En un tiempo tan extenso de elecciones como el que nos espera, desde ahora hasta mayo de 2020, y con un inminente sudamericano de fútbol con países tan ‘americanos’ como Japón, es buen momento para revisar algunos aforismos populares que parecen tener alcance global y seguramente estén rodando y sean aplicables a todo tipo de circunstancias. Algunos son muy buenos, apretados extractos de saber humano cotidiano históricamente acumulado, otros más discutibles, y algunos estruendosamente equivocados. “Es la excepción que confirma la regla”. “Pasará la pelota, pero no el jugador”. “Es la ley del ex”. “Los chanchos no votan a Cattivelli’. Y un largo etcétera de aforismos y dichos. El que nos ocupa hoy es aplicable -por ejemplo- a la distancia entre conceptos y promesas de campaña respecto de futuras realizaciones gubernamentales, pero también al hiato entre palabras de entrenadores y práctica de los jugadores en la cancha, entre otros rubros de vigencia. En fin, un aforismo relevante para dos grandes pasiones deportivas uruguayas: el fútbol y la política, en realidad vivida popularmente como más cercana a la Vuelta Ciclista que a un manual de politología.
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Campañas versus gobiernos
Leyéndolo en clave estrictamente, el aforismo “Del dicho al hecho, gran trecho” puede abarcar dos significados muy diversos. En principio, como lectura maligna, denunciaría la inescrupulosidad electorera de los políticos que prometen, en planes y programas durante sus discursos de campaña, intenciones y deseos que luego no concretarán cuando gobiernen. Y en segundo lugar, como lectura benigna, describiría las dificultades que existen para asegurar la implementación de planes y programas dada la naturaleza cambiante de la realidad sobre la que se opera, y con los obstáculos que los sistemas políticos, con su estructura y funcionamiento medios, oponen a la materialización simple de deseos e intenciones previas.
Lectura maligna. Los inescrupulosos y ambiciosos políticos, en su desmedido afán por captar el voto, fingen sostener valores y acariciar deseos, encarnados en planes y programas que sintonicen con la opinión pública y el sentir popular; aunque luego, obtenidos los cargos perseguidos, no cumplan lo vociferado entusiastamente en los estrados y spots publicitarios. Sirven siempre como caricatura de ello palabras de un político colorado de fines de los 40, Domingo Tortorelli, que prometió hacer todas las calles en bajada y que saldría leche de las canillas públicas. Ni Pinchinatti o el Flaco Esmoris alcoholizados se hubieran animado a tanto. En realidad, la promesa de Juan Sartori de crear 100.000 empleos, tan criticada por no estar fundada, tiene muchos otros ilustres antecedentes en la política criolla; un programa de periodismo político rescató un video de Danilo Astori prometiendo 200.000, sin aclarar si lo dijo con fundamento en su financiación o no. Sería posible acumular dichos similares en el espacio-tiempo multipartidario ahora que se dispone de buscadores informáticos y de limpiadores sofisticados de imagen y sonido. Ya en el tercer cuarto del siglo XIX, Herbert Spencer escribió un vitriólico artículo llamado ‘Fetichismo político’ en el que, resumidamente, decía que era increíble que la gente, acostumbrada a ser siempre defraudada por sus votados, volviera a votar en la siguiente elección con renovada fe y esperanza en los que siempre les habían fallado (“pero es tan fuerte el fetichismo político, que ni esas experiencias ni otras parecidas que ofrece cada oficina pública disminuyen la fe de los hombres”). De modo agudo y pionero, bien informado de los primeros hallazgos de la antropología, Spencer decía que el sistema político, y en especial sus candidatos, jugaban el papel que los aborígenes australianos le daban a los churinga, unos trozos de madera a los que adjudicaban cualidades y poderes maravillosos, y a los que por eso adoraban y regalaban, hasta mediante cruentos sacrificios. Las yihad y cruzadas, entre otras aventuras, continúan esto. La idea de ‘fetiche’ y su aplicación desde el mundo indígena al supuestamente civilizado (lo que Spencer también cuestiona) lo explican desde el genio del inglés. Hoy, el mundo civilizado sigue pletórico de fetiches como los indígenas, muchos de ellos políticos. Son idealizaciones proyectivas pararreligiosas en las que la gente quiere creer para hacer más soportable su cotidiano. Como decía un agudo analista político brasileño, el pueblo está tan mal que está “condenado a la esperanza”.
Lectura benigna. Hemos visto en columnas anteriores que, lamentablemente para las democracias y sistemas políticos y sociales, cada vez más populismos carismáticos intentan seducir emocionalmente y alcahuetear al soberano sondeando y aceptando sus arbitrarias e introyectadas alienaciones (ya que estamos, ver La sabiduría popular, también de Spencer). Obligados a dibujar planes y programas, hasta para compararse a otros competidores, afirman querer ejecutar determinados objetivos y metas que más tarde les será muy difícil cumplir, pero no pueden evitarlo porque otros lo harían si ellos lo refrenaran por honestidad (“los otros son malos, somos mejores”). El juego político intrapartidario normalmente obstaculizará la limpia implementación y ejecución material de planes y programas de campaña. Más aún lo hará el juego interpartidario durante los períodos gubernamentales. Y la implementación burocrático-administrativa pondrá las últimas piedras al libre albedrío de los candidatos, oponiendo negligencia, complejidad normativa, de organigramas y de flujogramas, sin contar inercias y culturas organizacionales no siempre coincidentes e intereses cruzados de funcionarios leales a otras tiendas.
Todo esto hace que por mayor buena voluntad que pudiera ponerse en cumplir en los hechos gubernamentales con sus dichos de campaña, no podrá zanjarse bien la distancia entre ellos. Tampoco los tiempos políticos que autorizaban algunos dichos podrán soportar el cambio fáctico y de prioridades, lo que obligará a postergar lo importante prometido, ya devenido obsoleto, a manos de la urgencia y la emergencia. Y normalmente tampoco se justifica públicamente el viraje, sea por falta de tiempo, de conciencia sobre la importancia de hacerlo, de modus operandi adecuado para ello o de prescindencia de la devolución al soberano, ahora que ya estamos en los cargos. Y eso erosiona confianzas porque parece que se traicionan lealtades, principios y comunalidades, a veces simple desidia, desprolijidad y ligero desprecio por un alter un poco instrumentalizado.
De la política al fútbol
Habría mucha tela por cortar en el ámbito futbolístico si analizamos el aforismo “Del dicho al hecho”. Pero déjenme, en lo que me queda de espacio, referirme a un malentendido muy común: cuando un técnico dice que sus jugadores no cumplieron con lo conversado y planificado. Sin querer defender a jugadores desatentos, díscolos o reacios a planificaciones -que los hay-, un entrenador no cumple con su misión si habla de ese modo sobre algún aspecto del juego, ni siquiera si planifica bien algo concreto para algún partido, fuera de la construcción general del grupo, plantel y equipo. Si los jugadores no hacen lo que dice y propone, ese entrenador no sirve, porque su test está en la práctica, en la eficacia de su idea implementada por esos, en ese aquí y ahora. Sus dichos no se evalúan en sí mismos, ni aun habiendo sido entrenados, aunque errores de los jugadores pueden merecer descargos eventuales de los entrenadores, si tuvieron buenas previsiones, hasta practicadas, sobre alguna jugada que luego los afectó. Puede haber mucho entre el dicho y el hecho en fútbol también, y en muchos otros casos, sobre los que prometo escribir en próximas entregas.