“Yo nunca había sabido que ese tipo de caricias que Él me hacía no eran correctas. Para mí eran tan naturales (…) Yo era una niña y Él era un adulto. Los adultos por naturaleza sabían lo que hacían, y nos enseñaban a nosotros, los niños y las niñas, lo que estaba bien y lo que estaba mal. (…) Él me dijo que era un juego nuestro, un momento que solo Él y yo compartíamos en secreto”. Estas líneas son parte del relato que realiza Bárbara Molina, una adolescente que es la protagonista de una novela juvenil imperdible: Palabras envenenadas, de la escritora catalana Maite Carranza.
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Es una ficción de exquisita pluma, que está inspirada en un caso de la vida real, la historia de Natascha Kampusch, una jovencita austríaca que estuvo cautiva durante ocho años en un espacio reducido, oscuro y cerrado a expensas del placer de su captor. Ese hecho que tomó dimensiones mediáticas muy fuertes en el año 2006 fue el disparador para que la autora creara esta historia de denuncia sobre el maltrato y el abuso al que están sometidos muchos/as de nuestros/as niños/as y jóvenes por parte de adultos que habitualmente forman parte del entorno cercano, -muchas veces familiar, como en la novela- y silenciosa e impunemente destruyen sus vidas.


Las historias de este tipo forman parte de un capítulo especial y triste en nuestra sociedad. Se constituyen en eje de reflexión hoy para mí porque es imprescindible estar alertas y proteger especialmente a nuestras niñas y a nuestras mujeres. Son situaciones que muchas veces prosperan porque los/as otros/as adultos que se encuentran en el entorno no logran distinguirlas y reconocerlas, en parte porque los perpetradores son hábiles y suelen ser seductores y vestirse de inocencia y en parte probablemente porque hay una negación, en general de carácter inconsciente, para aceptar una situación tan dolorosa.
También hay que reconocer que a veces, aunque monstruosa, hay una dosis de complicidad. Parece imposible de aceptar pero para muchas mujeres y niñas, el hogar y, dentro del hogar, particularmente las habitaciones son los espacios más peligrosos dentro del conjunto de lugares que habitan.
La paradoja que constata el nivel de perversión reside en la dolorosa confirmación de que el lugar que debería ser el bastión de la protección y el asegurador de las garantías de vida y desarrollo se termina convirtiendo en el escenario de la vejación, la subordinación, la violación, la tortura y, muchas veces, la muerte. Y no es ni más ni menos que la expresión del patriarcado ejerciendo los mecanismos de control. La sujeción, la presión, el castigo y la agresión dañina se constituyen en la estructura que permite a los hombres sentirse poderosos.
Sabiamente, la especialista mexicana Marcela Lagarde dice que “la persistencia patriarcal no puede sostenerse sin la violencia que hoy denominamos de género” y que naturalmente se deposita y ejerce en los cuerpos de las mujeres y las niñas. Si retornamos a la cita del texto con el que iniciamos estas líneas, detectamos a través de la voz de una jovencita -la protagonista de la novela fue secuestrada y mantenida en cautiverio durante cuatro años- la naturalización de un vínculo abusivo por parte de un hombre que durante una buena parte del relato fue denominado a través del pronombre personal escrito con mayúscula (Él).
Es evidente que esas caricias a las que refiere son previas al cautiverio y recién sobre el final de la novela y con un espléndido manejo de la tensión narrativa devela la identidad verdadera del abusador: su padre. La inocencia, la confianza y la convicción de que el mundo adulto es el que orienta y acompaña pero simultáneamente abusa es lo que le causa confusión y hace de esta ficción una historia lamentablemente muy creíble, demasiado cotidiana, demasiado dolorosa. Esa proximidad familiar del agresor, sostenida en el lazo de confianza que es perversamente aprovechado por él a su favor, se expresa en ese “secreto” compartido. Son miles los casos de abuso intrafamiliar en que, muchas veces ya adultas, aquellas niñas sometidas son capaces de contar después de muchísimos años cómo esos hombres de la familia les arrancaban la promesa del secreto.
Por otra parte, está comprobado que una estrategia que se reitera es hacer sentir culpables a sus víctimas, insistiendo en que su comportamiento se produce a causa de ellas, lo que tiene efectos tremendos sobre el psiquismo. Por eso insisto en prestar atención a nuestro alrededor y funcionar como “centinelas” de nuestro entorno para detectar, solicitar ayuda, intervenir si la situación ya se ha generado aunque la convocatoria esencial reside en prevenir y sacar estas prácticas del lugar de lo inexorable. Por dolorosas que sean estas realidades, es necesario pensarlas para transformar la sociedad en la que vivimos. Hay que desnaturalizar, resistir los automatismos e interpelar la realidad y ser fuertes para generar una red de protección para nuestras niñas y mujeres que son víctimas de los crímenes sexuales ya que, como dice Rita Segato, “no tienen que ver con el deseo, no son crímenes de la intimidad sino de control del cuerpo de la mujeres” en general, expresión pura de una sociedad estructuralmente asentada en la concepción patriarcal del poder. Aquí reside la lucha.