El modus vivendi normal de la humanidad es el del autoengaño: la cobertura consciente del inconsciente, la racionalidad como apuesta dominante, las religiones, las utopías políticas, los nacionalismos y localismos, la acrítica confianza obsesiva en el complejo ciencia-tecnología, la demonización de la alteridad por prejuicios, estigmas y estereotipos. Esos son los más poderosos exorcismos del miedo, la incertidumbre, el dolor, la tristeza, el odio, el resentimiento y tantos otros venenosos sentimientos negativos similares que usted mismo puede listar.
Hacete socio para acceder a este contenido
Para continuar, hacete socio de Caras y Caretas. Si ya formas parte de la comunidad, inicia sesión.
ASOCIARMECaras y Caretas Diario
En tu email todos los días
Decía un historiador brasileño que un pueblo tan explotado, pobre, necesitado, está “condenado a la esperanza”, el cariz más radical de la fe, la menos sustentable y la más adoptada de las creencias. Se diría que son casi dominantes, pero se esconden, disfrazan y expresan mediante poderosas construcciones individuales y colectivas históricamente tan ubicuas como variadas, que, perversamente, las ocultan y transfiguran. Piense usted por ejemplo en la concepción del nacionalismo como un altruismo, cuando en realidad es un gigantesco egoísmo colectivo, en que algún acto supraindividual revierte hacia el colectivo y es solo altruista en cuanto supraindividual en su actuación y en la reversión especular ampliada de ella hacia un colectivo de pertenencia. Ese neototemismo básico explica la profunda identificación sentida por quien disfruta como propio un gol de penal de un desconocido uruguayo en la segunda división de Guatemala, por ejemplo.
Las celebraciones del Año Nuevo que llega como feliz son una de esas maniobras manipuladoras, desesperados autoengaños, particularmente performativos, y ofensivos para las hipersensibles mascotas de ‘estimación’.
Especialmente expresivas de esa desesperada esperanza masiva son los fuegos artificiales como forma de contemplación colectiva hipnotizada. Otra forma, especialmente redundante y empalagosa, son las tarjetas y formas prefabricadas de deseos de buenaventura.
Fuegos artificiales
A cuenta de una mayor abundancia en un gran tema humano, podríamos distinguir entre la racionalidad infantil del disfrute de los fuegos artificiales, y la racionalidad adulta, en parte infantilizada.
La racionalidad infantil: una experimentación espectacular del poder de ‘hacer’ sobre el mundo, simulación de poder y autoafirmación de independencia y autonomía de un subordinado y dependiente, haciéndolo, en buena medida por eso, con transgresión de las instrucciones adultas -de la fábrica y de los mayores a cargo- sobre la seguridad en los procedimientos. La explosión del encendido, el chisporroteo intenso y brillante de la varita pronta para volar, la trayectoria colorida y parabólica, la apertura final en colores y formas aéreas, la intensa y compartible experimentación visual y oral promovida por ese orgulloso demiurgo de la sugestión colectiva que es su lanzador.
Hay hasta un concurso de estatus expresado en la cantidad, variedad y precio de las bombas, cañitas y cohetes lanzados al aire. Aquellos que solo tienen unos pocos cohetes, varitas y bombas, pese a su excitación, íntimamente se avergüenzan frente a quienes exhiben impúdicamente una mucho mayor y ofensiva pila o fila de variados implementos festivos, arruinándole así la fiesta a los menos dotados en estruendo. Es el sucedáneo festivo de la comparación entre carritos de compra en los supermercados; hay quienes rellenan la base de los carritos con objetos que hacen volumen, como papel higiénico o stock de comida para mascotas, hasta inflar la apariencia del carrito para el reojo de los inconfesos competidores. Como los que piden en voz alta preservativos tamaño ‘mega’ en una farmacia: desconfiemos de ese exhibicionismo.
Pues bien, volvamos ahora a la racionalidad adulta para la participación en los brillantes estruendos festivos. En primer lugar, la comparación de estatus, como ya vimos. En segundo lugar, el sentimiento de comunalidad al participarse del lanzamiento y proyección aérea y ruidosa; más allá o más acá del enfrentamiento de estatus está la participación común en algo estéticamente apreciado como hermoso, admirable y transmisor de algún refinamiento en la valoración de luces, colores y formas.
En tercer lugar, y oculto en esa comunalidad estética y en esa rivalidad de estatus, un cierto infantilismo sobreviviente en ese acto, caro y tecnológico, de poder de ‘hacer’ algo espectacular y bello en el mundo externo, social. Porque también hay algo de neomágico en la producción de esa belleza festiva, estética y estratificable.
En cuarto lugar, el sentimiento oceánico de participación en un ritual sentido como festivo, alegre, bello (en una acepción poco exigente de belleza, claro), espectacular (todo lo colectivo y masivo actual debe serlo para poder ser colectivizable), y tradicional aunque aggiornable en sus herramientas y petardos. Quien comparte un lanzamiento de fuegos artificiales prolonga su infancia, comparte festividad, alegría, optimismo, una estética mínima modernamente espectacular, cultivo actualizado de la tradición, y disimula en todo eso una ubicua dinámica de estatus en el ciclo distinción-emulación.
Tarjetas de fiestas
No cualquiera tiene recursos expresivos como para comunicar sentimientos y emociones. Más difícil aún es fingirlos cuando no se sienten en grado suficiente como para inspirar palabras espontáneamente emocionadas ni emocionantes; se teme, con mayor base o no, no estar a la altura de la fecha, no dar la talla emocional. Para eso están las tarjetas de Navidad, de Fin de Año, de Fiestas a secas, y, en grado menor, de casamiento, cumpleaños, y festividades menores; todas ellas ahora en gran profusión digital.
Caras sonrientes, preferencialmente infantiles (pureza y ternura pre-Freud), árboles florecidos, ramas de pino con pajaritos cantores, elementos del folclore psicodélico centro y noreuropeo, como Papá Noel, renos, colores rojo y blanco, hongos por doquier; abundan atardeceres enmarcados en cortinados japoneses, parejas más o menos platónicamente juntas, brillantina en las letras; plegables o no. Versiones más consumistas pueden incluir arbolitos de Navidad llenos de regalos, comestibles y bebestibles.
Los mejores votos de todo lo mejor y más noble que se supone son los más auténticos deseos de los que intercambian, desde las más barrocas y empalagosas enumeraciones de bienaventuranzas hasta el más simple y confiado “lo mejor para vos y los tuyos”. Pero muchos sienten que si no desean venturas de manual los otros pueden pensar que no saben qué decir o que no sienten lo suficiente en profundidad.
La abundancia emocional estereotipada ahuyenta esos fantasmas aunque puede excitar la aparición de los fantasmitas del mal gusto, quizás no tan temibles para sus víctimas.
En general, para los niños no hay mayor conciencia de la coloración del futuro, medido en lo inmediato por el año nuevo entrante; para los adolescentes es un motivo más de la alegría y la desmesura ya, como la nostalgia; para los adultos es un deseo exorcista de lo malo; para los más añosos, cada año nuevo es un peligro de desventura creciente pero lo disimulan en fárrago total. En fin, Feliz Año Nuevo, con todos esos bemoles.