Bien dicen que la capacidad de asombro no se pierde jamás. Los dos siglos largos de racionalismo y de trabajosa elaboración del ideario republicano, basados en las ideas de libertad e igualdad, parecen no haber transcurrido para algunos. Está claro que la luz de la razón, de la educación y de las altas aspiraciones de justicia social y de derechos humanos, no les llega, y si les llega no les mueve un pelo. También está claro que, entre aquellos a quienes sí llega (o que se dan por aludidos en términos morales, y deciden hacer algo con eso) no se puede bajar la guardia ni siquiera por una fracción de segundo. Si bajamos la guardia aparecen de inmediato las oscuras bestias de la irracionalidad, que pueden revestirse de los discursos de discriminación más burda, así como de la más flagrante violación al mandato de la ley, tanto la nacional como la emanada de los tratados internacionales que nuestro país ha suscrito.
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Hace menos de un mes, un jerarca de gobierno, o sea un gobernante (departamental, pero gobernante al fin) dijo en el programa radial Ruta 21 de Difusora Soriano, refiriéndose a la Ley de Jornales Solidarios, que hay cuatro categorías de personas que se inscribieron para trabajar en ese marco: “La de capacidades, la de afrodescendientes, la de trans y los normales”. Si lo hubiera dicho un niño o una niña en edad escolar, o un adolescente en edad liceal, y aclaro que en mi larga carrera docente nunca escuché a un estudiante proferir semejante declaración; si lo hubiera dicho, habría surgido una magnífica oportunidad para poner de relieve la necesidad –o la urgencia- de la educación en sentido integral, en su más profunda dimensión formativa, orientada no solamente a combatir la discriminación sino también a explicitar ese combate en sus fundamentos éticos y lógicos. Pero como se trató de un jefe de gobierno departamental, nadie se dignó replicar. Nadie creyó oportuno corregirlo, o por lo menos ilustrarlo acerca de ciertas obviedades como la responsabilidad que conllevan las declaraciones de un político de su talla, y del consecuente daño y agravio que importan sus dichos, no solamente para las poblaciones que esta persona considera “anormales”, sino para la sociedad toda, que ha encaminado sus esfuerzos colectivos, por lo menos durante los últimos setenta y tres años (si tomamos en cuenta la Declaración de Derechos Humanos de la ONU, de 1948), a luchar en pro de “la libertad, la justicia y la paz en el mundo”, teniendo por base “por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”, como expresa el preámbulo de esta Declaración que, tal parece, algunos no leyeron nunca, y si la leyeron, no fueron capaces de comprender.
Todo cambio de gobierno (en especial cuando se trata de uno tan drástico como el que se ha producido en Uruguay) provoca, en mayor o menor medida, la afloración de ciertas actitudes y discursos que permanecían más o menos invisibles o encubiertos durante el régimen anterior y que de pronto irrumpen y compiten por la legitimidad. En el caso de Uruguay, dicho cambio se orientó hacia un liberalismo bastante caníbal, cuasi ortodoxo en su despiadado apoyo al gran capital y a los consabidos malla oro, y al consecuente desprecio por los derechos y las garantías de las mayorías. Así van apareciendo, amparados en la seguridad y la confianza de que en alguna medida serán avalados, o al menos no serán sancionados, determinados dichos que rayan a estas alturas, no en la impunidad sino en el delirio. Esto es lo que viene sucediendo con los derechos humanos en el Uruguay desde marzo de 2020. Una ola creciente de ataques a esos derechos se viene verificando; se empezó por denostar, ignorar y descalificar a la Institución Nacional de Derechos Humanos, y se continuó de diversos pero sistemáticos modos, erosionando toda la estructura de su aparato conceptual, desde lo más visible y notorio, hasta lo más diminuto y en apariencia insignificante. Pero las palabras siempre son poderosas. Pueden mover y conmover. Pueden transformar en sentidos constructivos y en sentido destructivo. Pueden provocar catástrofes. De ahí que las palabras, especialmente en boca de políticos, jerarcas de gobierno y demás figuras públicas, deberían ser diez veces meditadas, sopesadas y ponderadas antes de ser proferidas, en especial cuando tales personas no están entre las cuatro paredes de su casa, o en la cantina o en la cancha de fútbol; y aunque estuvieran en esos y en cualesquiera otros sitios, desde el momento en que aceptaron su investidura pública quedan comprendidos en las generales de la ley, y deben hacerse cargo (en serio y no como una mera bravuconada retórica) de las consecuencias de sus actos y de sus dichos. Lo contrario causa daños irreversibles, porque lo contrario significa apartamiento de las leyes, y supone incurrir en conductas de franca discriminación, que nos hacen retroceder medio milenio de un plumazo. Medio milenio, sí, porque las expresiones mencionadas en la radio de Soriano recuerdan a las pseudo justificaciones empleadas para estigmatizar y perseguir a poblaciones enteras, entre ellas a judíos y a moros, por la simple causa de que eran “el diferente”, o sea “el otro”.
Si la palabra es poder, entonces la palabra nunca es inocente. Pero además, el invento mata al inventor. Eso es lo que no pueden ver, en su incapacidad para la reflexión, los discriminadores. El poder de apropiación, manipulación y gestión de las palabras, los símbolos y los significados constituye un boomerang que también nos ataca a nosotros, los bárbaros, los salvajes, los ‘tercermundistas’ o vulgares sudacas que, a los ojos de los europeos o sea de la gente “bien” (dentro de la que estarán, sin duda, los “normales”) vivimos sumidos en la edad media y en el feudalismo.
Como si todo esto fuera poco, los discursos de discriminación tienden a atentar contra la propia democracia, ya que las imágenes del “otro” como enemigo colocan a ese “otro” (tan ciudadano como cualquiera) en un lugar marginal, inferior y deslegitimado. Así los discapacitados, los afrodescendientes y los trans no integrarían la categoría de la normalidad y por lo tanto, no gozarían de los mismos derechos y prerrogativas de los que sí gozan los “normales”. Serían, en buena medida, inhumanos o menos humanos que el resto de los felices normales. Lo cual me recuerda un bellísimo poema del filósofo cubano Roberto Fernández Retamar, titulado Felices los normales, del cual extraigo algunos versos, para cerrar estas líneas:
Felices los normales, esos seres extraños.
Los que no tuvieron una madre loca, un padre borracho, un hijo delincuente,
Una casa en ninguna parte, una enfermedad desconocida […]
Los satisfechos, los gordos, los lindos,
Los rintintín y sus secuaces, los que cómo no, por aquí,
Los que ganan, los que son queridos hasta la empuñadura,
Los vendedores y sus compradores, […]
Pero que den paso a los que hacen los mundos y los sueños,
Las ilusiones, las sinfonías, las palabras que nos desbaratan
Y nos construyen, los más locos que sus madres, los más borrachos
Que sus padres y más delincuentes que sus hijos […]
Que les dejen su sitio en el infierno, y basta.