la separación de los padres biológicos del pibe amaga solucionarse pero no se concreta; el más o menos fortuito hallazgo por Chaplin del bebé abandonado parece resolver lo peor de su destino; pero la tierna relación de Chaplin con el pibe parece deshacerse, y muy lacrimógenamente, cuando el chico es llevado para su ‘mejor’ atención a un orfanato público.
El único personaje que siempre mejora es la madre biológica del pibe, que, luego de abandonarlo sin recursos para mantenerlo, se arrepiente, lo busca denodadamente hasta ofreciendo rescates, lo que finalmente consigue, tiene gran éxito en el teatro, rechaza a su antigua pareja y prefiere readoptarlos, ahora en su gran mansión, a su hijo y a quien lo trató con tanta bondad desde su abandono inicial (final feliz, superior a los que soñó como bienaventuranza Chaplin, en las escenas oníricas con los personajes alados).
En este espacio, simplemente dos aspectos deseo subrayar. Uno, la visión de lo público y lo privado, y dos, la tolerancia tierna del crimen para sobrevivir y con desarrollo humorístico, cuando ese mismo crimen, en otras dimensiones y sin humor, solo puede despertar seria condena.
Uno. Chaplin parece sugerir que para la situación de orfandad, una satisfactoria relación privada resulta mejor emocionalmente para el infante que la mayor frialdad, aunque quizás más segura, de un orfanato público. Al parecer Chaplin fue, al menos en parte, autobiográfico, en la construcción de la peripecia y de sus personajes. Las dramáticas escenas en que las autoridades del orfanato, secundadas por la policía, le arrebatan al levemente enfermo pibe con la excusa de que lo cuidarán mejor que Chaplin, muestran la mutua desesperación, hasta sugiriendo que el pibe lo trata de ‘papá’ mediante filmación en primer plano de sus labios. Es posible, en este rubro de la crudeza social acompañada de ternura que la sobrepasa y trasciende, que nunca hubiera habido, hasta ese entonces, una descripción tan vívida ni vivida de una situación socialmente precaria en el cine.
Dos. Como el letrero escrito anuncia, Chaplin y el pibe ‘trabajan’ cada día una calle de la ciudad. ¿La tarea? El pibe rompe vidrios de ventanas y vidrieras, huyendo velozmente, Chaplin llega ‘casualmente’ después, acarreando vidrios para reponer, y es recibido con alegría por los damnificados. En la medida que el público está del lado de los delincuentes, no hay heridos ni dañados graves, y la actividad es de subsistencia más que de lucro, el asunto no despierta condena, y por el contrario, sonrisas si no carcajadas, sobre todo cuando Chaplin aparece distraídamente con los vidrios y cara de póquer.
Pero la modalidad de los personajes, en disculpable dimensión micro, no debería hacernos olvidar, a nivel macro, que hay países que provocan desórdenes para invadir, y pueden ser bienvenidos a su llegada; y que hay destrucciones bélicas que en parte se justifican por las ganancias que se obtendrán; el vicepresidente Cheney era accionista de empresas de reconstrucción de lo bombardeado por Estados Unidos en Medio Oriente. Así que no hay que regodearse demasiado con la pequeña picardía risible de Chaplin y del pibe, porque puede ser sumamente letal e injusta a escala ampliada. El humor y la necesidad son explicables amortiguadores de una más profunda reflexión, que no debe impedir la risa ni el perdón, pero que no debe impedir tampoco enérgicas y serias condenas cuando el daño es mayor y el fin diverso de la supervivencia.
El complejo suicidio del Morro
De lo que se sabe hasta que escribo esto, los ingredientes de la drástica decisión serían los siguientes.
Uno. Una coyuntura difícil en su carrera como peripecia vital: se le había comunicado por el presidente que no seguiría como jugador del Godoy Cruz, golpe duro dado su carácter de ídolo y goleador máximo de su historia. Tampoco se habían efectivizado posibilidades con Estudiantes y con Gimnasia, en La Plata; ni en Vélez en Buenos Aires; ni en Nacional de Montevideo. Usted me dirá que a muchos jugadores les ha sucedido ese tipo de trance cercano al fin de carrera. Sí, pero hay más.
