“Es que la muerte está tan segura de vencer, que nos da toda una vida de ventaja”.
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La Renga
La muerte es meramente una circunstancia de la vida, el fin de un capítulo, una página que se cierra de forma inesperada y sobrecogedora para siempre. Es la inevitabilidad. Lo que tal vez podamos disponer es cómo recibir a aquellos heraldos negros, a esa “puta, sucia y fría”, a esa señora muerte. Sostenido sobre la gloria o penando por unos segundos más por la ausencia del dolor, primo hermano desagradable de aquella. Tal vez la gloria repare el sufrimiento de dejar el mundo, de partir hacia quién sabe dónde. La gloria de morir por una causa justa. Pero la gloria también envenena, empecina y convierte al ser en un enfermo detrás de esa droga, ese potaje malvado, sagrado, solo visible para valientes. El vencedor no es el que queda con vida en el campo de batalla, sino el que muere por una causa bella”. Fueron las últimas palabras del mariscal Francisco Solano López, antes de la batalla final contra la impía Triple Alianza, que descuartizó a voluntad al Paraguay tal vez no perfecto, tal vez no industrioso, pero definitivamente hermano. La Batalla de Cerro Corá, a orillas del arroyo Aquidaban, fue el final de la empecinada resistencia de cinco largos y sangrientos años, de los paraguayos contra los tres. Perecieron en sendas batallas un millón de paraguayos, quedando vivos tan solo 300.000 personas, mayoritariamente mujeres desconsoladas, niños cándidos y ancianos cadavéricos. Detrás de las palabras de Solano López estaba el veneno de la gloria, de la muerte justa, de la muerte necesaria para que la historia demuestre, de una vez por todas, la errónea máxima de que solo la escriben los vencedores. Aquel día, detrás del mariscal quedaba su ejército, un puñado de niños a los que se les pintaba la barba para que el enemigo los creyera mayores. Mujeres con chuzas y sables oxidados y obuses antiguos y corajes amargos; era lo que persistía. Ese día, todos sabían, intuían que morirían. El mariscal los juntó antes de la batalla y les dijo: “Peleemos aquí hasta morir”.
Corría el 1º de marzo de 1870 y la resistencia cumplía casi cinco penetrantes años. Era la batalla final y como un ejército fantasmal, los hombres y mujeres y niños del mariscal se preparaban, mientras aquel hombre tan impecable en su vestir, aquel Napoleón Tercero de Latinoamérica, los observaba callado. Sabía su destino, la muerte ennegrecía la mañana con fogonazos lúgubres y destellos de esperanzas ya perdidas. La muerte vencería, era seguro, pero había que preparar cómo, de qué forma perecer. La gloria se hacía presente. Habían resistido como leones, habían defendido su tierra, pero no había sido suficiente. Y allí pensó el mariscal en sus errores, en su ego y en el plan, escrito desde los tiempos de la independencia. Unitarios, monárquicos y colorados, todos, todos juntos, como en Paysandú. Como Leandro, así quiero morir, con gloria.
“Solo cuando sucumba” fueron las firmes palabras de Leandro Gómez contra la tromba de hombres que rodeaban Paysandú, en número de 20.000 contra sus 800. Un mes había resistido aquel general, artiguista, blanco, masón, patriota, pero, sobre todo, valiente. Cavilaba todos los días, pensando en el lugar que la historia dejaba para los valientes. No sucumbiría ante la amenaza de aquellos otros que rodeaban la plaza, que amenazaban a su gente, que osaban enviarle un ultimátum. Moriría una y otra vez, sentiría el dolor de la tortura, pero no se arrodillaría ante el enemigo. Lucharía contra todos, todos. “Pelearemos contra los brasileños y contra Flores, y si nos toca morir, aquí moriremos por la independencia de la patria”, gritó furioso el 26 de diciembre de 1864. ¿Quiénes eran aquellos que osaban despertar a la muerte y atraerla a Paysandú? Eran ellos, unitarios, monárquicos y colorados, todos, todos juntos, como en Paraguay.
Un sueño despertó sobresaltado al general. Era una pesadilla terrible, de sangre, de muertos colgados en los árboles, con sus brazos inertes, sus cabezas zigzagueando al son del viento, cadáveres mórbidos de una lucha fratricida, lejos pero cerca de su patria, en su tiempo, pero en otro tiempo. Un hombre bien vestido y calzado, un verdadero mariscal detrás de un ejército andrajoso, de niños y viejos sucios; como espectros, casi desaparecían con los disparos de aquellos lobos. Un sargento solitario apunta su carabina Spencer hacia el mariscal. Dispara. La bala le roza el brazo y lo pone sobre aviso. El Mariscal lo mira fijamente y arremete con aquel lobo gris, que carga nuevamente su arma nervioso y dispara. El disparo destroza el brazo de aquel, que sigue con la mirada perdida en la furia y en la gloria. Finalmente el sargento lo ultima con dos balazos más. En el suelo, el mariscal no se entrega y mueve su cuerpo completamente ensangrentado, se acerca a uno de sus hombres y le dice al oído: “Muero con mi patria”. De su boca y de su nariz brotaban torrentes de sangre y coágulos. Intentó pararse y un disparo final se lo llevó para siempre, envenenado por la gloria. Leandro se despertó sobresaltado. Era la mañana del 2 de enero de 1865. Era solo una pesadilla.