Dos. Estaba en tratamiento psiquiátrico por depresión, instancia a la que las malas noticias, la incertidumbre futura sin duda contribuirían y en un aislamiento preventivo tan letal como los son los de la covid.
Tres. Tenía un cierto pasado con drogas como la cocaína, y una tendencia a engordar que complicaba ciertamente su porvenir deportivo, que quizás estaba entrando en su curva descendente.
Estos problemas lo convertían, según los dirigentes, en un ejemplo negativo en un club que necesitaba modelos positivos de otro tipo (pese a ello tenía muy buen ambiente en el plantel y el club). Recordemos que en circunstancias de depresión severa, las malas noticias, el aislamiento de los continentadores y la incertidumbre son poderosos incentivos para la recaída en el consumo de sustancias que llevan a la superación inmediata de la depresión, pero a la vez a la adicción a ellas.
Cuatro. Estaba con mucha necesidad de ver a su familia, que está en Montevideo, en particular a su hijita, que hacía un año y medio que no veía, debido a la circunstancia de la covid-19 (que va a matar, de otras cosas, a muchos más que los que mataría el virus, en el empeño de que no se mueran de covid-19, tiro por la culata).
Usted me dirá otra vez que habrá muchos otros en la misma. Y es cierto, pero no sé si junto con las otras 3 condicionantes anteriores a esta.
Cinco. No le avisó nada a nadie, ni parece haber dejado notas explicativas, o de condena o perdón. De modo que debe haber sido una decisión abrupta, catalítica, de gota que desborda, aunque ya poseía el arma con que se eliminó (no necesariamente para eso).
¿Hubo algún hecho superviniente a las condicionantes? Que se sepa, por ahora, no. Pero puede llegar a saberse algo luego de las investigaciones policiales y fiscales, en marcha. De paso, ¿cuánto contribuyeron las soledades letales a las que condenan las medidas ‘sanitarias’ preventivas del virus a crisis psicológicas, psíquicas, como la que padecía el Morro, que son desatadas o agravadas por esas medidas? Porque lo que hacen es desatar o agravar crisis de soledad y falta de los continentadores de crisis (familia, amigos, compañeros de equipo). Por ejemplo el ecuatoriano Ayoví, jugador, con quien intercambió los últimos mensajes, a quien le dijo en broma aparente que lo había abandonado, lo que desesperó tardíamente al ecuatoriano cuando percibió la importancia que pudo haber tenido ese mensaje, que entonces no valoró.
Especulemos, con estos insumos trascendidos, que a una crisis de depresión instalada, se le suman malas noticias deportivas, de impacto económico y en su autoestima; a ello se le suma la soledad de las letales medidas sanitarias, privándolo de continentadores naturales para lo anterior. Uno puede especular, de forma atrevida, que podría haber recurrido a drogas como la cocaína para escapar a la depresión, la soledad y las malas noticias a presente y a futuro. En un momento de depresión durante el consumo puede haberse planteado una alternativa vital cuyos polos eran, ambos, indeseables: por un lado, una carrera en decadencia y en soledades sanitarias; por otro, adicción para escapar a lo anterior. Resultado posible: “No tengo salida, mejor me voy y no perjudico a nadie a futuro”. Es aventurado, pero posible y con muchos antecedentes plausibles.
Quizás la autopsia pueda iluminar la plausibilidad de nuestra tan atrevida como fundada hipótesis motivacional del final del Morro; ni sé si lo sabremos, o si lo hará saber quien lo pudiera llegar a saber, o si trascenderá, más allá de bolazos. Difícil. Complejo.
De todos modos, es violento tener que publicar hipótesis como la anterior. Pero es el destino de las personas públicas, el precio alto que deben pagar por su fama, su bienestar, su estatus relativo. Invitamos a los lectores/as a consultar Google, en las aperturas sobre el Morro García y su suicidio, lo que escribió sobre la penuria profunda, más allá del brillo superficial, de los jugadores profesionales famosos, el exjugador Mathías Cardaccio. Búsquelo allí, en las redes, como pueda; hay allí hasta motivaciones profundas para cosas como la que le ocurrió al Morro García. Es muy perceptivo, muy bien escrito, muy valiente, no se lo pierda; completa notablemente lo que intenté en este breve espacio.